“Odié”
a Maradona desde la primera vez que escuché su nombre; entrecomillo esta vil
palabra porque, si bien no fomenté un sentimiento de animadversión, fui un
perico que repetía todo lo que escuchaba de mi padre.
Cierto
es que había lógica en los argumentos del capitán de la Fuerza Aérea
Mexicana expuestos a un escuincle flacucho (o séase, yo), que de fútbol sólo podía
presumir que le pegaba fuerte a la pelota con ambas piernas y de repente la
colocaba en los ángulos, porque de sacrificio en la cancha, sudar la camiseta,
gambetas (recortes y fintas), caños (túneles) y taquitos, sabía absolutamente
nada.
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Los hooligans no entendían que sucedió en aquel 2-0 momentáneo de los Cuartos de Final |
Decía
mi progenitor que “Marranona (así lo nombró el 80-85% de las veces que lo
evocó, pese a que él también se cargaba una panza descomunal)” no le llegaba ni a los talones a Pelé, y había 10 mejores que el astro
argentino, aunque jamás mencionó siquiera a dos más de dicha lista, y para
rematar aseguraba que sólo un país de idiotas es capaz de comparar a Dios con
semejante bajeza de ser humano que se drogaba, insultaba a las cámaras y por si
fuera poco, era homosexual, una de las peores aberraciones humanas existentes ante
los mandamientos divinos.
Y
yo le creía, porque cuando el “Matador” Luis Hernández fichó por Boca Juniors, Televisa
pasó videos de la dupla que llegaría a complementar en el club más popular de
Buenos Aires: Diego y Claudio Caniggia, aquel Axl Rose (o cualquier otro
cantante de glam metal) región 4 y a quien “El Diez” besó en los labios en más
de un festejo de anotación en la cancha, teniendo como testigos de su “romance”
a toda la hinchada 12 xeneize.
Y
más allá de sus celebraciones poco varoniles ante una típica familia mexicana
de fin de siglo, realmente no había mucho que apreciar del Diego de esa época:
lucía obeso, su velocidad había desaparecido casi por completo y, apenas tocaba
el balón, dentro del estadio estallaba un éxtasis incomprensible por tan poco o
nada de fútbol: esa misma euforia se desataba incluso cuando, ya retirado, lo
invitaban a un sinfín de televisoras sudamericanas y apenas le daban una pelota,
bastaban 3 o 4 dominadas tan sin chiste con la frente, que hasta mi abuelito
las habría realizado con practicarlo media hora o menos.
Cuando
hablaban de él en la TV, solían repetir las imágenes de ese famoso
calentamiento con el Nápoles al ritmo de “Live is Life”, de Opus, otro acto del
cual tampoco noté algo extraordinario. Incluso, de aquel épico gol en México
86, más que a un mago que no despegó el balón de su zurda mientras surcaba la
cancha del azteca, vi a seis ingleses troncos, incapaces de parársele de frente
o tumbarlo con una barrida… Como ya dije, era un perico que repetía lo que le
decían.
Mientras
crecía fui conociendo a innumerables admiradores de Maradona. Era molesto que
idolatraran a un sujeto que en los mundiales anotó con la mano y dio agua
infectada a un rival. En el camión 27 que me llevaba al Estadio Jalisco traté a
varios chivahermanos con los que coincidía cada 14 días. Uno de ellos es
Ulises, quien en ese entonces acababa de cumplir 30 años, justamente el doble
de la edad que yo tenía, y él sí atestiguó el esplendor del “Pelusa”. Lo supe
porque se lo pregunté, pues sus pláticas de futbol añejo eran buenas, y más las
del ámbito internacional.
Hablaba
de la Juventus de Platini, del glorioso Milán ochentero que tenía a los astros
holandeses y, por supuesto, del Nápoles del genio argentino, la cereza del
pastel del calcio ochentero. Ulises me refutaba cada que quería minimizar al
Diego. Aclaraba que los sábados pasaban los partidos del futbol italiano y de
verdad el 10 napolitano era un crack, sin duda el mejor del mundo: tenía un
nivel superior a todos, tanto en el club como en su selección, y que muchos
cometían el error de calificar su desempeño en la cancha con sus compromisos
políticos, las rivalidades extracancha con jugadores, entrenadores y la prensa, pero, sobre
todo, con su adicción a las drogas.
Ahí
comencé a dudar, aunque el desprecio continuó cuando ingresé a la universidad.
Y una vez resignado porque seguramente el cursar la carrera de periodismo en el
CUCI me llevaría a trabajar en la sección deportiva de un medio local pedorro en lugar de NatGeo, la CNN
o Discovery Channel, traté de ser objetivo: de ya no detestar al América, ni al
Atlas… ni a Maradona, claro está; a no magnificar a las Chivas como el equipo del pueblo (Una de las razones por las que dejé de juntarme con los
“barrabravas” que conocí en la prepa).
Maradona
fue el personaje del que todo mundo hablaba. Estaba a la par de Juan Pablo II. Y
eso que a finales de los 70’ y toda la década de los 80’ del siglo pasado el fútbol y la
tecnología eran muy diferentes: las copas internacionales no tenían la
relevancia de hoy, por eso el Napoli celebró la UEFA como si fuera la mismísima
Champions League actual, y dudo que en México se transmitieran aquellos partidos, salvo que los
jugara el Real Madrid de Hugo Sánchez. Los obreros sólo podían ver fútbol
mexicano los domingos y lo internacional aparecía cada 4 años con los
mundiales.
De
haber jugado en la época actual, puedo apostar que tendría en su palmarés 3 o 4
orejonas. En la tv se hablase de él como sucede hoy con Lionel Messi o CR7 o
mejor aún, después de cada partido veríamos sus genialidades en videos de Facebook,
historias de Instagram o Reels de Tik Tok… y mi padre lo habría odiado aún más,
a pesar de ver su tobillo sangrar porque siguió jugando de infiltrado ante
Brasil por una inflamación que le impedía cerrar el zapato. O qué decir de los
sombreritos, regates y la velocidad que ni Ronaldinho ni George Best tenían al
contraatacar con el balón pegadito al pie, o del drible comparable sólo con
Garrincha o Ronaldo el “Fenómeno”. Además no recibiría 20 patadas por juego, de
esas que hoy una sola, con la mitad de intención y potencia, ya ameritan tarjeta
amarilla.
Por
algo Dios pone a cada quien en su debido tiempo. Pensándolo bien, no
creo que mi papá, quien murió en el año en que se viralizó Youtube con el video
“Edgar se cae”, es decir, un año después de la recuperación de Maradona tras la
hospitalización que casi le cuesta la vida en 2005, descargara las aplicaciones
de las redes sociales; es más, ni smarthphone tuviera. Pero seguro que el
México 86 debió ser fatal para mi progenitor. ¡Vaya ofensa que aquél payaso argentino tocara el cielo en nuestro suelo!
Frases como “me cortaron las piernas”, que dijo luego de ser exhibido en USA 94 con una enfermera güera que lo llevó de la mano al antidoping, acto que hasta donde sé, a nadie más se lo han hecho, y la mítica “la pelota no se mancha” el día que se retiró, indican que el fútbol era mucho más que un juego en su vida.
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Mientras Diego desbordaba del mediocampo hasta la meta, el campo del Azteca se transformó en una trinchera de Las Malvinas |
Durante
las dictaduras militares, para los argentinos fue su Santo Patrono; el hambre,
la miseria, los secuestros y crímenes de estado eran driblados a la semana por la zurda del
“Pelusa” quien, de haber sido un general o soldado, combatiría al enemigo en
vez de joder a los habitantes de Las Pampas, dejando a varios británicos
abatidos en el suelo de las Malvinas, así como los derrumbó en el rectángulo
verde del Azteca. Aunque probablemente perdiera la guerra, pues en estas
condiciones, ni Fidel Castro ni Hugo Chávez le habrían ofrecido su amistad. Pero al pueblo gaucho le bastaban esos 90 minutos de alegría por semana para seguir luchando.
Como
todo mártir digno de venerar sufrió bastante y él mismo se encargó de maltratar
ese cuerpo privilegiado que el destino le dio. Pero nunca fue un Dios: en las
últimas entrevistas habló el Diego más humano posible: extrañaba no a las
mujeres que lo entretenían después de aspirar cocaína, ni a los amigos con los
que realizó innumerables anécdotas del futbol, sino a sus viejitos, como llamaba a sus padres, ese primer
sentimiento de apego que manifestamos las personas y que talvez sea el único
amor honesto que existe.
Y puedo jurar que no los quería para llevárselos a vivir a alguno de los seis departamentos lujosos de Miami que, a sus espaldas, compró su ex esposa Claudia; más bien parecía ser aquel chamaco quinceañero que, con su cabello rizado y alborotado, hacía honor a su apodo “Pelusa” y que, en una entrevista a blanco y negro, moviendo la cabeza en un tono de yeísmo rehilado como buen argentino, declaró: “mi primer sueño es jugar en el mundial y el segundo es salir campeón de octava y lo que sigue”.
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El Diego y sus viejitos |
Seguro
que en sus últimos días, e incluso en el momento en que la insuficiencia
cardiaca le cobró factura, Diego Armando añoró trasladarse a Villa Fiorito, a
su primer hogar que describió de la siguiente manera: “cuando llovía había que andar
esquivando las goteras, porque te mojabas más adentro de la casa que afuera”.
ASR