Un viejo amigo
(Dedicado a mis amigos de la secundaria y de la prepa que no supe
apreciar, y a aquellos que en la calle, en las aulas o en algún otro lado me
tendieron la mano, me contaron sus secretos, y por andar de 'rockrillo', simplemente no los creí dignos
de ser mis compillas).
I
Ayer vi a Robert afuera del
templo, luego de más de un lustro sin coincidir. Lo conocí en la secundaria y
éramos del mismo grado, sólo que él iba en el grupo “A”, y yo en el “D“.
Durante tres años compartimos decenas de partidos de fútbol en el patio de la
escuela.
Esta tarde cruzamos miradas por
instinto; era un hecho que no quisimos reconocernos. Unos siete u ocho pasos
después de pasar a su lado, volteé hacia atrás y pensé en su perro Max, un rottweiler
muy gordo pero veloz; que ladraba demasiado, sin ser bravo; que sentí haberme
encariñado con él, sin haberlo conocido: sí, suena extraño, pero es verdad.
Puedo describirlo porque así lo vi en fotos, y Robert lo nombraba con un tono
muy tierno al recordarlo. Antes de hablar de este formidable can, es necesario
describir, y recordar con “pelos y señales”, la amistad que me unió con su
dueño.
II
Hasta la fecha debo seguir siendo
de los delanteros más débiles y fáciles de marcar que ha tenido la Secundaria N,
lo que pude contrarrestar con una buena puntería en tiros de larga distancia y
velocidad; él era un excelente defensa, capaz de competir con muchachos de
grados mayores. Jugaba en una escuela de fútbol de un equipo de primera
división, y algunos compañeros aseguraban que era el capitán.
Amaba su lugar en la retaguardia:
no era como el clásico niño que juega resignado o molesto cuando se les coloca
de medio campo para abajo, y en la primera oportunidad que tiene de adelantar
filas, lo hace sin regresar a su posición inicial. Sin ser muy alto, en los
centros generalmente ganaba por el aire; aún así, rara vez subía a cabecear
cuando su equipo atacaba, solo cuando estaban en desventaja, y llegó a marcar
un par de testarazos. Era tan buen defensa, que cuando le anotaban a su equipo,
los goles parecían valer el doble.
Cuando ingresé a la preparatoria
me dio mucho gusto verlo sentado en una butaca del 1-F, turno vespertino. Él
también se mostró conforme con esta unión que el destino nos brindaba, y media
hora después, parecía que habíamos sido los mejores amigos durante los tres
años de la secundaria. Éramos muy fanáticos del mismo club de fútbol, del
máximo exponente del brit-pop y detestábamos desde lo más profundo de nuestras
entrañas al reggaetón y al hip-hop.
Con Robert las chicas exageraban.
Se impactaban con sus brazos, que si bien lucían cierta musculatura, estaban
muy poco anchos; lo mismo con su rostro: sin ser atractivo, tampoco era tan feo
como para que le dijeran el “Camarón”, apodo que se le quedó durante los seis
semestres, y que contrarrestaba terriblemente con “Roberto Carlos”, como le
decíamos en honor al excelso lateral brasileño.
No le importó semejante cambio de
identidad. Y es que sabía tratar a cualquier tipo de jovencitas: ñoñas o fresas,
e incluso darketas y cholas… aunque luego hablaba mal de ellas. Por eso tuvo
muchas novias, hasta tres en un solo semestre. En segundo se olvidó de nuestras
conversaciones musicales y de fútbol, y me hablaba más de mujeres; de sus
chicas, para ser específico. Si alguna de sus relaciones pasaba por momentos
complicados, yo era el primero en saberlo. Incluso lloró un par de ocasiones,
cuando terminó con sus únicos dos romances verdaderos.
Fui a su casa al menos unas 20
veces, porque quedaba muy cerca de la prepa y su mamá seguido nos invitaba a
comer o a cenar. Él sólo asistió una vez a la mía. Por razones que no
explicaré, como en cuarto semestre dejé de jugar fútbol y ahí hubo un leve
distanciamiento. Y cuando por fin tuve novia, me reclamó que nunca saliéramos
juntos, con nuestras parejas.
Luego se molestó porque me alejé
del grupo de amigos que más frecuentábamos… y de él. En quinto semestre nos
separaron, ya que debíamos cursar materias optativas a las carreras que
queríamos cursar: él ingeniería, yo ciencias de la comunicación. Ya en sexto,
él se cambió al turno de la noche, porque además de entrenar fútbol en la
mañana, empezó a trabajar en el taller mecánico de su padre, ya que su familia
atravesaba una situación económica complicada.
Ayer me impactó su obesidad.
Caminaba lento, agarrando de una mano a una niña pequeña, y con la otra a una
mujer, quien a su vez cargaba a un bebé. Vi el rostro de su compañera y no me
resultó familiar. Robert fue de mis mejores amigos en una época difícil para
mí, y quizá la mejor para él: tenía demasiadas amistades, buenas notas escolares,
era del agrado de las chicas y, efectivamente, fue muchos años el capitán de un
importante equipo de fútbol en las divisiones menores. Así lo arropaba la
fortuna hasta antes de cambiarse de turno.
Como un año después de que
ingresé a la Universidad, supe que a los 18 lo dieron de baja del equipillo en
que militaba, y nunca más se atrevió a volver a jugar a nivel profesional.
También me enteré que sus padres se divorciaron, y falleció su hermana mayor:
tenía lupus. Algunos conocidos me dijeron que no pudo obtener el título de la
preparatoria.
Fue raro saber que no siguió
estudiando, porque además de sus “doncellas”, de los partidos y de canciones, en
muchas ocasiones me compartió su propósito de ser ingeniero y futbolista a la
vez. Cuando hablábamos al respecto, mencionaba con orgullo su determinación por
no haber ingresado al bachillerato para especializarse como mecánico; se
jactaba de saber lo necesario, pues a este negocio se dedicaban al menos cinco
familiares cercanos, y además no quería heredar el oficio. En esos momentos yo
me sentía afortunado, porque de haber obedecido a su padre, no habríamos
coincido en la prepa. Y también porque era amigo de una persona con propósitos
definidos.
III
Como ya mencioné, Robert solía
llorar cuando contaba sus penas. Discusiones con las novias, la enfermedad de
su hermana, o cuando lo regañó un entrenador al enterarse que bebió con sus
compañeros de equipo. Pero el momento que me conmovió más, y no precisamente
porque fue cuando más lágrimas derramó y más se le cortó la voz, fue la primera
vez que habló de Max.
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Nos contó (estábamos como cinco o
seis amigos) que un mal día, Max mordió –intentando jugar- a un niño de la
cuadra, hijo de un señor muy déspota y que frecuentemente tenía problemas con
los vecinos, por causas insignificantes. Al ser policía, casi nadie se
involucraba con él, y el padre de Robert no fue la excepción.
Para evitar un conflicto mayor
regalaron a Max. Lo llevaron con un dentista que tenía un consultorio justo
enfrente del taller mecánico. Y es que el día del incidente, por la noche el
policía tocó su puerta, y con pistola en mano amenazó con matar al perro. Esto
sucedió cuando Robert tenía entre 8 y 9 años. Los fines de semana, el nuevo
dueño de Max lo llevaba al taller, para que jugara con sus antiguos amos.
Desafortunadamente el dentista,
un señor ya de la tercera edad, enfermó y debió deshacerse de Max, quien
terminó sirviendo como guardián de un depósito de chatarra, ubicado como a
cinco cuadras del taller. Robert y su hermano mayor juntaban latas de aluminio
con la intensión de verlo, pero nunca estaba entre las láminas viejas de
automóviles y las botellas de plástico y de vidrio, hasta que un día
encontraron cerrado el local (si la memoria no me falla, mi amigo especificó
que los dueños salieron de vacaciones).
A su hermano se le ocurrió
subirse a un árbol grande, y desde las ramas podían sentarse con facilidad y
observar, por encima de la barda, el interior del predio. No era fácil
treparse, incluso se raspaban en la corteza, pero ante la posibilidad de
encontrarse con Max, era un riesgo que valía la pena tomar.
No se me olvida la expresión de
Robert al mencionar que al saludarlo con un silbido, Max dejó de deambular
entre los fierros oxidados y se quedó mirándolos, sorprendido y temblando;
súbitamente agitó la cola, pero sus patas se tambaleaban, como si fueran de
gelatina, o como si en el piso hubiera algún pegamento que le impedía saltar y
revolcarse, como lo recibía siempre que regresaba de la primaria. Después, Max soltó leves chillidos y
permaneció fijo.
La ternura que reflejaron sus
ojos mientras narró este recuerdo, debió de ser la misma del can aquella vez
que se reencontró con sus familiares. ¿Qué habrá pasado por la mente de Max al
percatarse que Robert y su hermano mayor lo espiaban por encima del árbol? Me
gusta creer que recordó cuando llegó por primera vez a la que fuera su casa por
más de 7 años, siendo un cachorrito, o cuando lo llevaron a la playa y le
pusieron unos lentos negros, como se veía en una de las fotos que estaban junto
al televisor.
Aquél domingo, asegura mi amigo,
se quedaron más de una hora arriba, observando a su perro. Llegaron tarde al
taller para regresarse a casa y los castigaron. Y como cada domingo sucedía lo
mismo, su papá optó por dejarlos en casa los fines de semana. En una ocasión le
pregunté a mi amigo por qué no se quedaron con él y lo escondieron en el
taller, luego del incidente con el policía. Aparte de ser muy juguetón, un tío
suyo, el que tenía más voz y derechos sobre las decisiones del negocio, al
parecer no lo quería.
Cuando Robert entró a la
secundaria, su hermano ya estaba en la prepa y rara vez pedía permiso para
salir. Seguido iban juntos a espiar a Max saliendo de clases.
Desafortunadamente los descubrieron y llamaron a la policía. No les creyeron
que solamente iban a ver al perro y les advirtieron que de volverlos a
encontrar en las mismas circunstancias, llamarían a sus padres, sin antes llevárselos
en la patrulla. Luego la chatarrera simplemente cerró y nunca más volvieron a
saber de su amado ex compañero.
Cuando me acuerdo de Robert, en
mi mente se imprime otra de las fotografías que tapizaban la sala de su casa,
donde salía al lado de sus hermanos; estaba pequeño, no fuerte y hábil para el
fútbol como lo conocí, ni obeso, como lo vi ayer. Tal vez de ocho años,
abrazando a Max, y lo visualizo trepado en una rama gruesa, nostálgico,
contemplando a su fiel amigo, al único que, estoy seguro, amó más que el fútbol
y aquellas novias por las que derramó lágrimas.
Fue mi amigo en una etapa de la
vida donde eres como el centro de atención en todos los lugares donde te
conocieron de chico, porque al superar en estatura a tus padres, se supone que
dejas de ser niño. Los maestros, los amables de entre 30 y 40 años, te
contemplaban con una sonrisa extraña: no de amor ni de burla, simplemente les
alegraba verte. En ese tiempo no entendía –incluso este fenómeno se repitió en
la universidad-, pero ahora quiero pensar que es nostalgia, que en nosotros se
veían a ellos mismos cuando tenían 15, 16 o 21. Creo que es así, porque así
suelo mirar a los chicos que ahora tienen esas edades, y trato de analizar cómo
era yo a mis 15 añitos, e imagino que estoy con mis amigos de aquel entonces,
cuando con nuestra juventud dábamos colorido a las aulas, a nuestras cuadras y
otros lugares; cuando éramos las promesas de un futuro lejano, del cual no
había ninguna prisa por enfrentar. En ese entonces, quienes ahora son chavos de
ahora, seguramente apenas estaban aprendiendo a gatear.
El buen Robert: su perro cuidaba
la chatarra igual de bien que él defendía en los partidos: sin hacer ruido y
con mucha determinación; tan bien, que incluso podrías soñar que eras
profesional jugando en su equipo. Luego de ser descubiertos, Robert me dijo que
lo espiaban desde otro árbol más lejano que sólo les permitía ver un breve
espacio junto a la barda, donde Max se arrinconaba para ser observado por mucho
tiempo.
Al igual que el noble canino, me
alejé de él por un incidente mínimo, insignificante, y de repente se esfumó la
amistad: así suele ser la vida antes de los 20, edad en la no es fácil
enraizarnos ante la voluntad espiritual; nuestro cuerpo exige cambios y volamos
de un lado a otro, porque bajo nuestra perspectiva el mundo es pequeño e
insulso; queremos experimentar toda clase de aventuras, aunque somos ingratos y
exigimos lealtad extrema a quienes nos rodean.
Y después de tanto tiempo, cuando
el destino volvió a juntarnos, Robert y yo nos conformamos con intercambiar un
par de miradas que expresaban que nuestro tiempo de convivir pasó hace mucho
tiempo; a pesar de que rondamos los 30, actuamos igual de inmaduros que cuando
terminamos la prepa. ¿Cómo iba vestido? No lo vi con atención, talvez por miedo
a creer que llevaría un overol manchado de grasa de neumáticos, motores o
alguna otra pieza de carros.
ASR
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