28 de octubre de 2016

¿Qué vemos?

¿Qué vemos?
Miércoles, 26 de octubre:

Este miércoles me sentí fotógrafo por un rato, y creí que podía compartir historias interesantes a través de las capturas de mi teléfono nuevo. Bueno, no es mío realmente, pertenece a la empresa donde trabajo, pero lo uso todo el día y lo quiero y cuido como si fuera mío. Puedo decir con orgullo que, en 10 días, no se ha caído una sola vez. Todo un récord, una proeza, si se compara con otros celulares que han pasado por mis manos.

Viajaba en camión, el 258, el que más veces he usado en mi vida, y quise aprovechar la buena posición ocular que un vehículo de estas dimensiones brinda a quienes contemplamos lo que sucede en las calles. La primera foto se fue a Instagram. Bastó una cita de un artista urbano, de esos que hacen malabares a cambio de monedas en los semáforos, y listo. Todo un suceso tapatío. Pero no quedé conforme y como todos los asientos estaban ocupados, seguí buscando momentos relevantes.


Y lo encontré de inmediato, un par de cuadras antes de cruzar la glorieta de la Minerva. Me llamó la atención que “el protagonista” reposaba sobre el suelo, como en cuclillas, a unos pasos de una parada de camiones, con mucha gente aguardando su ruta, aunque nadie estaba sentado en la banca metálica de espera. Observé su pantalón azul, roto y sucio por todos lados, sabrá Dios de qué líquido o sustancia (café quizá), vi que su camisa blanca y los tenis complementaban un atuendo perfecto, digno de un vagabundo.

La barba y el bigote, igual de desacomodados y deslavados que su ropa, cubrían casi la mitad del rostro, que estaba alzado, haciendo notar aún más las arrugas expandidas a lo largo y ancho de la piel, y que desembocaban en la nariz. Sus ojos examinaban el interior del autobús donde yo viajaba, de atrás hacia adelante. Observaba, entre 5 y 10 segundos, a cada una de las personas, reparando más en los que estaban sentados junto a las ventanillas, que en quienes veníamos parados.

Yo tenía ganas de “filosofar”. De sentirme él, o al menos de tratar de adivinar qué buscaba, o qué opinaba, de cada individuo que analizaba. Aunque no quise ver a los pasajeros. Me enfoqué en él, en sus ojos deslavados como su ropa: tenues, débiles o pálidos, como se quiera calificar mejor. Sentí que su mirada se acercaba a la mía, y no me rehusé al encuentro. De inmediato notó que indagaba en él y creo que lo confundí. Porque bajó la barbilla un par de ocasiones y modificó drásticamente la rotación de su cabeza, virándola de repente, a toda velocidad, hacia su izquierda.

Entonces me sentí mal. El camión avanzó, pero se detuvo casi al instante. El tráfico era pesado sobre López Mateos. Aún faltaba para cruzar Aurelio Aceves, por lo que decidí seguir viendo al protagonista, que bien podía tener 40, 50 o 60 años. Tras contemplar el suelo varios segundos, volvió su vista hacia el camión, pero esta vez directamente hacia mí, aunque trató de hacerlo con discreción. Pero yo estaba alerta y esta vez no quise “desafiarlo” y de inmediato bajé la mirada y fue cuando me acordé que necesitaba disparar con la cámara del teléfono.

Saqué el celular y batallé para desbloquearlo (necesito colocar mi dedo pulgar o el índice para hacerlo… ¡esa seguridad no la tiene ni Obama!). Cuando preparé la cámara vi que ya no estaba. Se paró y caminó a paso lento. Titubeó en entrar al Oxxo, y mejor dio vuelta a su derecha. Y cuando el camión cruzó el semáforo aceleró como a 70 u 80 km p/h. Al pasar la Minerva se desocupó un lugar y me senté. Leí mi libro La ladrona de libros.

En la venta superior de enmedio se aprecia al señor que creo es un vagabundo.

Antes de llegar a “Chapu”, mi destino inesperado, vi una muchacha que dormía, exactamente en el primer asiento (de izquierda a derecha) de los cinco que suelen estar colocados hasta atrás del bus. “Yo también le voy a las Chivas”, pensé en decirle luego de ver sus grandes pechos, que le daban mejor forma y deseo de veneración al escudo del glorioso Club Deportivo Guadalajara. Vestía el jersey de visitante de la actual temporada, blanco con dos franjas juntas en azul y rojo. También destacaban sus largas pestañas, y las facciones de su rostro toscas (algo trompuda), pero sumamente atractivas.

Seguro tiene entre 22 y 25 años. A su lado, una jovencita probablemente menor que la dormilona, un poquitín gorda, leía. No alcancé a ver cuál libro era (quise saberlo porque prestaba una concentración al máximo en la lectura). Creí que podía salir una foto “nais”, titulada en Instagram: “De esa gente que dignifica mi ciudad”, por eso de que amo los libros, y a las Chivas. Pero recordé que últimamente las denuncias de acoso en los camiones han incrementado. Arrimones y caricias repentinas de cabello es lo que más se presenta.

No he escuchado de un acoso por fotografiar, y no quería ser el primero, a pesar de que una chava dormía, y la otra no despegó ni un momento la vista de las páginas. No me pareció correcto. Además, esa ruta recorre las colonias que más frecuento, donde viven la mayoría de mis conocidos. Probablemente uno de ellos conocería a la bella chivahermana. O a la simpática lectora.

Me dio miedo ser “de esa gente que ofende mi ciudad” y me contuve. Además, ganas reales nunca existieron. Sólo quería destacar una fotillo y ya. Llegué a avenida Chapultepec y me dirigí hacia el bar donde más tarde vi a mis amigos. Mientras caminaba pensé en la mirada del supuesto vagabundo. ¿Qué habrá pensado de mí? ¿Por qué bastó mi jodida mirada para que interrumpiera su inspección de usuarios de camión?... ¿Qué buscaba en la gente?... ¿Por qué cuando encontró mi mirada, que traté de ablandarla lo más posible, se desanimó?... ¿Convivirá con personas?... ¿Tendrá casa, familia o compañía?... ¿Duerme en la calle?...  ¿Qué vemos en los demás?

Recordé al primer chavo que fotografié, al greñudo que alertó a los conductores que no intenten en casa hacer malabares con machetes, y sin embargo puso el mal ejemplo. Su camiseta morada, su barba igual que la del señor sentado en el suelo, aunque totalmente oscura; sus tenis Adidas, también negros, pero sobre todo, el gusto con que recibió las monedas y su saludo al ver que le tomé fotos. Fue su buena vibra la que me motivó a ver al anciano e intentar un mediocre ejercicio de psicoanálisis. Y fue la triste reacción que mostró dicho anciano luego de verme, lo que frustró mi intento de fotografiar a las chavas del camión.

"Esto es muy peligroso, ¡por favor, no lo intenten en casa!, gritó, y enseguida lanzó malabares con los machetes



¿Será que no todo lo que vemos es digno de tomarle una foto y compartirlo al ciberespacio?

PD: ¡Cada día tomo peores fotos!

 ASR