¿Qué vemos?
Miércoles, 26 de octubre:
Este miércoles me sentí fotógrafo
por un rato, y creí que podía compartir historias interesantes a través de las
capturas de mi teléfono nuevo. Bueno, no es mío realmente, pertenece a la
empresa donde trabajo, pero lo uso todo el día y lo quiero y cuido como si
fuera mío. Puedo decir con orgullo que, en 10 días, no se ha caído una sola
vez. Todo un récord, una proeza, si se compara con otros celulares que han
pasado por mis manos.
Viajaba en camión, el 258, el que
más veces he usado en mi vida, y quise aprovechar la buena posición ocular que
un vehículo de estas dimensiones brinda a quienes contemplamos lo que sucede en
las calles. La primera foto se fue a Instagram. Bastó una cita de un artista
urbano, de esos que hacen malabares a cambio de monedas en los semáforos, y
listo. Todo un suceso tapatío. Pero no quedé conforme y como todos los asientos
estaban ocupados, seguí buscando momentos relevantes.
Y lo encontré de inmediato, un
par de cuadras antes de cruzar la glorieta de la Minerva. Me llamó la atención que
“el protagonista” reposaba sobre el suelo, como en cuclillas, a unos pasos de
una parada de camiones, con mucha gente aguardando su ruta, aunque nadie estaba
sentado en la banca metálica de espera. Observé su pantalón azul, roto y sucio
por todos lados, sabrá Dios de qué líquido o sustancia (café quizá), vi que su
camisa blanca y los tenis complementaban un atuendo perfecto, digno de un
vagabundo.
La barba y el bigote, igual de
desacomodados y deslavados que su ropa, cubrían casi la mitad del rostro, que
estaba alzado, haciendo notar aún más las arrugas expandidas a lo largo y ancho
de la piel, y que desembocaban en la nariz. Sus ojos examinaban el interior del
autobús donde yo viajaba, de atrás hacia adelante. Observaba, entre 5 y 10
segundos, a cada una de las personas, reparando más en los que estaban sentados
junto a las ventanillas, que en quienes veníamos parados.
Yo tenía ganas de “filosofar”. De
sentirme él, o al menos de tratar de adivinar qué buscaba, o qué opinaba, de
cada individuo que analizaba. Aunque no quise ver a los pasajeros. Me enfoqué
en él, en sus ojos deslavados como su ropa: tenues, débiles o pálidos, como se
quiera calificar mejor. Sentí que su mirada se acercaba a la mía, y no me
rehusé al encuentro. De inmediato notó que indagaba en él y creo que lo
confundí. Porque bajó la barbilla un par de ocasiones y modificó drásticamente
la rotación de su cabeza, virándola de repente, a toda velocidad, hacia su
izquierda.
Entonces me sentí mal. El camión
avanzó, pero se detuvo casi al instante. El tráfico era pesado sobre López
Mateos. Aún faltaba para cruzar Aurelio Aceves, por lo que decidí seguir viendo
al protagonista, que bien podía tener 40, 50 o 60 años. Tras contemplar el
suelo varios segundos, volvió su vista hacia el camión, pero esta vez
directamente hacia mí, aunque trató de hacerlo con discreción. Pero yo estaba
alerta y esta vez no quise “desafiarlo” y de inmediato bajé la mirada y fue
cuando me acordé que necesitaba disparar con la cámara del teléfono.
Saqué el celular y batallé para
desbloquearlo (necesito colocar mi dedo pulgar o el índice para hacerlo… ¡esa
seguridad no la tiene ni Obama!). Cuando preparé la cámara vi que ya no estaba.
Se paró y caminó a paso lento. Titubeó en entrar al Oxxo, y mejor dio vuelta a
su derecha. Y cuando el camión cruzó el semáforo aceleró como a 70 u 80 km p/h.
Al pasar la Minerva se desocupó un lugar y me senté. Leí mi libro La ladrona de
libros.
En la venta superior de enmedio se aprecia al señor que creo es un vagabundo.
Antes de llegar a “Chapu”, mi
destino inesperado, vi una muchacha que dormía, exactamente en el primer asiento
(de izquierda a derecha) de los cinco que suelen estar colocados hasta atrás
del bus. “Yo también le voy a las Chivas”, pensé en decirle luego de ver sus
grandes pechos, que le daban mejor forma y deseo de veneración al escudo del
glorioso Club Deportivo Guadalajara. Vestía el jersey de visitante de la actual
temporada, blanco con dos franjas juntas en azul y rojo. También destacaban sus
largas pestañas, y las facciones de su rostro toscas (algo trompuda), pero
sumamente atractivas.
Seguro tiene entre 22 y 25 años.
A su lado, una jovencita probablemente menor que la dormilona, un poquitín
gorda, leía. No alcancé a ver cuál libro era (quise saberlo porque prestaba una
concentración al máximo en la lectura). Creí que podía salir una foto “nais”,
titulada en Instagram: “De esa gente que dignifica mi ciudad”, por eso de que amo
los libros, y a las Chivas. Pero recordé que últimamente las denuncias de acoso
en los camiones han incrementado. Arrimones y caricias repentinas de cabello es
lo que más se presenta.
No he escuchado de un acoso por
fotografiar, y no quería ser el primero, a pesar de que una chava dormía, y la
otra no despegó ni un momento la vista de las páginas. No me pareció correcto. Además,
esa ruta recorre las colonias que más frecuento, donde viven la mayoría de mis
conocidos. Probablemente uno de ellos conocería a la bella chivahermana. O a la
simpática lectora.
Me dio miedo ser “de esa gente
que ofende mi ciudad” y me contuve. Además, ganas reales nunca existieron. Sólo
quería destacar una fotillo y ya. Llegué a avenida Chapultepec y me dirigí
hacia el bar donde más tarde vi a mis amigos. Mientras caminaba pensé en la
mirada del supuesto vagabundo. ¿Qué habrá pensado de mí? ¿Por qué bastó mi
jodida mirada para que interrumpiera su inspección de usuarios de camión?... ¿Qué
buscaba en la gente?... ¿Por qué cuando encontró mi mirada, que traté de
ablandarla lo más posible, se desanimó?... ¿Convivirá con personas?... ¿Tendrá
casa, familia o compañía?... ¿Duerme en la calle?... ¿Qué vemos en los demás?
Recordé al primer chavo que
fotografié, al greñudo que alertó a los conductores que no intenten en casa
hacer malabares con machetes, y sin embargo puso el mal ejemplo. Su camiseta
morada, su barba igual que la del señor sentado en el suelo, aunque totalmente
oscura; sus tenis Adidas, también negros, pero sobre todo, el gusto con que recibió
las monedas y su saludo al ver que le tomé fotos. Fue su buena vibra la que me
motivó a ver al anciano e intentar un mediocre ejercicio de psicoanálisis. Y
fue la triste reacción que mostró dicho anciano luego de verme, lo que frustró
mi intento de fotografiar a las chavas del camión.
"Esto es muy peligroso, ¡por favor, no lo intenten en casa!, gritó, y enseguida lanzó malabares con los machetes
¿Será que no todo lo que vemos es
digno de tomarle una foto y compartirlo al ciberespacio?
PD: ¡Cada día tomo peores fotos!