7 de septiembre de 2019

Remordimientos y tortugas



A unos 10 pasos del límite del oleaje vi la figura de mi reptil predilecto tendida sobre la arena, entre piedras oscuras que arroja el mar, carbón de las fogatas de quienes acampan y demás basura que dejamos los humanos cuando vamos a la playa, casi siempre para desestresarnos.

La silueta que dibujaban estos montículos de residuos parecía perfecta: sólo hacía falta el caparazón. Me arrodillé para tomar una fotografía y entonces observé con claridad que no se trataba de escombros que daban cierta forma curiosa: era el cuerpo sin vida de una tortuguita marina. Al tocarla sentí la misma tristeza que me dejaba sin oxígeno cuando, siendo niño, se morían mis Donatelas, o cuando el año pasado se murió la “cupiso amazónica” que me regalaron de cumpleaños. Apenas estuvo conmigo un mes.

¿Por qué se me apareció entre la arena? ¿qué le impidió llegar al mar?

Con el pequeño cadáver sobre la palma de la mano, tenía en mente el mal presentimiento que me generó este viaje, porque partimos un miércoles 28, y fue un miércoles 28 cuando mi papá salió a trabajar y el destino le imposibilitó volver a casa. Aquello sucedió en junio de 2006. Trece años y dos meses después también se trataba de un viaje por carretera, pero a Puerto Vallarta. Un día antes me alegré de salir a mediodía y no tan temprano como él, que fue declarado muerto creo a las 7 de la mañana, cuando acababa de llegar a Jalostotitlán.

Últimamente ya no me apasiona la muerte ni pienso tanto en qué es lo que sigue al dejar este mundo, este tiempo y este espacio: estoy enfocado en ablandar mi corazón, cumplir un par de fantasías y volver a cruzar el Atlántico para conocer Rusia, quizá por eso fue que durante el trayecto me reí de mi exageración y llegué sin inconvenientes al anochecer.

Al día siguiente trabajamos desde temprano, bajo un calor brutal porque chispeó durante la madrugada y agosto es el peor mes para visitar al puerto jalisciense. En la tarde caminé por calles de mi pueblo que no conocía, crucé el puente del Río Cuale y subimos la montaña por las escaleras que dan paso a las viviendas que ahí se asentaron: aunque me enorgullece decir que ahí nací, sigo sintiéndome un turista. Valió la pena el regaño del viejito encargado de vigilar la finca en obra negra donde nos subimos para apreciar el espectacular paisaje; se fue y nos advirtió que ahí tenía un perro cuidando en la planta de abajo, un pitbull que permaneció dormido las dos horas que debimos durar mis tres compañeros y yo ahí platicando y haciendo ruido. ¡Vaya guardián!

Siempre que regreso al lugar donde empezó este viaje llamado vida, se me revuelve el corazón

La tormenta volvió a sorprendernos en el amanecer del viernes y recorrimos las playas hasta mediodía, con el cielo completamente nublado. La primera que visitamos fue Gemelas. Al bajarme del camión me quité los tenis porque los charcos estaban demasiado extensos.

Caminé y las piedritas me lastimaban los pies, lo que me hizo sentir como un peregrino región 4 que va rumbo a la basílica de Zapopan, o a la de la Virgen de Guadalupe, porque recordé cuando estaba en el kínder y me molestó que un familiar llevara mis chanclas; le dije que se las quitara, me las entregó, y mientras avanzábamos junto al cauce del Río Pitillal se quejaba porque le ardían las plantas de los pies: como suele suceder en los veranos vallartenses, el sol parecía que iba a estallar, y los quejidos de mi pariente incrementaban al pisar piedras. Como sucede en todo acto cobarde, no tuve el valor de verlo a los ojos. Esa noche, en lugar del sol, quien amenazaba con explotar fue mi corazón; aún siento cómo se estremecía en mi garganta y fue así que conocí la palabra “remordimiento”. Veinte años después me desahogué con mi ser querido que tanto daño le hice aquel cabrón día y le confesé lo mucho que me afectó ese acto: me respondió que ya ni siquiera lo recordaba, pero aceptó la disculpa. Me quité un gran paso de encima, sin embargo me queda claro que lo tendré presente hasta el último día de mi vida.

No fueron ni 100 metros los que anduve descalzo por las piedras y sentí un gran alivio al tocar la arena. Qué bueno que no se trataba de una “manda”, porque las vírgenes y santos de todas las religiones se habrían cagado de la risa. Entonces aconteció el tétrico encuentro. Ver el cuerpecito oscuro, con sus aletas en posición de estar constantemente arrastrándose por la arena totalmente tieso fue espantoso; sus ojos secos no le restaban ternura.

Adoro las tortugas. Cierto día leí que representan la paciencia y la sabiduría… Y quedé enajenado con esa idea. Hoy mismo estoy lejos de ambas cualidades, lo cual me frustra. De niño me decían que parecía un chita porque aparte de pecoso, estaba muy delgado, corría rápido y tenía una sonrisa en mi rostro, como la de ellos. Es triste ya no contar con ninguna de estas características y aunque ya tengo más pecas, estoy lejos de parecerme a un guepardo. Y aún más lejos de una tortuga.

Pensé en enterrarla, pero bajo la arena pronto la encontraría un cangrejo o una gaviota. Un compañero que fue testigo de mi terrible hallazgo me sugirió arrojarla con todas mis fuerzas al mar. Acepté la propuesta, pero el lanzamiento fue delicado y minucioso, como si se tratara de un objeto valioso que no quería quebrar, y no una piedra u otro proyectil que debiera llegar lejos.

Desde que me avisaron cuándo se realizaría este reciente viaje a Puerto Vallarta, sabía que no debía incluirlo en la monotonía laboral. Con muchas dudas respecto cuánto tiempo más podré contener un estrés mental que me ha estado consumiendo desde que inició este año, mientras preparaba mi maleta tenía ideas escalofriantes y sentí miedo de no regresar a casa. Al subir las grandes rocas de la hermosa Playa Gemelas volví a lastimarme los pies y pensé que alguien más se estaba sacrificando por mí; toqué mi collar que tiene un dije de tortuga marina, como la que minutos antes tenía en mis manos.

En este mes he visto muchas películas de guerra. “Deserve it!” es la frase que el capitán John H. Miller, interpretado por Tom Hanks, le dice al soldado Ryan antes de morir, y en el doblaje al español se utilizó “¡sea digno de esto!”.

¿Seré digno de que un ser que representa la paciencia y la sabiduría se haya sacrificado para que yo siga en este mundo?

Ahora te sueño despierto, que estás jugando sobre las olas, tu gran meta a la que no pudiste llegar.

ASR