31 de marzo de 2019

Una anécdota bicicletera

"Se viaja no para buscar el destino, sino para huir de donde se parte."
Miguel de Unamuno

Qué bonito era pedalear en Ocotlán. Llegar el domingo, lunes o martes, según el semestre, tirar la maleta al suelo y en seguida ir por mi irreemplazable bicicleta, la Turbo Zero modelo 2005 negra con vivos rojos, que tan sólo costó mil pesos (tenía 50 por ciento de descuento por liquidación total) y al apreciarla de no muy lejos, sin duda podías pensar que su valor era mayor…mucho mayor.

 Partir hacia la Farmacia por alimentos chatarra para el resto de la semana, ir a la tienda de “Sanjua” por una Coca, palomitas de microondas o, de vez en cuando, unas caguamas; visitar a mis compañeros o amigos de la barra de Chivas, o bien, ir a clases…cualquier pretexto era ideal para tomar la rila y atravesar los caminos del cálido y pestilente pueblo.

Yo, pedaleando en mi Turbo Zero, allá en Oco, hace ya más de 10 años.



Incluso, en numerosas ocasiones jugué carreras con un par de niños. Jamás supe sus nombres y edades, menos dónde vivían. La competencia se realizaba en la Colonia El Porvenir, cuando los infantes salían de la primaria y yo me dirigía a la Universidad. Parecía absurdo, yo, con 18 años y ellos, dudo que superaran los 10.

La colonia en mención se localiza en el suroriente del pueblo, en un principio duraba 40 minutos para llegar al Cuciénega; semanas después, difícilmente dilataba más de 20. En cuanto doblaba para circular por la Calle Efraín González Luna (cuyos colonos le llaman, o llamaban “La Carretera”), los martes y miércoles, días que entraba a clases a las 12 horas, me interceptaban el par de escuincles, quienes salían de la primaria y para demostrarles mi superioridad, aceleraba.

En cierta ocasión casi atropellan a uno, al más pequeño, por mi culpa.

Aún corría el primer semestre, el sol ya no calaba tanto al mediodía y yo ya no trabajaba en la fábrica. Las fiestas locales habían terminado: debió ser entre noviembre y diciembre de 2006.

El tramo que va de sur a norte (hacia la Universidad), a la altura del puente del malecón, por el cual pasa el pasa el Río (ahora canal de aguas negras) Zula, está de subida. Ahí yo solía incrementar la velocidad para dejar atrás a los dos niños.

Pero aquella vez no supe cómo, pero me rebasaron. Entonces apresuré y al alcanzarlos, al más pequeño le cerré el paso para que se frenara y así ya no pudiera competirme. Pero él no se detuvo, pedaleó hacia su izquierda en un trayecto en declive. A gran velocidad, pasaban carros y uno de ellos dobló hacia el carril del sentido contrario, donde afortunadamente en ese instante no transitaban vehículos. De no haber hecho esta falta de tránsito, seguro el niño hubiese sido arrollado.

El chamaco solamente se rió. Yo me asusté, al grado de no volver a disputar otra carrerita. Las siguientes idas a la escuela los dejé que se fueran y que me ganaran y a los pocos días, antes de navidad, me cambié a un sitio más cercano a mi escuela.Con el paso de los semestres, usar la bicicleta dejó de ser costumbre.

Jamás creí sentir tal sentimiento nostálgico, pues siempre fue un simple acto de rutina impulsarme con los callejones llenos de tierra, baches, piedras, e incluso era incómodo cuando mi espalda se salpicaba de lodo en el temporal de lluvias.

Me acompaño casi cuatro años. Pocas veces falló, pese a que debí arreglarla más de diez ocasiones. Lo más lindo es que también fue útil a muchos amigos. Duró las vacaciones de 2008 arrumbada en la casa de una compañera.
Luego también la dejé junto a un árbol y al regresar, decenas de ramas se enrollaron en ella, como si me la quisieran robar;  lo comprobé al desatarla, pues las raíces y tallos parecían de acero.

Tiempo después, en febrero o marzo de 2009, volví a ver a aquellos adversarios de pedal, justo en el puente en que casi ocurre el fatal accidente. Recuerdo que llevé la bicicleta con el mecánico que la reparaba cuando vivía en esa zona y de repente, pasaron los dos imberbes, ya no parecían tan niños y como buenos ocotlenses globalizados, cambiaron sus bicis por motocicletas italika, creo que las debieron comprar en el Elektra de la calle Hidalgo, esa calle que lleva al centro estando en el CUCI.

Seguro me reconocieron: ambos voltearon hacia mí y sus rostros forjaron un gesto amable -o al menos eso percibí-, similar al que se hace cuando se quiere ser amigo de alguien;  creo que hice la misma mueca, antes de que echaran a andar sus vehículos de bajo ciclindraje y alto sonsonete al acelerar.

Publicado en mi muro de Facebook, en diciembre del 2011

ASR