El barrio siempre ha sido
peligroso, pero desde hace un año lo es más. No llovió pero el viento golpeaba
e impedía la visibilidad como si llevara agua. Salí de mi punto de encuentro a
las 10 pm. Mientras cerraba el candado de mi bicicleta y me preparaba para
circular, una motocicleta me cerró el paso.
“Disculpa, bro, ¿tienes una llave
que me puedas prestar?”, me preguntó el conductor de la moto, antes de que
tuviera tiempo de ver su rostro. Se trataba de un chavo que difícilmente
tendría la mayoría de edad: así lo intuí en ese momento por su voz, su estatura
y esos rasgos con poco vello y unos cuantos granos de acné: esos rasgos
característicos de la pubertad que se aferran a destruir la ternura y la suavidad de la niñez.
Tardé en responder y lo miré
fijamente, no sé, dos o tres segundos. Notó mi incomodidad, entonces le dije,
¿cualquier llave?, y sin esperar respuesta, le di la del candado de mi bici,
que en ese momento sostenía otras cinco: la casa donde crecí, la casa donde
ahora vivo, la de otra bicicleta que tengo abandonada y la de una maleta.
"Said the stars", Deviantart
También se dio cuenta que
desconfié al entregársela. Seguramente leyó mi expresión facial que demostraba con claridad cierto miedo disfrazado de timidez y que a la vez se preguntaba: “¿para qué demonios quieres una llave?”. Pero de inmediato
hizo su cometido: colocó minuciosamente la punta de la llave de candado sobre
el interruptor de encendido, lo giró levemente y, como por obra de magia,
arrancó el motor de su moto de bajo cilindraje, en la que se disponía a hacer
la entrega de un pedido de tacos (enfrente del lugar al que fui hay un pequeño
puesto de comida y realizan entregas a domicilio). Me sorprendí. ¡Ahora
entiendo por qué es tan fácil robarlas!
Me dio las gracias, sin antes
decirme: ¡está bien chido tu llavero del Liverpool!
Nos fuimos por caminos distintos.
Él por la derecha, yo por la izquierda. Rumbo a la casa pasé por un recinto
funerario bastante modesto, donde también la noche anterior había gente.
Desconozco si las mismas, y si a quien despedían era al mismo fallecido. Pero había
muchas más personas, divididas en círculos, por así decirlo, de acuerdo a la
posición que formaban alrededor de los árboles de la banqueta y de las bancas
del interior. Avancé a paso semilento, porque a mi lado iba un camión a una
velocidad estable, invadiendo ambos carriles, por lo que resultó complicado
rebasarlo. Fue esta circunstancia la que me permitió escuchar un fuerte
berrido, al parecer de un anciano; un par de gemidos, emitidos por una viejita,
y desde el interior uno que otro llanto.
Debí frenar porque el camión me
cerró el paso. Se detuvo para bajar a una señora que precisamente ingresó a la
funeraria y entonces me ganó el morbo: giré hacia mi lado derecho para
contemplar el oscuro paisaje: muchas motos, muchos tatuajes, camisas negras, algunas
con el número 13 con molde estilo grafiti o tatuaje de marero salvatrucha,
además de un par de ojos húmedos. Uno de esos círculos estaba integrado por
jóvenes, cuyo caló pandillero se expresaba con menos “flow” a causa de los
suspiros emitidos durante la conversación.
Cuando aceleré, el 258 ya se
encontraba a una cuadra. Di la penúltima vuelta al lado diestro de mi viaje y
al fondo se apreciaba una patrulla, con las sirenas apagadas. Más suspenso en
esta noche. Traté de serenarme, porque presentí que algo malo podía estar
pasando. Un escalofrío me puso en alerta y tuve un mal presentimiento: todos
estos acontecimientos podrían ser una mala señal. Pensé qué podía responderles
a los policías en caso de un interrogatorio, cómo debía presentarme y explicarles
que me dirigía a un coto ubicado a unos 30 metros de donde se encontraban. Es
que no he superado aquel par de desafortunados encuentros con este tipo de
autoridades, uno en 2008, el otro un año después. En la primera ocasión me
acusaron de orinar en una cancha de fútbol, lo cual no fue cierto, y me libré
de ellos gracias al oficio de mi papá: los polis temen a los militares. La
segunda vez no la mencionaré, pero también se impuso mi inocencia.
Pero para este probable tercer
encuentro ya no había una credencial que me acreditara como hijo de un
integrante de la Fuerza Aérea, o la de practicante de un periódico con cierto
prestigio. Mi plan de defensa lo interrumpió un carro que apareció de repente,
con las luces apagadas, y se detuvo junto a la unidad policial. Para no verme
sospechoso circulé de la forma más común, lo cual fue posible al notar que el
misterio que producían ambos vehículos también impresionó a dos señoras que
recogían su puesto de venta de comida chatarra.
En ambas aceras también había autos
estacionados, por lo que el espacio quedó muy reducido; por si fuera poco estaba
abierta una puerta de la patrulla. Giré calculando no estamparme y apenas logré
superar este obstáculo, sucedió un encuentro inesperado, pese a mis malos
presentimientos resientes: mi mirada chocó con la de un policía, y sus ojos me
estremecieron.
La situación podría compararse
con el cara a cara de dos boxeadores tras la ceremonia del pesaje, donde yo era
el campeón prepotente y él un novato, o un peleador a modo para lucirme. Lo
digo porque se sorprendió al verme y su expresión fue lúgubre; sus ojos se
nublaron, como si se hubiera encontrado con un fantasma o un ser maligno, aunque
su reacción no tardó ni una milésima de segundo: dirigió la mano hacia su
pistola y la sujetó. Me “enfrenté” a alguien que está expuesto constantemente
al peligro, y como no soy una estrella del boxeo, mi instinto me impulsó a
saludarlo con un “buenas noches” para dar mi última torcida al lado derecho y
ponerle fin a tan desagradable encuentro.
Como bien se sabe, de noche todos
los gatos son pardos y debo detallar, a favor de la actitud trémula del
oficial, que ese día yo iba vestido todo de negro, con la capucha de mi
sudadera puesta, precisamente por el viento.
Aquel miedo que sentí y que percibió
el chico motociclista debió ser el mismo que experimentó el policía cuando pasé
a su lado: esa inquietud de que algo malo sucederá y quizá ya no tengamos la
oportunidad, el lujo de contárselo a alguien. O talvez fue mayor y no
precisamente por tratarse de mí, sino simplemente es esa inquietud que siempre
tenemos presente quienes radicamos en una ciudad insegura, en un país que
socialmente está podrido desde hace un rato.
Además, ante el motociclista
reaccioné diferente, quizás porque yo no portaba pistola, y porque a pesar del
desprecio que aún siento hacia esa profesión, en aquella noche lo consideré mi
aliado, aquella persona que podría auxiliarme en caso de que alguno de los
asistentes al velorio le molestara mi presencia y me agrediera, o de algún otro
sujeto que me atacara para después escapar en moto.
Y también yo quise ser su amigo,
porque tanto me impactó el terror que reflejó su fisonomía, que cuando vi que
dirigió su mano hacia la funda de su pistola, ni siquiera me asuste y mi
"buenas noches" fue como para decirle: “tranquilo, no voy hacerte
daño”. Seguro que recordó alguna emboscada, ya sea en un entrenamiento o peor
aún, en la calle durante una rutina laboral, en uno de esos fatales ataques en
los que cada año mueren muchos de sus colegas. Ya no volteé hacia atrás, porque
entonces sí, habría parecido un desafío a la autoridad, o mi actitud hubiera
sido sospechosa, y no habría sabido qué decir. Pero su mirada seguía en mis entrañas. Pensé en que al llegar a su casa, besaría a su esposa o a sus hijos. También recordé el semblante del reo que describe el Príncipe Mishkin, protagonista de El Idiota de Fiodor Dostoievski, antes de ser dirigido a la guillotina.
Siempre es emocionante lo que
sucede entre la noche, conocer a las criaturas de hábitos nocturnos y lo
vulnerables que somos ante ellos quienes optamos por dormir en dicho horario. Dicen
que el miedo no anda en burro. Al menos aquella noche circuló en bici y después
en una patrulla de la comisaría municipal.
ASR