4 de junio de 2017

Una tortuga sabia

Una tortuga sabia

15 de abril de 2017

El jueves pasado más bien parecía sábado o domingo, debido a los festejos de Semana Santa. Sin deseos de hacer algo productivo, encendí la televisión. A cuadro apareció el mismísimo Morgan Freeman, estelarizando el documental “La historia de Dios”.

“¿Cómo se llama ese actorazo?”, preguntó mi madre, mientras tejía en el sillón más grande de la sala, al escuchar la respetable e inigualable voz del actor de doblaje Rubén Moya. Le respondí y noté que veía con atención el programa, mientras yo pendejeaba en el teléfono.

De repente, en pantalla, una persona con apariencia de monje que dialogaba con Morgan, dijo palabras más, palabras menos: “cierra los ojos y recuerda algún momento agradable que hayas compartido con una persona que detestes (seguro fue otro calificativo menos visceral, pero este me agrada), o que tengas algo pendiente que platicar”. Creo que era de la religión jainista, o alguna de la India. Contemplé algunas escenas tontas, como cuando festejé goles de las Chivas al mismo tiempo que algunos compañeros de escuela y del trabajo que no me agradaban del todo. En fin.

Pasaron dos días y este sábado, mientras “stalkeaba” en Instagram, vi una imagen que guardé en cuanto la vi, compartida por la cuenta Terrific Turtles. Es una pequeña tortuga nadando, y lo más notorio es que en la parte superior de su cuerpo se reflejan varios colores, como si encima de ella estuviera un arcoíris.



Entonces recordé que hace mucho tiempo, casi 20 años, cuando mi hermana Flor y yo empezamos a obsesionarnos con las tortugas, mi papá nos contó que de niño, junto con sus amigos, iba a la barranca de Oblatos y veían unas tortugas que tenían el caparazón del color del arcoíris. A esa edad, difícilmente se duda de lo que te cuenta un padre, pero se nos hizo extraño, porque no habíamos escuchado de ellas, ni las habíamos visto en libros o documentales de animales, que teníamos al por mayor.

Aun así formulamos muchas preguntas para él: ¿cuántas vio? ¿Por qué no se quedó con una? Incluso llegamos a pedirle que nos llevara a ese sitio cuando nos regresáramos a Guadalajara (vivíamos en Chiapas). Creo que nos respondió que de repente dejó de verlas en sus escapadas a la barranca. Creí que podría tratarse de alguna especie única de Jalisco.

Tuve varias pláticas al respecto con mi hermana y ya más grandes, cuando yo estaba por entrar a la secundaria, le mencioné que quizá eran tortugas de río y que tenían tanta lama y hongos encima, que cuando nadaban, el reflejo les hacía parecer que el caparazón era de varios colores. Otra “teoría” fue que pertenecían a alguien y se entretenía pintándolas… Contemplé varias respuestas porque compartimos la historia con algunos de nuestros amigos, y nadie nos creía.

Juró que sentí como si me hubiera caído un relámpago cuando en la pantalla de mi Samsung Galaxy vi el caparazón color arcoíris con atención, porque en mi mente continuaba presente el capítulo de “La historia de Dios” del jueves, en específico esa frase referida a los seres que “detestamos”, o con quienes tenemos una plática pendiente, sin café de por medio. Cuando nos contó la historia debió ser 1998, cuando nos compraron un par de reptilitos verdes, uno para cada quien, en la feria de Tuxtla Gutiérrez.
Después en nuestra sala había un tortuguero enorme, con más de 15 tortuguitas japonesas, y mi papá nos ayudó a arreglarlo, pegándole piedras en una de las bases para que nuestras mascotas pudieran reposar a gusto, también cuando estaban bajo el agua. Además recordé que construyó una jaula enorme para Pepe, un loro que tenía mi hermana.

Aunque sentí una paz que jamás había presenciado, ya no quise seguir memorizando mi niñez. Sólo traté de comprender por qué un tipo cuarentón inventó esa historia tan infantil, o al menos en cómo eran realmente aquellos quelonios que observó haría unos 30 años, y por qué creyó conveniente unirse a la fascinación de sus hijos por las criaturas verdes.

¿De verdad se atrevía a irse en bicicleta a la barranca desde Tlaquepaque, donde vivió de niño, hasta la barranca, un lugar remoto en los 60’s? Y si en verdad lo hizo, ¿cuál era el propósito? Dudo que buscara tortugas. También fue extraño que nos narrara ese suceso, porque nos tenían prohibido salir a lugares lejanos, aunque sea en compañía de amigos o de nuestra hermana mayor: todo debía ser obediencia total a los padres, como él se jactaba de haber sido de niño: como una orden castrense más.

También llegué a cuestionarme si las tortugas tenían un significado especial para él. Tal vez anhelaba una de mascota y nunca pudo tenerla; a lo mejor le emocionaba apreciar la fauna silvestre. Quizá su gran imaginación lo ayudó a creer haber visto aquellos caparazones multicolores, nadando en un charco o en un riachuelo.

O tal vez mucho después, a sus 15 o 20 años, cuando sintió escapar su niñez o cuando se refugió erróneamente en un cuartel militar, su cerebro inventó ese pasaje, en el que se reunía con sus amigos (quién sabe si reales o imaginarios) para encontrar tortugas. O quizá se le ocurrió esa historia en ese preciso momento, sólo para impresionar a sus hijos. O simplemente de él heredamos el cariño por esas criaturas verdes, sagradas en la mitología china y asociadas con deidades como Buda y Visnú.

He leído muchos artículos en los que relacionan a distintas especies de tortugas con la sabiduría, la paciencia y mil virtudes más. Me gusta creer que es verdad, que estos animales, cuya hembra regresa 30 o 50 años después a la misma playa donde nació para incubar a sus primeras crías, son seres sagrados. Abrí los ojos, creyendo haber tomado un café con aquel ser que me regaló mi primer reptil con caparazón, y no sé si fue por la magia o por cuestión divina, pero contemplar la foto de la tortuga arcoíris, me ha quitado un gran peso del alma.


ASR