20 de diciembre de 2020

Diego Armando

“Odié” a Maradona desde la primera vez que escuché su nombre; entrecomillo esta vil palabra porque, si bien no fomenté un sentimiento de animadversión, fui un perico que repetía todo lo que escuchaba de mi padre.

Cierto es que había lógica en los argumentos del capitán de la Fuerza Aérea Mexicana expuestos a un escuincle flacucho (o séase, yo), que de fútbol sólo podía presumir que le pegaba fuerte a la pelota con ambas piernas y de repente la colocaba en los ángulos, porque de sacrificio en la cancha, sudar la camiseta, gambetas (recortes y fintas), caños (túneles) y taquitos, sabía absolutamente nada.

Los hooligans no entendían que sucedió en aquel 2-0 momentáneo de los Cuartos de Final


Decía mi progenitor que “Marranona (así lo nombró el 80-85% de las veces que lo evocó, pese a que él también se cargaba una panza descomunal)” no le llegaba ni a los talones a Pelé, y había 10 mejores que el astro argentino, aunque jamás mencionó siquiera a dos más de dicha lista, y para rematar aseguraba que sólo un país de idiotas es capaz de comparar a Dios con semejante bajeza de ser humano que se drogaba, insultaba a las cámaras y por si fuera poco, era homosexual, una de las peores aberraciones humanas existentes ante los mandamientos divinos.

Y yo le creía, porque cuando el “Matador” Luis Hernández fichó por Boca Juniors, Televisa pasó videos de la dupla que llegaría a complementar en el club más popular de Buenos Aires: Diego y Claudio Caniggia, aquel Axl Rose (o cualquier otro cantante de glam metal) región 4 y a quien “El Diez” besó en los labios en más de un festejo de anotación en la cancha, teniendo como testigos de su “romance” a toda la hinchada 12 xeneize.

Y más allá de sus celebraciones poco varoniles ante una típica familia mexicana de fin de siglo, realmente no había mucho que apreciar del Diego de esa época: lucía obeso, su velocidad había desaparecido casi por completo y, apenas tocaba el balón, dentro del estadio estallaba un éxtasis incomprensible por tan poco o nada de fútbol: esa misma euforia se desataba incluso cuando, ya retirado, lo invitaban a un sinfín de televisoras sudamericanas y apenas le daban una pelota, bastaban 3 o 4 dominadas tan sin chiste con la frente, que hasta mi abuelito las habría realizado con practicarlo media hora o menos.

Cuando hablaban de él en la TV, solían repetir las imágenes de ese famoso calentamiento con el Nápoles al ritmo de “Live is Life”, de Opus, otro acto del cual tampoco noté algo extraordinario. Incluso, de aquel épico gol en México 86, más que a un mago que no despegó el balón de su zurda mientras surcaba la cancha del azteca, vi a seis ingleses troncos, incapaces de parársele de frente o tumbarlo con una barrida… Como ya dije, era un perico que repetía lo que le decían.

Mientras crecía fui conociendo a innumerables admiradores de Maradona. Era molesto que idolatraran a un sujeto que en los mundiales anotó con la mano y dio agua infectada a un rival. En el camión 27 que me llevaba al Estadio Jalisco traté a varios chivahermanos con los que coincidía cada 14 días. Uno de ellos es Ulises, quien en ese entonces acababa de cumplir 30 años, justamente el doble de la edad que yo tenía, y él sí atestiguó el esplendor del “Pelusa”. Lo supe porque se lo pregunté, pues sus pláticas de futbol añejo eran buenas, y más las del ámbito internacional.

Hablaba de la Juventus de Platini, del glorioso Milán ochentero que tenía a los astros holandeses y, por supuesto, del Nápoles del genio argentino, la cereza del pastel del calcio ochentero. Ulises me refutaba cada que quería minimizar al Diego. Aclaraba que los sábados pasaban los partidos del futbol italiano y de verdad el 10 napolitano era un crack, sin duda el mejor del mundo: tenía un nivel superior a todos, tanto en el club como en su selección, y que muchos cometían el error de calificar su desempeño en la cancha con sus compromisos políticos, las rivalidades extracancha con jugadores, entrenadores y la prensa, pero, sobre todo, con su adicción a las drogas.

Ahí comencé a dudar, aunque el desprecio continuó cuando ingresé a la universidad. Y una vez resignado porque seguramente el cursar la carrera de periodismo en el CUCI me llevaría a trabajar en la sección deportiva de un medio local pedorro en lugar de NatGeo, la CNN o Discovery Channel, traté de ser objetivo: de ya no detestar al América, ni al Atlas… ni a Maradona, claro está; a no magnificar a las Chivas como el equipo del pueblo (Una de las razones por las que dejé de juntarme con los “barrabravas” que conocí en la prepa).

Maradona fue el personaje del que todo mundo hablaba. Estaba a la par de Juan Pablo II. Y eso que a finales de los 70’ y toda la década de los 80’ del siglo pasado el fútbol y la tecnología eran muy diferentes: las copas internacionales no tenían la relevancia de hoy, por eso el Napoli celebró la UEFA como si fuera la mismísima Champions League actual, y dudo que en México se transmitieran aquellos partidos, salvo que los jugara el Real Madrid de Hugo Sánchez. Los obreros sólo podían ver fútbol mexicano los domingos y lo internacional aparecía cada 4 años con los mundiales.

De haber jugado en la época actual, puedo apostar que tendría en su palmarés 3 o 4 orejonas. En la tv se hablase de él como sucede hoy con Lionel Messi o CR7 o mejor aún, después de cada partido veríamos sus genialidades en videos de Facebook, historias de Instagram o Reels de Tik Tok… y mi padre lo habría odiado aún más, a pesar de ver su tobillo sangrar porque siguió jugando de infiltrado ante Brasil por una inflamación que le impedía cerrar el zapato. O qué decir de los sombreritos, regates y la velocidad que ni Ronaldinho ni George Best tenían al contraatacar con el balón pegadito al pie, o del drible comparable sólo con Garrincha o Ronaldo el “Fenómeno”. Además no recibiría 20 patadas por juego, de esas que hoy una sola, con la mitad de intención y potencia, ya ameritan tarjeta amarilla.

Por algo Dios pone a cada quien en su debido tiempo. Pensándolo bien, no creo que mi papá, quien murió en el año en que se viralizó Youtube con el video “Edgar se cae”, es decir, un año después de la recuperación de Maradona tras la hospitalización que casi le cuesta la vida en 2005, descargara las aplicaciones de las redes sociales; es más, ni smarthphone tuviera. Pero seguro que el México 86 debió ser fatal para mi progenitor. ¡Vaya ofensa que aquél payaso argentino tocara el cielo en nuestro suelo!

Frases como “me cortaron las piernas”, que dijo luego de ser exhibido en USA 94 con una enfermera güera que lo llevó de la mano al antidoping, acto que hasta donde sé, a nadie más se lo han hecho, y la mítica “la pelota no se mancha” el día que se retiró, indican que el fútbol era mucho más que un juego en su vida.

Mientras Diego desbordaba del mediocampo hasta la meta, el campo del Azteca se transformó en una trinchera de Las Malvinas

Durante las dictaduras militares, para los argentinos fue su Santo Patrono; el hambre, la miseria, los secuestros y crímenes de estado eran driblados a la semana por la zurda del “Pelusa” quien, de haber sido un general o soldado, combatiría al enemigo en vez de joder a los habitantes de Las Pampas, dejando a varios británicos abatidos en el suelo de las Malvinas, así como los derrumbó en el rectángulo verde del Azteca. Aunque probablemente perdiera la guerra, pues en estas condiciones, ni Fidel Castro ni Hugo Chávez le habrían ofrecido su amistad. Pero al pueblo gaucho le bastaban esos 90 minutos de alegría por semana para seguir luchando.

Como todo mártir digno de venerar sufrió bastante y él mismo se encargó de maltratar ese cuerpo privilegiado que el destino le dio. Pero nunca fue un Dios: en las últimas entrevistas habló el Diego más humano posible: extrañaba no a las mujeres que lo entretenían después de aspirar cocaína, ni a los amigos con los que realizó innumerables anécdotas del futbol, sino a sus viejitos, como llamaba a sus padres, ese primer sentimiento de apego que manifestamos las personas y que talvez sea el único amor honesto que existe.

Y puedo jurar que no los quería para llevárselos a vivir a alguno de los seis departamentos lujosos de Miami que, a sus espaldas, compró su ex esposa Claudia; más bien parecía ser aquel chamaco quinceañero que, con su cabello rizado y alborotado, hacía honor a su apodo “Pelusa” y que, en una entrevista a blanco y negro, moviendo la cabeza en un tono de yeísmo rehilado como buen argentino, declaró: “mi primer sueño es jugar en el mundial y el segundo es salir campeón de octava y lo que sigue”.

El Diego y sus viejitos

Seguro que en sus últimos días, e incluso en el momento en que la insuficiencia cardiaca le cobró factura, Diego Armando añoró trasladarse a Villa Fiorito, a su primer hogar que describió de la siguiente manera: “cuando llovía había que andar esquivando las goteras, porque te mojabas más adentro de la casa que afuera”.

ASR

 

5 de julio de 2020

Entreacto


Entreacto

Se alza el telón para dar inicio al tercer y penúltimo acto. En escena sólo se aprecia a Marisa, quien contempla las luces del teatro, cual ave exótica enjaulada lo hace con las nubes, anhelando desplegar sus alas para desaparecer de ese cautiverio que la ha privado del paraíso al que le consta que debe pertenecer.



De niña soñaba con ser actriz, que la gente pagara boletos para verla, que sus vecinos y amigos de la escuela le pidieran autógrafos y fotos, para que después dijeran previo a un suspiro: “yo la conocí antes de que se convirtiera en estrella”.

Pero como ha sucedido por los siglos de los siglos, la realidad de los adultos está muy alejada de los anhelos de la infancia, y hace ya bastante tiempo que Marisa dejó de ser una niña. Así que lejos de sentirse realizada, la consumen el remordimiento y la pena. Conocedores de la belleza excepcional de su única hija, sus padres no estuvieron de acuerdo de verla frente a los teatros, porque a la fecha, en nuestra pequeña ciudad se cree que las actrices llevan una vida deshonrada, envuelta en el libertinaje. Aún así le permitían participar en los festivales.

Cierto día, una compañía extranjera necesitaba una niña de manera urgente para realizar su presentación en nuestra ciudad y en los pueblos de alrededor. Los profesores recomendaron a Marisa, aunque sabían que no sería sencillo conseguir el permiso. Sin embargo, cuando los señores contemplaron que el dinero ofrecido es el equivalente a lo que gana el papá en dos años, como por arte de magia cambiaron de idea y mientras su hija se moría de miedo por viajar con desconocidos a lugares que jamás había visitado, ellos contemplaban en cuánto tiempo les alcanzaría para comprar una casa en la zona residencial donde vive la clase alta para unirla en matrimonio con un hombre realmente poderoso. Talvez un gobernante, y no solamente los burgueses fanfarrones que serían sus nuevos vecinos. Tardó más de lo que contemplaron, pero lograron su propósito.

Un año después de aquella primera gira artística, Marisa ya no quería saber nada de la actuación. Comía mal y estar alejada de sus amigos fue lo peor que lo pasó primero; después, al crecer y ser una hermosa adolescente, surgieron las envidias de las otras actrices. Sólo fue feliz cuando los sábados escapaba con su novio, un joven humilde que se encargaba de confeccionar la vestimenta, pero esa alegría, ese consuelo sincero, duró muy poco: sus padres se enteraron y uno de los socios de la compañía, un cuarentón obeso y prepotente, se fijó en ella y juró a los progenitores de Marisa que él se encargaría de protegerla.

El novio desapareció. El protector, que presumía su matrimonio con la hija de un general como algo sagrado, no la deseaba como su principal amante: salía de juerga con directores, guionistas e histriones más cotizados y entre todos abusaban de la indefensa actriz. Por esta situación, sus compañeros la habían marginado y en los camerinos pasaba sola, y, orgullosa como pocas, se bebió sus lágrimas para evitar derramarlas, mas sus mejillas se secaron y difícilmente sonreía.

Y fue así que cuando sus ojos se hundieron en dos espantosas ojeras púrpuras, que contrastan con su piel lechosa; cuando las canas comenzaron a plagar su rubia y lacia cabellera, sus raptores se aburrieron, más bien, se olvidaron de Marisa, quien pronto se relacionó con un séquito de pretendientes. Convive con ellos en bares y cantinas. Más de uno ha caído a sus pies, pero obstaculizan su amor por miedo a lo puedan pensar los demás.

Además los trata como si fueran seres insignificantes. Le interesan más los jóvenes estudiantes de letras y filosofía que la admiran, que prefieren sacrificar sus pocos ingresos en un ticket para verla cada fin de semana en el teatro de la ciudad, sin importarles que su calidad histriónica va en declive tiempo.

Les asombra su mirada taciturna, se enamoran al verla actuar, gesticular; sueñan con amanecer junto a esos ojos azules, y creen tener la solución para consolarla de todas las penas que ha vivido y que todo el pueblo conoce de principio a fin; estos intelectualoides confían que su simple compañía bastará para borrar los recuerdos sombríos: ha leído sus escritos en periódicos y cuentos que se han publicado basados en su vida, destacando lo mucho que ha “envejecido” en tan poco tiempo.

Se baja el telón. En el entreacto Marisa se encierra en su camerino y no sale para cambiar su atuendo, como lo indica la obra que soy se presenta. La llama el maquillista una y otra vez, pero ella no responde. Abre el periódico en la página donde está la sinopsis que escribió uno de sus admiradores, presente en primera fila esta noche. Ha subrayado la siguiente cita:

“Pareciera que el mismísimo Chejov visitó nuestra ciudad y, enajenado con la mirada de la desdichada actrizuela, se inspiró en alguno de sus personajes con la siguiente descripción ‘su amable sonrisa se había apagado para siempre*’, aunque eso sí, los demás rasgos faciales no concuerdan del todo”.

Dos minutos para el último acto. Cambio de vestuarios, Marisa mantiene su vista en las letras y al final, sin pensarlo, su rostro hace una mueca irónica (porque en realidad no sonrió), acorde a su pensamiento: “así que mi sonrisa se ha apagado para siempre. Les daré la dicha de ver mi última sonrisa”.

 La apuran el maquillista y demás integrantes del staff, pero no les hace caso. La apresuran sus compañeros. Mete a sus bolsillos un frasquito que contiene una extraña pócima. Y una pistola con tres balas.

Su plan original consistió en dispararle primero al cuarentón obeso, después a su esposa que siempre la acompañaba a las funciones, y por último a alguno de sus admiradores. Pero en el entreacto cambió en varias ocasiones el orden y sus objetivos, aunque eso sí, el marido de la hija del militar de alto rango era su primera opción, porque tras bambalinas, lo vio cortejando a la actriz novata que en los últimos meses la había relegado en papeles secundarios.

Vuelve a caer la cortina. Sale unos cuantos segundos tarde, ante el reclamo del director y otros jefes innecesarios, de esos que abundan por todos lados en un país tercermundista. Lo primero que ve es a un pequeño regordete de unos ocho años, sentado al lado del regordete cuarentón que le ha ultrajado la vida. Sus compañeros arrancan con el acto, pero ella avanza hacia adelante, lo más cercano al público, y como si se tratara del más experimentado de los sicarios, desenvuelve el arma y la activa sin alzarla demasiado.

El vestido aperlado de la dama se ha manchado completamente de sangre. Recargado sobre el sillón está el pequeño gordito, con la frente perforada. El grito de espanto de la madre que acaba de perder a su único retoño es opacado por otro disparo, y ahora sí, en todo el teatro, que se ha quedado mudo porque no saben si se trata de un acto sorpresa, retumba un lamento espantoso del padre de la víctima. Está temblando y escupe sangre. Se toca sus piernas, inundadas en un charco escarlata, y entre los dedos le escurre líquido espeso y caliente. La bala le pegó en el vientre bajo. Falló Marisa, porque apuntó directo a los testículos. Mira directamente al autor de la sinopsis, y le regala una sonrisa y después una carcajada que lo dejó helado de por vida, porque nunca más se atreverá a mencionar su nombre, ni evocarla, en sus crónicas y cuentos.

 Y de inmediato la frialdad desapareció. Marisa ya no sabe qué hacer con el tercer tiro. 
Aterrados, los asistentes comienzan a salir. Siente que uno de sus colegas se acerca y se toma de inmediato la pócima. Se desploma y comienza a convulsionarse en el suelo. Una de sus compañeras la sujeta, trata de auxiliarla, pero ella ladea la cabeza y mira hacia la ventana. Recuerda su niñez, jugando en la escuela con sus amigos, y antes de cerrar los ojos vuelve a imaginarse que es un ave, no una exótica, sino cualquier pajarillo que merodea los árboles del teatro que está frente a la plaza de nuestra pequeña ciudad.

"Haré mi último acto de falsear sonrisas",
*Anton Chejov – Los Campesinos

ASR


Un sueño mitológico

Un sueño mitológico


Desde que James Williamson partió rumbo a las Américas en el Royal Fancy, el barco predilecto de un ilustre capitán del siglo 17, ya suman cinco amaneceres; más que la inquietud de conocer el recién conquistado continente, el novel escritor anhela estudiar qué comportamiento inspiraba a los marineros y piratas para inventar, creer y diversificar las leyendas de seres mitológicos, como las sirenas.



¿Por qué esos temibles hombres, capaces de combatir ejércitos y tribus salvajes, se sumergían en las más infantiles creencias? "Hay mucho más que ignorancia", suele pensar James con firme seguridad. Porque precisamente eso es una sirena: el cálido canto de una madre, o mejor aún, la dulzura de una novia jovial y virgen sedienta de compañía, y sin embargo, como por acto de brujería -otra superstición asignada al "sexo débil"-, se convertían en seres despiadados que en realidad querían devorarlos y causar terror a la comunidad.

Bucaneros amantes del contrabando y soldados que se trasladaban en navíos juraban haberse encontrado con Medusa, esa bestia fémina que con sus cabellos de serpiente convirtió en piedra a más de uno de sus colegas.

Williamson, quien apenas iniciaba su segunda década de vida, ya había viajado por el lejano y cercano oriente, el norte de África más otros recónditos lugares, por lo que tenía noción de múltiples términos religiosos como Karma, Shalom y Salat, los cuales lo habían concientizado al grado de pensar que la idealización de monstruos con figura de mujer se debía a que, desde el inicio de la humanidad, el macho se ha encargado de minimizar la existencia de ese ser que los trajo al mundo; él mismo lo hacía con su madre, sus hermanas, y por supuesto con las jovenzuelas que ha conocido en diversas culturas.

“Talvez algún día ellas también puedan filosofar y surcar los mares, descubrir tratamientos médicos, contemplar el espacio”, piensa para sí mismo, y en su mente vislumbra la imagen de mujeres elegantes que disparan cañonazos a los barcos desde el cielo, viajando en aves de acero que ellas conducen.

Sumergido en estas ideas y ataviado con una manta blanca y una corona triunfal de olivas, para aparentar a un antiguo filósofo griego, es como James observa el quinto amanecer frente a una isla portuguesa; de súbito, como si las neuronas le hicieran una mala jugada, talvez por el mareo y la poca alimentación, aprecia sobre el alto oleaje una figura con amplias caderas y pechos redondos que emite un lejano canto; el viento comienza a descontrolar el curso del nao y una torrencial lluvia empeora el panorama. Busca ayuda, pero nadie se ve a la redonda; anoche todos los tripulantes jugaban cartas y cantaban mientras bebían alcohol, por lo que deben seguir dormidos.

Cae al agua. En el primer esfuerzo para salir a flote, desciende al abismo del océano, como sucede con los esclavos africanos que son lanzados al mar con todo y grillete cuando enferman o se rebelan. Cierra los ojos esperando la muerte, pero su cuerpo arde: cree estarse desangrando. Por fin se detiene el deslice. Alguien lo sujeta. ¡Es ella! La culpable de su descuido. Lo abraza y su hermosa aleta que cubre toda la parte de su tronco inferior lo desplaza hacia sabrá Dios dónde. Se detienen en cueva submarina y con asombro puede ver el rostro de la criatura que, hasta hace poco, creyó que surgió de la imaginación de un pirata de baja categoría mientras se emborrachaba.
Ella sonríe y comienza a acariciarlo, lo adora como si fuera su Dios; él cree que se trata de una trampa y espera lo peor, pero mientras la sirena le besa los pies, nota que se parece demasiado a su prometida Elizabeth, quien le suplicó que no realizara este viaje. Entonces se tranquiliza y, dentro de su atuendo saca una flauta y comienza a armonizar el canto de su raptora.

¡Debo estar soñando, eso es! Se dice a sí mismo al recordar que jamás ha tocado algún instrumento musical. No tiene otra opción que permanecer ensimismado con la armonía del canto de su nueva Heroína y la melancolía que se emite desde su aguda flauta, que atrae peces y demás especies capaces de respirar bajo el agua. En eso siente que un brutal latigazo le estremece la espalda. Suenan pasos firmes, piensa que se trata de un corsario que los ha invadido y un segundo azote le obliga a despertar. El sol naciente le encandila toda la vista y, envuelta en llamas por los destellos del astro rey, frente a él posa una figura aún más terrorífica que la del reciente sueño, pero se niega a alzar la vista para reconocerla…


ASR

26 de abril de 2020

Desobediencia y pandemia



“Ahí siguen”, dice el niño de la bicicleta a sus cuatro amigos que juegan fútbol con una pelota deforme y desinflada, un poco ahuevada seguramente porque alguien se sentó en ella, que por momentos bota de manera desordenada, como si fuese un balón de fútbol americano. La “cancha” que improvisaron en la calle apenas mide tres cuadros y una portería está considerablemente más grande que la otra. En mi niñez llegué a jugar así cuando nos enfrentábamos a mis amigos más pequeños, o bien, cuando aceptábamos el reto de los más grandes, con la condición de conceder dicha ventaja. Pero los cuatro jugadores aparentan tener la misma edad, “ser de la misma camada”, como se dice en el barrio; tienen el mismo nivel de velocidad, todos conducen bien el balón y cuando lo patean ninguno se distingue por tener más potencia que el resto. No los distingo, no los trato, pero los he visto antes, lanzándose piedras y jugar a las luchitas a un nivel bastante intenso para su edad, en ocasiones hasta con guantes de box que se van turnando porque sólo les he visto dos pares.

No hay razón para otorgar ventajas porque además los cuatro tienen la misma estatura como para creer que, al medirlas, de un lado contó el niño más alto y del otro el más chaparro. Y si seguimos analizando sus rasgos, señalaremos que son de piel morena y cabello grueso lo más oscuro posible. Más bien no acordaron un reglamento para indicar cuántos pasos debe medir la meta. Lo único que podría distinguirlos es que dos llevan cubrebocas y dos no, pero el partido tampoco es entre “la dupla que acató la alerta sanitaria” contra “los que les vale madre y no se protegen las vías respiratorias”, porque en cada bando hay un chamaco con la nariz descubierta y otro que aspira libremente el aire de los cuatro vientos. Honestamente no sé a qué estén jugando, porque al patear el balón tampoco se esfuerzan por anotar goles.

Simplemente corren, patean sin dirección y su atención se presta a los mensajes del centinela de la bicicleta, que es un poco más pequeño: no debe tener más de seis años. Hace cinco minutos se resguardaron tras los altos y delgados ventanales de la casa que se oculta tras un guayabo cuyo tronco se erigió en posición diagonal; junto los cholitos pubertos que hasta hace una semana ponían música por las tardes casi diario a todo volumen mientras tomaban cerveza sentados en la banqueta o hacían piruetas en sus motocicletas, ahora simplemente causaban un breve murmullo mientras en la esquina dos policías supervisaban a larga distancia; parecían imposibilitados de alejarse de su patrulla que tenía abierta la puerta del copiloto y las sirenas apagadas.

Esa pequeña casa, que está al lado del pórtico donde hace ya dos años llenaron de plomo a un dealer treintañero de los chavitos que ahí se reúnen, tiene constantes encuentros con los policías, e incluso una vez llegó el ejército, pero por alguna razón siempre tengo presente que hace 18 años, en una mañana fría, creo que de enero, dos oficiales se llevaron al papá de un chamaco que en varias ocasiones me cantó un tiro (acompañado por al menos dos de su pandilla) y jamás acepté porque, más que miedo, era menor que yo y quería evitarme problemas; aunque siendo honestos, no era del todo sincera esta última justificación, porque varias veces me burlé en su cara de que a su padre lo metieron a la patrulla modorro, despeinado y bostezando; le decíamos (mis compillas hacían eco) que se regresó al cuarto por una almohada para dormirse en los asientos traseros. A este chamaco cierto día un amigo se lo madreó con suma facilidad y desde entonces, en un lugar peleas, quería jugar fútbol. Después se dedicó a vagar –según algunos vecinos también a robar- y de repente regresa a dicha casa; cuando me ve en la calle me saluda y en ocasiones pide dinero.

Ahora la policía no buscaba drogas, ladrones o calmar un pleito familiar o de pandillas; ahora no llegó a decirles que apaguen la música porque pasa de media noche y los vecinos quieren dormir: ahora se trata del coronavirus, la pandemia que se ha expandido por todo el mundo. Este fue el escenario en el que me bajé de un uber el martes, tras un día nefasto en el trabajo, en el que, más que el estrés por la pandemia que ya se ha hecho presente en el país, me dolían horrible las orejas porque utilicé un cubrebocas de tela, cuyos elásticos laterales parecían estar nuevos y con demasiada resistencia, y me dejaron marcadas y entumidas las orejas.

Entré a la casa y lo primero que hice fue quitarme los cubrebocas. Tiré el desechable y el de tela lo dejé en el lavadero remojándose en jabón. Mojé mi cabello y me puse un short porque aunque ya empezaba a oscurecer, se sentía un calor del demonio, como si estuviéramos en julio y no en abril. Para desestresarme había contemplado mi cama, pero antes de echarme recordé que no había birotes para desayunar al día siguiente, que debía madrugar.

Abrí la puerta y los cuatro chiquillos jugaban fútbol. En las ventanas permanecían apilados los cholitos mayores. Cuando el quinto escuincle gritó “ahí siguen” se refería a los policías, que se habían movido tres cuadras abajo. Lo supe porque estaban estacionados afuera de la tienda. Había mucha gente en la calle, todos con cubrebocas, menos yo. Leí que durante el día dos personas fueron detenidas porque se pusieron agresivos cuando los uniformados les pidieron que se lo pusieran y vi cómo a una señora no le permitieron subir al camión por no traerlo puesto. Me vieron, pero nada dijeron. Caminé lento, los vi de reojo varias veces e indeciso entré a la tienda. Ellos me siguieron, como escoltándome. En la tienda había dos chicas y una de ellas me dio un cubrebocas junto a la bolsa que le pedí. Casi temblando me dijo “¡ten, póntelo de una vez!”, y sólo me cobró los 12 pesos de las tres piezas de pan.
Varias autoridades religiosas han dicho que el coronavirus es un castigo de Dios por las constantes manifestaciones para legalizar el aborto y los matrimonios entre homosexuales; si nos ponemos en un ánimo creyente, prefiero pensar que llegó en el momento preciso, justo cuando ya se hablaba de una Tercera Guerra Mundial por el bombardeo de USA a Irak en el que murió un alto mando militar del país asiático.

Salí de la tienda confundido. Al doblar para entrar a mi casa ya había más niños jugando fútbol y ya se veían tres bicicletas de pequeño rodado circulando. ¿Sentían deseos de jugar una última cascarita esos chamacos que disfrutan más lanzarse piedritas y darse trompadas? ¿o acaso buscarán un rango de jerarquía que se da en las pandillas por desafiar a la autoridad? como quienes comprar cervezas y pomos de vino tres días antes de las elecciones porque ese día suele haber ley seca en todo el país, pero ellos como son unos chingones, beben y beben en casa, a escondidas… ¿de quién? Sabrá dios, pero les da un estándar social el ser rebeldes. Talvez simplemente consuman un acto más de desobediencia, de esa herencia mexicana de rezongar todo el tiempo.

Esta gente que no le cree a la autoridad y cuando por fin logran convencerlos, ahora sigue lidiar con ellos, porque son rebeldes, les fusta el desafío, la desobediencia. Pero más me confundió mi descuido de no salir con cubrebocas, porque me vi peor que esa gente “anarquista”, desobediente y terca.

ASR

29 de diciembre de 2019

Vuelo de Navidad


Lunes, 23 de diciembre

Hay días que, por múltiples significados, mensajes y aprendizajes, permanecerán intactos en nuestra memoria por un lapso prolongado, sobre todo en situaciones adversas o de reflexión.

Y hoy fue uno de esos. Estoy lejos de casa, en la sierra norte de Jalisco, sin internet ni algún libro que leer. Así que, siendo las 8:50 pm, no tengo más remedio que rememorarlo antes de que se esfumen los impulsos cardiacos esenciales. No inició bien el día, porque el Uber tenía tarifa y se pagaron más de 300 pesos. Es lo único que diré al respecto.
 
Después del mediodía llegamos a la comunidad El Aguacate, en Nayarit, donde nos citaron para realizar mi primer vuelo en avioneta. La pista de aterrizaje más bien parece una parcela de rancho por donde circulan burros y caballos porque, tal cual, es un caminito de tierra que tiene una longitud que difícilmente supera los 500 metros. Es decir, mide el espacio que es más que suficiente para que salgan y lleguen las aeronaves.

El Cessna 182 en el que volamos, tal cual, es un vocho con alas

El señor que nos recibió se mostró preocupado porque a simple vista los tres tripulantes pesamos mucho más de los 70 kilos que le habían indicado quienes contrataron el servicio. Además cargamos un equipaje considerable que consiste en cobijas, cámara de vídeo y tripiés (por eso no pude llevarme a Los Hermanos Karamazov, que debe pesar más de dos kilos).

Sin embargo llegó el piloto, un sujeto de entre 30 y 35 años, nos saludó y, sin examinar las maletas, ni que sus tres pasajeros rondamos el 1.80 de estatura y más de 80 kilos cada uno, nos ayudó a cargar nuestras maletas y, con un acento sinaloense que embona a la perfección con su barba de candado, lentes oscuros y gorra negra, nos dijo: "¡súbanse compas!". Más que manejar un aeroplano, con ese aspecto bien pudo haberse presentado como el cantante de una banda sierreña durante las fiestas patronales de cualquier pueblito de los alrededores de donde salimos.

Decidí ser el copiloto y la adrenalina al despegar fue impresionante: comprendí por qué fueron tan insistentes en el peso, porque la avioneta parecía un papalote que el viento maneja a su antojo; al elevarse dio un giro en forma de "u" y se inclinó por varios segundos. Miré por la ventanilla lateral y parecía que íbamos a caer en picada, como se ve en un sinfín de películas bélicas cuando un avión japonés, gringo o alemán es impactado por un misil antiaéreo y se desploma sin margen de maniobra.

Paisaje espectacular en la frontera de Nayarit y Jalisco


Para nuestra fortuna, el piloto sujetaba con firmeza el volante, que más bien parecía control de videojuego noventero. Minutos después llegó la calma hasta que casi me infarto cuando vi que el conductor revisaba su cuenta de Facebook, justo cuando nos topábamos frente a dos cerros inmensos. En ese momento me convertí en el más fiel creyente de la figurita de Jesucristo que adorna el tablero de la avioneta vieja, con altímetros, anemómetros y demás instrumentos de vuelo muy parecidos a los que tenían los aviones que arreglaba mi papá en la Base Aérea de Santa Lucía, hace casi 30 años.

Pero pronto volvió a concentrarse en su oficio. Se notaba que conocía el trayecto como la palma de su mano porque volvió a tomar su teléfono varias veces. Me calmé y volví a contemplar el espectacular paisaje. Vi la presa hidroeléctrica de Aguamilpa del Río Lerma, con aguas limpias, nada comparable con el mugrero que es cuando desemboca en la Barranca de Oblatos, cuando ya está unido al Río Santiago.

Quería hacerle muchas preguntas al piloto, pero llevaba unos audífonos porque el sonido del viento es ensordecedor, y tan sólo me alcanzó a decir que lo máximo que volamos fue 8,000 pies y su pequeña avioneta, que se identificaba con la leyenda "Cessna 182", no está capacitada para utilizarse más de 5 horas por viaje.

Después de media hora llegamos en San Andrés Cohamiata, comunidad 100 por ciento wixárica. Como pista de aterrizaje ahí funge una parcela aún más dañada y extrema que la primera, porque por ahí circulan los pocos vehículos que hay y además caminan niños que van a la escuela o a jugar a las canchas; de hecho tres se acercaron a saludar al aeroplano y corrieron tras él.

Nos recibió una señora y mientras indicaba dónde estaban las cabañas que podíamos rentar para hospedarnos una noche, un señor la interrumpió: de unos 50 años al menos, al igual que ella, tenía raspones en la cara, como si se hubiera caído en una borrachera, y le decía a ella que no tenía autoridad para guiarnos. Lo ignoramos y después Paola (así se presentó la mujer de falda verde larga hasta los tobillos, suéter azul y paliacate rosado) nos condujo a un mirador espectacular.

La señora Paola posa en el famoso Mirador 

Paola repetía una y otra vez lo bonito que estaba el paisaje y justificó su embriaguez asegurando que ayer había sido su cumpleaños. Nos decía a cada rato: "yo no cobro por hospedaje ni por llevarlos al mirador", aunque nos pidió una "cheve" que no pudimos darle porque todas las tiendas estaban cerradas. Llegamos al centro, donde se realizó el evento que motivó este viaje, y ella regresó al sitio donde aterrizamos, no sin antes advertirnos que regresaría para llevarnos de nueva cuenta con las personas que rentan las cabañas o bien, podía prepararnos algo de comer. No la volvimos a ver.

Me sorprendió que mucha gente habla español, incluso los niños más pequeños, y más asombroso fue encontrar entre ellos a una asiática bastante guapa, calculo de unos 25 años, considerando la variante de que dichas personas suelen verse mucho más jóvenes de lo que son. La simpática mujer también llevaba vestimenta huichola y se comunicaba con ellos en dialecto indígena, aunque se le dificultaba el español.

Mientras mataba el tiempo tratando de pronunciar “xaturi turamukame” y otros vocablos wixáricas escritos en la barda de la comandancia y en la cruz del templo ceremonial, un chavito como de siete u ocho años me preguntó "¿me compra artesanías, señor?", con una seguridad digna del dealer más temido de Oblatos que atiende a los hommies foráneos y les ofrece "broncas", "clavo" o como se le quiera llamar a las drogas, o mejor aún, con un trato de cliente-vendedor firme y seguro que envidiaría esas personas ruines e ingenuas que forman parte de los multiniveles; esos tristes diablos que les gusta jugarle al emprendedor y creen que en seis meses serán empresarios exitosos y millonarios, que estarán en un palco con Carlos Bremen y Amaury Vergara, con quienes podrían platicar de corridas de toros o repasar nombres de marcas internacionales de ropa y vehículos que adquirieron en sus viajes a Estados Unidos.

Le compré dos pulseras. Duele ver sus caritas quemadas tanto por el sol como por el frío; andan descalzos en plena sierra y en cambio yo, me llevé dos pares de calcetines por miedo a enfermarme; duele más ver a niños de entre 5 y 8 años que cargan a sus hermanos menores, por lo general los varoncitos sobre los hombros y las niñas en reboso, como si se tratara de madre a punto de amamantar al bebé: de hecho hacen esta función mejor que decenas de damas que habitan en las grandes urbes. Pero sus hermanitos no son sus crías, y deberían de estar recibiendo casi los mismos cuidados. Si es que andar por la sierra con un infante resguardándote se le puede llamar “cuidado”.

Pulseras coloridas, mejillas quemadas por el frío


Sé que generalmente son sus familiares más chicos a quienes cuidan porque así lo corroboró una niña que apareció de repente, se sentó a mi lado y también ofreció arte huichol y le pregunté su nombre: "Fernanda", respondió, y después me dijo que su hermanita es Rosa… dio otro nombre que ya olvidé, pero que no era Guadalupe, ni Felícitas, ni cualquier vocablo ininteligible para el habla hispana.

A diferencia otras comunidades de su misma cultura, en San Andrés dominan perfectamente el español y ya casi no usan nombres de su idioma, contrario a la costumbre actual de muchos hippies, hipsters y hasta los “Brayans suburbanos”, quienes bautizan a sus bendiciones con nombres como Tzilacatzin, Haramara o Ítzica, nombres que apenas pueden pronunciar y cuando les preguntan sobre el significado, suelen dar distintas respuestas porque se les olvida, pero optaron por plasmarlos en el registro civil porque en alguna ocasión de su juventud se fueron a fumar peyote a la sierra norte y por eso ya se sienten dignos y emparentados con la gente de ahí. Supongo que los indígenas de aquí comienzan a adaptarse a la cultura general de Jalisco, pese a que aún se rigen por una especie de “autogobierno” que eligen sus altos mandos a través de sueños (así me explicaron) y cada año tienen un nuevo dirigente.


No hay palabras para describir esta imagen

Fernanda sacó una bolsa con collares hermosos y figuras de barro forradas de chaquira. Los más baratos costaban 300 pesos y aunque en la ciudad valen casi el doble y en mi cartera llevaba un par de “Benitos Juárez súper saiyajin” (billetes nuevos de 500 pesos, pues), no quise comprarle porque vi gente muy borracha y latas de cerveza tiradas por todos lados, misma estampa que aprecié las veces anteriores que he ido a esta región norteña de Jalisco: abril del año pasado y junio de este; creí que alguno de esos seres alcoholizados podría ser el padre o la madre de la niña.

Me cuesta decir que el maldito alcohol es la pudrición principal que nos impide progresar como país, porque en las grandes potencias también el alcoholismo es un problema social. Y no puedo jactarme de abstemio. Talvez sea cierto que las penas se curan con cervezas, vodka, pulque y tequila, pero después de varios años de intento, ya no estoy tan seguro. Me duele pensar que todos esos niños que vi, en un par de décadas también tendrán hijos, que probablemente protagonicen a diario el drama que hoy presencié, y en el mismo escenario, por supuesto. Además del alcohol, subrayo el ser tercos y sumisos, sumisos a dos costumbres: la guadalupana que nos inculcaron los españoles, y la propia que se forja allá en las montañas del norte, con tradiciones y ritos que favorecen a muy pocos.

Antes de venderme una vasija de poco más de 100 pesos, esperó a que un compañero me cambiara un billete y en cuanto le pagué se puso de pie y siguió su camino a paso veloz con Rosita entre sus brazos y, al igual que Paola, se perdió entre la tierra colorada y el maíz seco que tan representativos son de TateiKie (nombre oficial de San Andrés Cohamiata), que además tiene ese extraño hedor a ocotes quemados y a estiércol de vaca y de caballo, tan característicos de los pueblos rurales mexicanos.

Mientras corrían en la plaza del centro, varios niños de entre seis y ocho años cargaban en sus espaldas a otros pequeñitos de la mitad de sus edades y corrían a buen paso, y al bajarlos, los chilpayates también salían hechos bala corriendo; jugaban a perseguirse y a atraparse. Entre ellos sobresalía un pequeñín con pantalón de mezclilla, botines color camel, con su piel no tan descuidada y camisa vaquera de cuadros. Él no cargaba a alguien menor sobre los hombros: a él lo llevaba de la mano uno de los líderes del pueblo.

Rituales extraños


Hasta de noche conseguimos un lugar donde dormir: el “Hotel el Ejecutivo Tatei-Kie”, que más bien es una casa ordinaria con tres cuartos, una cochera y un jardín, y es donde justo empecé a redactar este texto, antes de que me orinara un grillo negro que me dejó varias ronchas.

Ya es 24 de diciembre, son las 5 am y pienso si el destino me permitirá regresar a casa para envolver los regalos faltantes para mis sobrinos y otras personas. Me dormí a las 10:30 am, desperté a las 12 y después a las 4. Me despertó el frío. Las dos cobijas que me dejaron en la cama están muy delgadas y lo primero que pienso es que así deben ser la mayoría que hay aquí. Incluso me duele reconocer que mucho no deben tener trapos para taparse en la noche y peor aún, que la mayoría de casas son de ladrillo sin resanar o de adobe, lo que causa que el impacto de las bajas temperaturas sea mayor.

Por suerte traigo un cobertor pequeño que, aunque no alcanza a cubrir todo mi cuerpo, es de gran ayuda. También dos cobijas, dos chamarras, guantes y bufanda, la cual amarré a mi cintura porque el vaho gélido se sentía en mi espalda, la cual sudó toda la tarde porque cargaba dos mochilas, una maleta y un tripié mientras esperábamos al gobernador; sí, esa es mi chamba de la que tan seguido me quejo, pero me ha dado tanto, como poder contar este tipo de anécdotas y viajar no sólo por todo Jalisco, algo que soñaba desde pequeño, cuando vivía en estados del sureste mexicano. A propósito, ni en Inglaterra sentí tanto frío… ah, es que allá las casas tienen calefacción y andas a toda madre descalzo por el piso alfombrado. Y además fui en septiembre, cuando las ondas glaciares apenas comienzan a asomar las narices.

La avioneta pasará por nosotros a las 9 y ahora mismo recuerdo a tres niños que, mientras estaba en la tienda donde rentan el wifi a 30 pesos, con una voz temblorosa y cabizbajos, cada uno repitió el mismo enunciado: "¿me regala un peso?". Les hace falta juntarse con los pequeños comerciantes de artesanía, que dialogan con una seguridad sorprendente. Y yo, sintiéndome un turista bonachón, a cada uno le di monedas de 5 pesos, de esas que guardo en la cartera para depositarlas en la caja que está subiendo el camión, y no importa perder 50 centavos con tal de agilizar el tránsito de pasajes ahora que los choferes no manipulan dinero. Aunque estaba consciente de que cinco pesos ya no alcanzan ni para unos jodidos churrumaiz o rancheritos. Eran tres dos niñas y un niño. Ellas compraron chetos sin marca, de los que son más baratos; él echó la moneda a la bolsa de su short.

A la derecha se aprecian las dos pequeñas que me abordaron en la tienda, mientras yo festejaba que había señal de internet... y me moría de frío


Se fueron y continué enviando los videos, fotos y audios a mis compañeros de trabajo que se quedaron en la ciudad. Debió pasar como medio minuto cuando alcé mi cara justo en el momento en que la niña mayor volteó para darme las gracias; como buena aprendiz, la chiquitina actuó del mismo modo y las sonrisas de esos ojos negros, de esos cachetitos maltratados más por la miseria que por el frío, y sus manitas diciéndome adiós, quedará presente en mi memoria por mucho tiempo. En cuanto al chamaco, él caminó más rápido y se unió a unos niños que pateaban un balón de las Chivas. El fútbol siempre opacando cualquier tipo de carencias.

ASR

29 de octubre de 2019

Preséntame como Guasón



Es muy probable que los jóvenes vagos que al iniciar el filme golpean a Arthur Fleck tras quitarle el anuncio que mostraba durante su horario laboral, formaran parte del tumulto que al final lo liberó de la patrulla; la figura de payaso asalariado de la cual se burlaron, después la veneraban, impulsados por un asesinato que se interpretó como un acto de justicia social.

Espero que esta opinión no me convierta en un experto en cine frustrado

Vi la película de Guasón en condiciones poco idóneas: sucedió el sábado de una semana en la que el insomnio me consumió de forma terrible: en los tres últimos días dormí entre 10 y 12 horas, se me dificultó abrir los ojos y en cada pestañeo percibía luces verdes, rojas y azules; para completar este escrito pensé en la opción de regresar al cine, pero lo redacté de una vez porque esta película bien puede tratarse de una ilusión del protagonista, según la interpretación de los relojes que marcan las 11:11, lo mismo que el contraste notorio entre la torpeza que plasma Joaquin Phoenix en su papel de payaso de fiestas infantiles con la elegancia y ademanes refinados que realiza cuando viste un traje rojizo; es decir, existe la posibilidad de que en realidad Batman tan solo sea una especie de Conde Drácula moderno, creado por la ilusión y delirio de un comediante fracasado. Por cierto, es destacable el perfil de Thomas Wayne, el papá de Bruce, muy opuesto a los principios que suele defender el gótico y huérfano héroe con capa.

Viene lo relevante: el o los momentos en que nos identificamos con el villano más peligroso de Ciudad Gótica, esas comparaciones que en las redes sociales ofenden a más de un purista. Este año he tratado de redactar crónicas, relatos y demás escritos. Ahora mismo tengo un par de cartas inconclusas, escritas a mano con pluma de gel para grabar la letra lo más bonito posible y así tratar de impresionar a quien están dirigidas. Recordé este acto pendiente cuando Arthur asiste a la terapia donde recibe medicamento y muestra su cuaderno. Sentí miedo porque a mis hojas considero agregarles recortes fotográficos o de periódico.

Las letras de Joker de verdad asustan


Otro aspecto que me llegó es que aún vivo con mi madre. Ella y yo solos en una casa de dos pisos llena de humedad. Bueno, de repente nos visita gente y paso mucho más tiempo en la calle, pero aún así es un trauma que me afecta desde hace casi una década.

Cuando su compañero payaso le entrega la pistola, recordé las múltiples ocasiones en que mi padre (un militar de profesión para quienes no lo saben) insistía en que yo debía aprender a disparar. Seguido me pregunto qué sería de mí en caso de haber aceptado, porque además de mi actitud en casa que por lo general consistía en llevarle la contraria a mis papás, siempre dudé de la serenidad que me gusta mostrar en mi día a día, y suelo estresarme con suma facilidad. Lo que quiero decir es que me asaltan dudas como ¿habría disparado a la primera incitación contra quienes se burlan de mí? ¿Tener una pistola me haría alguien prepotente? ¿Buscaría enemigos solo porque cargo un arma? ¿Habría sido capaz de matar? ¿Ya me habrían asesinado?

Y ya que he incitado crímenes mortales, este drama aborda un rechazo a la clase social alta, por así decirlo: Fleck asesina a quienes fueron catalogados por la prensa como “ciudadanos ejemplares”, empleados de una importante empresa, propiedad del papá de Batman, quien los cataloga como parte de su familia, a pesar de no conocerlos; Arthur se deshace de los hipócritas, prepotentes, petulantes y bien vestidos, y no de los pandilleros, también hipócritas y presuntuosos, pero de escasos recursos. Aunque si se analiza a detalle, a estos últimos no los asesina porque estaba medicado y todavía no portaba la pistola; aún así es se muestra la imagen rebelde del Guasón, aunque en este filme, supuestamente alejado de la idiosincrasia anárquica de los cómics (de súper héroes, sólo he visto la saga Spiderman que protagoniza Tobby McGüire), el principal factor es la enfermedad mental: de hecho, se emite un claro mensaje a los gobiernos que urge invertir más en salud mental.

Abundan las bromas respecto a quienes se identifican con el Joker; en las redes sociales, principalmente en Facebook, existe un gran sector de intelectualoides que tildan de millenial-experto-fracasado a toda aquel que expone una simple impresión. Las burlas por opiniones que miles de personas compartieron en sus muros o feed de Twitter, se viralizaron porque hacen reír y ciertos influencers los exhiben… algo así como le sucedió a Arthur con el comediante exitoso, de quien no recuerdo su nombre pero interpreta Robert de Niro.

Memes: todos somos Joker


Porque todos podemos ser el Joker. Y porque muchas ciudades o países parecieran vivir en un caos sin autoridad competente. Mientras busco inspiración para este escrito, en Sinaloa, para evitar asesinatos de rehenes, liberaron a un narcotraficante, cuyo padre burló a las autoridades mexicanas adiestra y siniestra, como si se tratase del mismísimo Guasón, y nuestro presidente asumió el papel de villano, como alguna ocasión lo hizo Batman con el fin de establecer el orden. Porque quienes golpean a Arthur no dudo de que, si en lugar de habitar Ciudad Gótica en los 80 vivieran en la Ciudad de México actualmente, serían ninis beneficiados por Andrés Manuel López Obrador, un líder que enojado por perder elecciones bien podía ser el Guasón versión Heath Ledger, pero ahora que es Presidente actúa como un payaso de cuarta categoría. Creo que ya me salí del hilo y terminaré hablando de todo el odio que siento por este inepto HDP que tardó 15 años en graduarse (muero por ver a Carmen Aristegui investigando los estudios de esta chinche, así como lo hizo con el copetón de EPN) ...

¿Habrá un personaje más enigmático que el Guasón?

Como decía, nuestra sociedad, a dos décadas del nuevo milenio, puede compararse con un thriller de un asesino psicópata como el Guasón. Porque este mundo, donde se supone que cada individuo por lo general percibe que lo correcto es su forma de actuar y analizar la vida, y todo lo demás que se tiene que corregir, sustituir o erradicar proviene de las personas que lo rodean, de repente, por un mal día en el trabajo o en la casa, nos obliga a creer que en cualquier momento vamos a enloquecer, que cualquier chispa nos hará estallar, o bien, que nuestra vida, más que una tragedia o una comedia, puede ser una simple alucinación.

Por cierto, prefiero al Joker de Ledger, un tanto esporádico y concebido muy alejado del protagonismo que goza la interpretación de Phoenix. Intuyo que seguirán buscando más caracterizaciones de este payaso que tanto consterna a la humanidad, y del que todos seguro tenemos aunque sea una pequeña parte de él. Arthur, que según leí es el primer nombre oficial de un Guasón, sigue siendo todo misterioso, porque no sabemos si lo que desarrolla su cerebro son recuerdos o fantasía, como sucedió en The Dark Knight, donde cuenta dos versiones distintas de sus cicatrices en la cara.

Y en cuanto a AMLO: también se ve mejor como el Joker agitador de delincuentes, que como un payaso fracasado.

Al final hubo aplausos. No recuerdo algo similar en el cine. Varios trabajadores de Cinépolis que recogían las palomitas, y otros adolescentes que salían en bolitas de hasta seis cabronas y cabrones, imitan la estresante y enfermiza risa del Joker. Unos pasos después escucho a un señor obeso y bigotón, que le dice a una mujer que la acompaña mientras la suelta de la mano para explayar su idea con ademanes: "era un pinche trabajador más y nadie lo respetó". En tanto pienso que recientemente vi una obra de teatro local que se llama “Moby, la ballena poeta”, donde un joven que trabaja de botarga en una pizzería ve cómo se va frustrando su sueño de ser escritor.

ASR

7 de septiembre de 2019

Remordimientos y tortugas



A unos 10 pasos del límite del oleaje vi la figura de mi reptil predilecto tendida sobre la arena, entre piedras oscuras que arroja el mar, carbón de las fogatas de quienes acampan y demás basura que dejamos los humanos cuando vamos a la playa, casi siempre para desestresarnos.

La silueta que dibujaban estos montículos de residuos parecía perfecta: sólo hacía falta el caparazón. Me arrodillé para tomar una fotografía y entonces observé con claridad que no se trataba de escombros que daban cierta forma curiosa: era el cuerpo sin vida de una tortuguita marina. Al tocarla sentí la misma tristeza que me dejaba sin oxígeno cuando, siendo niño, se morían mis Donatelas, o cuando el año pasado se murió la “cupiso amazónica” que me regalaron de cumpleaños. Apenas estuvo conmigo un mes.

¿Por qué se me apareció entre la arena? ¿qué le impidió llegar al mar?

Con el pequeño cadáver sobre la palma de la mano, tenía en mente el mal presentimiento que me generó este viaje, porque partimos un miércoles 28, y fue un miércoles 28 cuando mi papá salió a trabajar y el destino le imposibilitó volver a casa. Aquello sucedió en junio de 2006. Trece años y dos meses después también se trataba de un viaje por carretera, pero a Puerto Vallarta. Un día antes me alegré de salir a mediodía y no tan temprano como él, que fue declarado muerto creo a las 7 de la mañana, cuando acababa de llegar a Jalostotitlán.

Últimamente ya no me apasiona la muerte ni pienso tanto en qué es lo que sigue al dejar este mundo, este tiempo y este espacio: estoy enfocado en ablandar mi corazón, cumplir un par de fantasías y volver a cruzar el Atlántico para conocer Rusia, quizá por eso fue que durante el trayecto me reí de mi exageración y llegué sin inconvenientes al anochecer.

Al día siguiente trabajamos desde temprano, bajo un calor brutal porque chispeó durante la madrugada y agosto es el peor mes para visitar al puerto jalisciense. En la tarde caminé por calles de mi pueblo que no conocía, crucé el puente del Río Cuale y subimos la montaña por las escaleras que dan paso a las viviendas que ahí se asentaron: aunque me enorgullece decir que ahí nací, sigo sintiéndome un turista. Valió la pena el regaño del viejito encargado de vigilar la finca en obra negra donde nos subimos para apreciar el espectacular paisaje; se fue y nos advirtió que ahí tenía un perro cuidando en la planta de abajo, un pitbull que permaneció dormido las dos horas que debimos durar mis tres compañeros y yo ahí platicando y haciendo ruido. ¡Vaya guardián!

Siempre que regreso al lugar donde empezó este viaje llamado vida, se me revuelve el corazón

La tormenta volvió a sorprendernos en el amanecer del viernes y recorrimos las playas hasta mediodía, con el cielo completamente nublado. La primera que visitamos fue Gemelas. Al bajarme del camión me quité los tenis porque los charcos estaban demasiado extensos.

Caminé y las piedritas me lastimaban los pies, lo que me hizo sentir como un peregrino región 4 que va rumbo a la basílica de Zapopan, o a la de la Virgen de Guadalupe, porque recordé cuando estaba en el kínder y me molestó que un familiar llevara mis chanclas; le dije que se las quitara, me las entregó, y mientras avanzábamos junto al cauce del Río Pitillal se quejaba porque le ardían las plantas de los pies: como suele suceder en los veranos vallartenses, el sol parecía que iba a estallar, y los quejidos de mi pariente incrementaban al pisar piedras. Como sucede en todo acto cobarde, no tuve el valor de verlo a los ojos. Esa noche, en lugar del sol, quien amenazaba con explotar fue mi corazón; aún siento cómo se estremecía en mi garganta y fue así que conocí la palabra “remordimiento”. Veinte años después me desahogué con mi ser querido que tanto daño le hice aquel cabrón día y le confesé lo mucho que me afectó ese acto: me respondió que ya ni siquiera lo recordaba, pero aceptó la disculpa. Me quité un gran paso de encima, sin embargo me queda claro que lo tendré presente hasta el último día de mi vida.

No fueron ni 100 metros los que anduve descalzo por las piedras y sentí un gran alivio al tocar la arena. Qué bueno que no se trataba de una “manda”, porque las vírgenes y santos de todas las religiones se habrían cagado de la risa. Entonces aconteció el tétrico encuentro. Ver el cuerpecito oscuro, con sus aletas en posición de estar constantemente arrastrándose por la arena totalmente tieso fue espantoso; sus ojos secos no le restaban ternura.

Adoro las tortugas. Cierto día leí que representan la paciencia y la sabiduría… Y quedé enajenado con esa idea. Hoy mismo estoy lejos de ambas cualidades, lo cual me frustra. De niño me decían que parecía un chita porque aparte de pecoso, estaba muy delgado, corría rápido y tenía una sonrisa en mi rostro, como la de ellos. Es triste ya no contar con ninguna de estas características y aunque ya tengo más pecas, estoy lejos de parecerme a un guepardo. Y aún más lejos de una tortuga.

Pensé en enterrarla, pero bajo la arena pronto la encontraría un cangrejo o una gaviota. Un compañero que fue testigo de mi terrible hallazgo me sugirió arrojarla con todas mis fuerzas al mar. Acepté la propuesta, pero el lanzamiento fue delicado y minucioso, como si se tratara de un objeto valioso que no quería quebrar, y no una piedra u otro proyectil que debiera llegar lejos.

Desde que me avisaron cuándo se realizaría este reciente viaje a Puerto Vallarta, sabía que no debía incluirlo en la monotonía laboral. Con muchas dudas respecto cuánto tiempo más podré contener un estrés mental que me ha estado consumiendo desde que inició este año, mientras preparaba mi maleta tenía ideas escalofriantes y sentí miedo de no regresar a casa. Al subir las grandes rocas de la hermosa Playa Gemelas volví a lastimarme los pies y pensé que alguien más se estaba sacrificando por mí; toqué mi collar que tiene un dije de tortuga marina, como la que minutos antes tenía en mis manos.

En este mes he visto muchas películas de guerra. “Deserve it!” es la frase que el capitán John H. Miller, interpretado por Tom Hanks, le dice al soldado Ryan antes de morir, y en el doblaje al español se utilizó “¡sea digno de esto!”.

¿Seré digno de que un ser que representa la paciencia y la sabiduría se haya sacrificado para que yo siga en este mundo?

Ahora te sueño despierto, que estás jugando sobre las olas, tu gran meta a la que no pudiste llegar.

ASR


28 de julio de 2019

Los muertos-de-hambre y su Síndrome de Macario



De repente me duelen los oídos de tanto escuchar música, por lo que debo guardar los audífonos en la mochila mientras avanza el camión. Se supone que así descansarán mis tímpanos, pero muchas veces resulta peor, como por ejemplo, cuando el estéreo del camionero, o la bocina de algún pasajero insensato reproducen banda o reggaetón… o cuando debo escuchar las pláticas de al lado.

Cierto día de esta semana se subieron al 258 dos jóvenes, hombre y mujer, supongo que son compañeros de trabajo porque vestían camisas iguales, con logos al parecer de una empresa restaurantera. Ambos comían tostilocos y me sentí feliz porque no se me antojaron; hace más de dos meses que no los consumo porque, entre otras cuestiones alimenticias, médicas y estéticas, ya cuestan 35 pesos.

Mientras revolvía con el tenedor los pepinos, jícama, clamato, cacahuates japoneses y demás ingredientes chatarra de la bolsa de Tostitos, el muchacho, a quien no le pude ver el rostro pero tenía una voz bastante suave, poco clara y un tanto afeminada, saboreaba cada bocado. Confesó a su acompañante que le es muy agradable comer frituras sin que le estén pidiendo, aunque eso sí, resaltó no ser una persona envidiosa. Talvez le sorprendió que de tanta gente a su alrededor, nadie se atrevió a molestarlo mientras consumaba uno de los grandes placeres y uno de los siete pecados capitales, que es la gula.

La chica hizo un comentario similar, destacando que tampoco en su casa puede botanear en paz y entonces recordé la película de Macario (duele reconocer que no he leído el libro), basada en el clásico literario en el cual el escritor alemán B. Traven describe a la perfección esas férreas ganas que tenemos los mexicanos de querer atragantarnos un helado, un chocolate, un pollo como en el caso del indígena que protagoniza magistralmente Ignacio López Tarso en dicho filme, o una coca cola, como lo viví en carne propia con un chavillo, conocido como “Cafú”. A más de 15 años y por todas las actitudes que implicaron, todavía me avergüenza recordar ese pasaje que aún así reviviré en lo que resta de este relato.

FOTO: Google. Ignacio López Tarso (izquierda) representa magistralmente a un indígena que se le aparece la muerte en el que tal vez haya sido el momento más feliz de su vida

A Mario le decíamos “el cagón” porque, valiéndole madre nuestras burlas, defecó en dos parques y en la jardinera de una casa abandonada, y cuando contábamos sus hazañas a los demás amigos, siempre lo negaba. En ese entonces, el verano de 2002, ocasionalmente jugábamos fútbol en la cuadra de abajo con un buen sujeto que estimábamos. Se llamaba Vic, narraba los partidos estuviera o no en la “cancha” y cambiaba nuestro nombre o apodo por el de un crack: a Omar le decíamos “Beibi”, como burla porque así lo despedía su mamá al dejarlo en la escuela, “¡adiós mi beibi!” y durante la cascarita se transformaba en “Beibi” Beckham; cuando se aburrió de pronunciar el prolongado “Arnulfillo”,Vic comenzó a decirme “Fillo”, y por eso me tocaba encarnar al flamante portugués Luis Figo, y a Mario le hizo el gran favor de cambiarle su horripilante y nauseabundo apodo por el del legendario lateral brasileño.

Al “Cafú” cierto día le pedí un trago de coca y se negó. Escondió la botella debajo de un carro, junto a la llanta, y cuando se descuidó la tomé y le di un ligero sorbo. Se tornó rojo como una granada (su piel era muy blanca); con gritos dignos de un paciente de manicomio, me insultó lo más que pudo y, casi con lágrimas en los ojos, confesó que antes de salir a jugar su mamá también quiso un trago y también con ella no accedió a compartir. Ser el causante de su rabia me hizo sentir miserable, y no tanto por la ofensa que debió colmarlo en ese momento, sino porque a ese cabrón en más de una ocasión le ofrecí de lo que traía, o él agarraba sin pedir cuando después de jugar comprábamos varias bolsas de papas y las servíamos en un plato. No sé qué tan relevante sea destacar que ese chamaco nunca traía dinero cuando íbamos a la tienda.

También recuerdo otros casos curiosos asociados a esta envidiosa conducta que me atrevo a nombrar “Síndrome de Macario”, que curiosamente se desarrollaron en la tiendita de la esquina, donde probablemente el “Cafú” compró aquella fatídica coca cola (pensándolo a detalle, ¡todas lo son!) de medio litro.

Le dicen “el mudanzas” porque no puede hablar. Es como 10 años mayor que yo y lo recuerdo acompañando a su abuela para cargar las bolsas de mandados. También cuando la anciana sacaba una silla y se sentaba en la banqueta, junto al árbol que está afuera para ver el panorama. Era incómodo y peligroso jugar fútbol con ella como espectadora, aunque a veces su acompañante sin lengua desviaba los balonazos que podían golpearla y a quienes vestíamos camiseta rojiblanca nos animaba con sonidos guturales ininteligibles, incapaces de redactarse en cualquier idioma, y sus dedos pulgares en seña de aprobación.

Cuando la señora (nunca supe su nombre) murió, esto pudo ser entre 2004 y 2005, al “mudanzas” le encargaban cuidar a dos sobrinos suyos, una niña y un niño que usaban uniforme de preescolar y salían a jugar a la calle como a las 5 de la tarde, y los metían cuando recién anochecía.

En vacaciones salíamos a pelotear desde temprano y fue un día de esos cuando noté que el señor mudo comía dentro de la tienda, y por lo general compraba galletas chockies y yogurt dan-up. En una de las enésimas veces que llegué, le dije en broma al tiendero que debían estar muy buenas las pláticas del desayuno; con un gesto de desaprobación comentó que el muy ojete comía adentro para no compartirles a sus sobrinos. Enmudecí. Más que el envidioso tío.

Otro caso similar lo evidencié en la misma tienda, pero más de una década después, no sé si a inicios de este año o a finales del anterior. Aquí el protagonista fue el “Jona”, un vecino que pinta carros. Un fin de semana necesitaba agua al tiempo y el tiendero, que estaba atendiendo a mucha gente, me dejó pasar hasta el fondo, a un segundo cuarto sin puerta que funge como bodega, para que tome la botella y ahí estaba el susodicho, escondido en la escuadra que forman dos refrigeradores, tomándose una cerveza pequeña a toda prisa.

De repente se escuchó un reproche acompañado con un recordatorio materno. Era una voz femenina, la de su esposa que lo cuestionó: “¿para eso querías el dinero, hijo de la chingada?”. Fue un momento incómodo para los más de 5 clientes que hacíamos fila para pagar. Pobrecito Jona, ni siquiera pudo gozar la pequeña ampolleta de a lo mucho 300 mililitros de alcohol. ¡Así de miserable suele ser el vicio!

Bueno. Lo del Jona no fue tanto envidia, ni deseos de tomarse una cerveza para él solo. Lo digo porque lo he visto compartiendo tragos de su caguama. Aquí no aplica el “Síndrome de Macario”, simplemente, pienso, quería tomar sin que lo estuvieran chingando, porque dudo que la furia de su mujer se debiera a que no quiso compartir la botellita con ella.

“Yo también he querido algo para mí sola, para no darle a nadie, ni siquiera a ti”, le dice su mujer a Macario, como para justificar los deseos del marido que trabaja día y noche para que coman sus hijos, quienes tienen un apetito feroz y desaparecen las ollas de comida, sin preocuparse de que los platos de sus padres generalmente se quedan vacíos, en espera de ser servidos con frijoles.

Algunos de mis parientes tienen la horrible costumbre de pedir todo, generalmente a los niños: y si el mocoso se niega a compartirles, le quitan el chocolate, churrito, coca cola (¡auch, me mordí la lengua!) o lo que sea que estén degustando, y se lo comen con un semblante autoritario-represor, masticando lo más fuerte posible, no sin antes emitir un "no seas muerto de hambre". Se justifican diciendo que es una medida para erradicar la envidia, cuando en realidad exigen una especie de “tributo” familiar que consiste en ofrecerles todo lo que estén consumiendo.

Estoy seguro que estas acciones son uno de los principales síntomas del “Síndrome de Macario”, que obligan a los afectados a comerse sus refrigerios en paz, sin que les pidan ni que les arrebaten lo que comen. También lo es esa patética frase de “cómete al mundo”, como si arrasar cantinas o hacer lo que se nos dé la gana en realidad lo fuera.

Porque no es casualidad que en la película el diablo aparece cuando quiere comerse el pollo (¿o era pavo?) él solo. Macario, el hambriento amigo de la muerte, no fue envidioso, sólo quería darse un momento de satisfacción a sí mismo, darse un poco de cariño, algo que muy probablemente sólo se presentase una vez en su vida, como comprarse unos tenis muy caros o un automóvil nuevo. Eso es lo que entiendo cuando detalla “sin aguantarme el hambre para que otros coman”. Pero para su mala suerte, cuando por fin parecía que llegaba ese ansiado momento, se le apareció la muerte hambrienta… como cuando me aparecí detrás de la llanta de un carro para darle un trago a la coca cola.

PD 1: En Google encontré esta genial definición para “muerto-de-hambre”: muy peyorativo, más que a la falta de bienes materiales se refiere a la persona ansiosa y despreciable que siempre quiere más de lo que tiene y sin plantearse si lo merece o hacer nada para ello.

PD 2: Cafú vivió no más de seis meses en nuestra cuadra y a Vic, quien muy humildemente adoptó el apodo de Víctor Gutiérrez, un lateral de Cruz Azul, de repente lo dejamos de ver allá por el 2004.

Segunda semana de julio del 2019

ASR