12 de febrero de 2017

Vagar sin preocupaciones

Vagar sin preocupaciones

La primera vez que le presté atención, aún quedaban cenizas de aquellas “trifulcas ardientes” entre barristas, que desencadenaron en mi barrio, a mediados y finales de la década pasada, Chivahermanos y Rojinegros. Vestía una camiseta negra percudida, como su cabello, con una leyenda en letras rojas que decía, en el lado de frente: “la gloriosa barra 51”, mientras que atrás se leía una ofensa hacia el Rebaño. Algo así como “chivo cagón”.

Debo reconocer (y me avergüenzo) que sentí desprecio para aquel anciano flaco, jorobado y un tanto canoso. En aquel momento pensé que traía la camiseta de alguno de sus nietos “desquehacerados” (me caga esta palabra, pero es la que pensé utilizar y sería muy falso cambiarla por alguna que suene “más acá”), pero al cabo de una semana de verlo casi a diario, noté que siempre la portaba.
Su andar lento y su postura cabizbaja me hicieron olvidar muy pronto la insignia atlista. Observé que sus otras dos prendas, un pantalón deshilachado y unos tenis blancos que se les veía lo roto desde cualquier ángulo, lo acompañaban en todo momento durante su deambular por los alrededores de la Glorieta del Obrero.

Estoy seguro que esto sucedió como a mediados del 2009, porque recuerdo que fue cuando se me quitó la costumbre de irme al estadio en el mismo camión que viajaba la barra, y también cuando estaba por concluir la universidad. Lo veía cuando iba a tomar el 27 para dirigirme al Jalisco, o el 80B para el Álamo, siempre caminando a un paso lentísimo, como si estuviera reptando, con un cigarro apagado en una mano, y en la otra una botella de coca cola casi vacía.
A la fecha desconozco el nombre de este señor, y por qué rara vez sale del cuadrante Artesanos-Hacienda La Calera-Hacienda del Carmen. No sé si vivió en alguna de las casas ubicadas en esas calles, o si algún amigo suyo que es vecino de la zona se encarga de alimentarlo o socorrerlo en momentos graves.

"Homeless", by Getoart (Deviantart)

Sólo sé que ahí deambula, entre hojalateros que laboran pisteando cerveza, y que son culpables de que la calle Hacienda La Calera, por la que paso de ida y vuelta al trabajo, está sucia por la lateral derecha en el sentido poniente-oriente; los desechos que caen cuando pintan carros han trazado un riachuelo plateado óxido. Mientras chambean, él escucha sus pláticas, pero pareciera que no existe para ellos. Así es la imagen: él hincado o tirado en el piso, con el cigarro en la boca o en la mano, y una botella de coca a su lado, siempre inadvertido ante las carcajadas de los borrachos y una grabadora que reproduce corridos norteños y de banda.

¿Por qué rememoro esto? Porque el domingo 29 de enero pasé un gran susto. Me tocó trabajar temprano y contrario a cualquier “Godínez”, me sentía muy feliz. Ver tantos árboles en Colomos y respirar el frescor del amanecer de ese lugar, más ir leyendo en el camión “El único y su propiedad”, de Max Stirner, fueron los motivos. Pero de regreso a casa, a eso del mediodía, pasé por La Calera, y justo al cruzar el área de los hojalateros, vi un pie que sobresalía de entre la maleza del pasto de una cochera, donde generalmente duerme o descansa el protagonista de este relato.

El pie tenía varias moscas y se veía muy pálido: apenas se distinguía de la tonalidad de piel muerta de los abundantes callos del talón. Me detuve, cerré los ojos y tras varios suspiros miré hacia atrás, para tratar de encontrar una respuesta en el semblante de los hojalateros, quienes como de costumbre estaban alegres, lo que me dio cierta tranquilidad.

Caminé lento y vi su cuerpo completo. Yacía de lado, con una mano y una pierna (la que no observé en un principio) en posición fetal, y las otras dos extremidades extendidas totalmente. Más despeinado de lo habitual, en realidad parecía un cadáver, porque tenía los ojos entrecerrados pero asustaba con la mirada perdida y su palidez. No obstante, sus costillas parecían bombear aire con dificultad, así que continué con mi camino, no sin antes asombrarme porque en lugar de la coca cola había un pomito de alcohol del 96 a lado suyo.

Lo volví a ver el miércoles por la tarde, en pleno inicio de febrero, afuera de la cochera. Ahora había un pomito de jugo artificial de naranja. Parece ser que se ha enfadado de la coca… como yo. Desde que supe que no le va al Atlas, o al menos, que no anda exaltando a un grupo de animación chafa, siento que me parezco demasiado a él. Por lo flaco y lo jorobado, pero sobre todo, por andar en el mismo círculo, sin una brújula.

Cuando concluí la escuela tardé en encontrar trabajo, y al regresar a casa sin éxito, salía de nuevo a la calle, a caminar, con los audífonos escuchando canciones de cursilería barata como “Un millón de cicatrices”, de El Canto del Loco, sin pensar en lo mucho que mi andar se aproximaba al del vagabundo. Lo que más me incomodaba era escuchar el “¿qué tal te fue?”, de mi madre.

Desde niño me ha aterrado la idea de terminar en la calle. Luego surgió otra fobia: llegar a viejo; aunque teóricamente ya no lo soy, permanece un fuerte deseo de morir joven. O de no llegar a la vejez, para no depender de un bastón para caminar, o de una persona que me auxilie para comer o bañarme (creo que son los pretextos ideales para disfrazar a la vanidad y a la irresponsabilidad de actuar como adultos). Lo que sí es cierto, es que me sentiría mal si un trastorno me incita a asustar gente, a golpearla sin razón, o a gritar como loco en la calle, como hacen muchos vagabundos. Y también está el miedo de morir atropellado o alcoholizado por esta causa.

Pero a inicios de este año me imaginé “pensionado”, por así llamar a un panorama donde estoy cincuentón y sin necesidad de trabajar. Me vi leyendo mis libros en un patio lleno de árboles y una fuente en medio, infestada de tortugas. Disfrutaba cada una de las páginas de libros como “Tartufo”, “Cándido” “Fausto” y “Ulises”, de los cuales no capté sus más profundos mensajes. Y por supuesto también de obras como “El príncipe idiota”, “El peregrino encantado”, “El Coleccionista” y “Extraños en un tren”, colmadas de personajes muy interesantes (no precisamente los protagonistas) y que ya he olvidado sus nombres.

Caminar por la calle sin estar pensando en una empresa que administrar, o que la fábrica donde laboras se está cayendo a pedazos, debe ser bastante agradable; el siguiente gran paso para incrementar la felicidad de este viaje es que te valga madre estar descalzo, no sentir lástima por ti, ni importarte si a alguien le afectará tu decisión (una madre, una pareja, un hijo); si consigues 100 pesos, los gastarás en el vicio: no hay forma de pensar en ahorrarlos para unos tenis, o reservar la mitad para usarlos en una consulta médica, en caso de que la coca irrite la garganta o descalcifique los huesos.

Sólo así podemos suprimir los problemas familiares y nuestros complejos, o mandarlos al diablo, y seguir nuestro peregrinaje sin ningún tipo de responsabilidades u obligaciones, únicamente con la convicción espiritual de que a nadie afectas y simplemente disfrutas del recorrido; entonces, imagino que vagar por las calles, parques y mercados de tu barrio es como leer una obra de un autor local contemporáneo, ingenuo, un “millenial” que desconoce lo que escribe, y puedes contradecirlo con dos o tres clásicos, porque conociste tu entorno cuando estaba en mejores condiciones: lo que quiero dar a entender, es alguna de esas trilladas frases que decimos al crecer: “ya no es como antes”, “antes era mejor”: “ya no hay iconos como Muhammad Ali, Maradona o Los Beatles”.

Extrañas, pero no quieres volver, ni que aparezca alguien mejor (Messi no es ni la sombra de Diego, y Tom Brady, a pesar de ser el más ganador de la historia, no le llega ni a los talones a Montana): es decir, todo es nostalgia, deseas que el tiempo se detenga en tu entorno, pues el presente y el futuro ya no tienen sentido. Esto lo imagino como una vía “razonable” que me conduzca a la calle sin hundirme en la locura.

Al analizar lo externo, observamos desde un ángulo en el que creemos estar en un escenario mejor posicionado que aquellos a quienes juzgamos, por los que sentimos lástima, y es aquí cuando pienso que sería extraordinario conocer la contrarréplica de un vagabundo: qué piensa acerca de las personas que al mirarlo, sienten que Dios es misericordioso con ellos al no permitir que se encuentren en semejantes condiciones como la suya; de aquellos que imaginan que un “homeless” los ve con admiración, o con envidia de la buena; con anhelos de querer estar en sus zapatos, de desear ser como ellos, o estar en su posición de tener un hogar adonde llegar, donde alguien lo espere.

Me gusta creer que muchos vagabundos, los que aún no son almas poseídas por la demencia o alguna otra enfermedad mental, tienen la cualidad de reconocer a los demás, y de responder a ese intento fallido de psicoanálisis con que los juzgamos; que saben que muchos tienen un “hogar”, del cual salen huyendo rumbo al trabajo porque ahí los espera una madre enferma, una esposa histórica, un hijo irresponsable, una amante infiel o peor aún, llegar a casa y no tener con quién compartir el espacio.

Dudo que alguien que se animó a vagar por las calles y dormir en la cochera de una finca abandonada anhele o desee la vida de quien llega a una estructura techada; al verlos sucios en la miseria, sentimos compasión, y quizá el estremecimiento de ellos sea recíproco: “debe ser estresante llegar a casa tras una larga jornada en un trabajo donde no son felices, ni les da los recursos para intentar serlo”, imagino estas palabras en la mirada un vagabundo cuando siente que es el centro de atención de los transeúntes que invaden su banqueta.

Porque ellos también recapacitan, no todos han sido consumidos por los trastornos mentales; no todos hablan consigo mismos, como sí lo hacemos muchos que no vagamos por las calles, y no todos insultan a la gente sin razón alguna, como también solemos hacerlo cuando nos alteramos, o cuando envidiamos y criticamos a espaldas.

Me agrada este personaje porque sé que prefiere espulgar los basureros de bares y billares de quinta que hay en Oblatos, que andar de limosnero afuera de los templos o fondas del mercado del barrio: lo digo porque he sido testigo una y otra vez de la primera afirmación, y nunca lo he visto pedirle dinero a la gente, ni caminar afuera de la supuesta casa de Dios. Y creo que además de la delgadez y la joroba, en eso me parezco a él. 

PD: Más que llegar a viejo o terminar loco, lo que me aterra realmente es convertirme en chavorruco.


ASR