7 de julio de 2017

Un viejo amigo

Un viejo amigo

(Dedicado a mis amigos de la secundaria y de la prepa que no supe apreciar, y a aquellos que en la calle, en las aulas o en algún otro lado me tendieron la mano, me contaron sus secretos, y por andar de 'rockrillo', simplemente no los creí dignos de ser mis compillas).
I

Ayer vi a Robert afuera del templo, luego de más de un lustro sin coincidir. Lo conocí en la secundaria y éramos del mismo grado, sólo que él iba en el grupo “A”, y yo en el “D“. Durante tres años compartimos decenas de partidos de fútbol en el patio de la escuela.

Esta tarde cruzamos miradas por instinto; era un hecho que no quisimos reconocernos. Unos siete u ocho pasos después de pasar a su lado, volteé hacia atrás y pensé en su perro Max, un rottweiler muy gordo pero veloz; que ladraba demasiado, sin ser bravo; que sentí haberme encariñado con él, sin haberlo conocido: sí, suena extraño, pero es verdad. Puedo describirlo porque así lo vi en fotos, y Robert lo nombraba con un tono muy tierno al recordarlo. Antes de hablar de este formidable can, es necesario describir, y recordar con “pelos y señales”, la amistad que me unió con su dueño.
II

Hasta la fecha debo seguir siendo de los delanteros más débiles y fáciles de marcar que ha tenido la Secundaria N, lo que pude contrarrestar con una buena puntería en tiros de larga distancia y velocidad; él era un excelente defensa, capaz de competir con muchachos de grados mayores. Jugaba en una escuela de fútbol de un equipo de primera división, y algunos compañeros aseguraban que era el capitán.

Amaba su lugar en la retaguardia: no era como el clásico niño que juega resignado o molesto cuando se les coloca de medio campo para abajo, y en la primera oportunidad que tiene de adelantar filas, lo hace sin regresar a su posición inicial. Sin ser muy alto, en los centros generalmente ganaba por el aire; aún así, rara vez subía a cabecear cuando su equipo atacaba, solo cuando estaban en desventaja, y llegó a marcar un par de testarazos. Era tan buen defensa, que cuando le anotaban a su equipo, los goles parecían valer el doble.

Cuando ingresé a la preparatoria me dio mucho gusto verlo sentado en una butaca del 1-F, turno vespertino. Él también se mostró conforme con esta unión que el destino nos brindaba, y media hora después, parecía que habíamos sido los mejores amigos durante los tres años de la secundaria. Éramos muy fanáticos del mismo club de fútbol, del máximo exponente del brit-pop y detestábamos desde lo más profundo de nuestras entrañas al reggaetón y al hip-hop.

Con Robert las chicas exageraban. Se impactaban con sus brazos, que si bien lucían cierta musculatura, estaban muy poco anchos; lo mismo con su rostro: sin ser atractivo, tampoco era tan feo como para que le dijeran el “Camarón”, apodo que se le quedó durante los seis semestres, y que contrarrestaba terriblemente con “Roberto Carlos”, como le decíamos en honor al excelso lateral brasileño.

No le importó semejante cambio de identidad. Y es que sabía tratar a cualquier tipo de jovencitas: ñoñas o fresas, e incluso darketas y cholas… aunque luego hablaba mal de ellas. Por eso tuvo muchas novias, hasta tres en un solo semestre. En segundo se olvidó de nuestras conversaciones musicales y de fútbol, y me hablaba más de mujeres; de sus chicas, para ser específico. Si alguna de sus relaciones pasaba por momentos complicados, yo era el primero en saberlo. Incluso lloró un par de ocasiones, cuando terminó con sus únicos dos romances verdaderos.

Fui a su casa al menos unas 20 veces, porque quedaba muy cerca de la prepa y su mamá seguido nos invitaba a comer o a cenar. Él sólo asistió una vez a la mía. Por razones que no explicaré, como en cuarto semestre dejé de jugar fútbol y ahí hubo un leve distanciamiento. Y cuando por fin tuve novia, me reclamó que nunca saliéramos juntos, con nuestras parejas.

Luego se molestó porque me alejé del grupo de amigos que más frecuentábamos… y de él. En quinto semestre nos separaron, ya que debíamos cursar materias optativas a las carreras que queríamos cursar: él ingeniería, yo ciencias de la comunicación. Ya en sexto, él se cambió al turno de la noche, porque además de entrenar fútbol en la mañana, empezó a trabajar en el taller mecánico de su padre, ya que su familia atravesaba una situación económica complicada.

Ayer me impactó su obesidad. Caminaba lento, agarrando de una mano a una niña pequeña, y con la otra a una mujer, quien a su vez cargaba a un bebé. Vi el rostro de su compañera y no me resultó familiar. Robert fue de mis mejores amigos en una época difícil para mí, y quizá la mejor para él: tenía demasiadas amistades, buenas notas escolares, era del agrado de las chicas y, efectivamente, fue muchos años el capitán de un importante equipo de fútbol en las divisiones menores. Así lo arropaba la fortuna hasta antes de cambiarse de turno.

Como un año después de que ingresé a la Universidad, supe que a los 18 lo dieron de baja del equipillo en que militaba, y nunca más se atrevió a volver a jugar a nivel profesional. También me enteré que sus padres se divorciaron, y falleció su hermana mayor: tenía lupus. Algunos conocidos me dijeron que no pudo obtener el título de la preparatoria.

Fue raro saber que no siguió estudiando, porque además de sus “doncellas”, de los partidos y de canciones, en muchas ocasiones me compartió su propósito de ser ingeniero y futbolista a la vez. Cuando hablábamos al respecto, mencionaba con orgullo su determinación por no haber ingresado al bachillerato para especializarse como mecánico; se jactaba de saber lo necesario, pues a este negocio se dedicaban al menos cinco familiares cercanos, y además no quería heredar el oficio. En esos momentos yo me sentía afortunado, porque de haber obedecido a su padre, no habríamos coincido en la prepa. Y también porque era amigo de una persona con propósitos definidos.

III

Como ya mencioné, Robert solía llorar cuando contaba sus penas. Discusiones con las novias, la enfermedad de su hermana, o cuando lo regañó un entrenador al enterarse que bebió con sus compañeros de equipo. Pero el momento que me conmovió más, y no precisamente porque fue cuando más lágrimas derramó y más se le cortó la voz, fue la primera vez que habló de Max.


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Nos contó (estábamos como cinco o seis amigos) que un mal día, Max mordió –intentando jugar- a un niño de la cuadra, hijo de un señor muy déspota y que frecuentemente tenía problemas con los vecinos, por causas insignificantes. Al ser policía, casi nadie se involucraba con él, y el padre de Robert no fue la excepción. 

Para evitar un conflicto mayor regalaron a Max. Lo llevaron con un dentista que tenía un consultorio justo enfrente del taller mecánico. Y es que el día del incidente, por la noche el policía tocó su puerta, y con pistola en mano amenazó con matar al perro. Esto sucedió cuando Robert tenía entre 8 y 9 años. Los fines de semana, el nuevo dueño de Max lo llevaba al taller, para que jugara con sus antiguos amos.

Desafortunadamente el dentista, un señor ya de la tercera edad, enfermó y debió deshacerse de Max, quien terminó sirviendo como guardián de un depósito de chatarra, ubicado como a cinco cuadras del taller. Robert y su hermano mayor juntaban latas de aluminio con la intensión de verlo, pero nunca estaba entre las láminas viejas de automóviles y las botellas de plástico y de vidrio, hasta que un día encontraron cerrado el local (si la memoria no me falla, mi amigo especificó que los dueños salieron de vacaciones).

A su hermano se le ocurrió subirse a un árbol grande, y desde las ramas podían sentarse con facilidad y observar, por encima de la barda, el interior del predio. No era fácil treparse, incluso se raspaban en la corteza, pero ante la posibilidad de encontrarse con Max, era un riesgo que valía la pena tomar.

No se me olvida la expresión de Robert al mencionar que al saludarlo con un silbido, Max dejó de deambular entre los fierros oxidados y se quedó mirándolos, sorprendido y temblando; súbitamente agitó la cola, pero sus patas se tambaleaban, como si fueran de gelatina, o como si en el piso hubiera algún pegamento que le impedía saltar y revolcarse, como lo recibía siempre que regresaba de la primaria.  Después, Max soltó leves chillidos y permaneció fijo.

La ternura que reflejaron sus ojos mientras narró este recuerdo, debió de ser la misma del can aquella vez que se reencontró con sus familiares. ¿Qué habrá pasado por la mente de Max al percatarse que Robert y su hermano mayor lo espiaban por encima del árbol? Me gusta creer que recordó cuando llegó por primera vez a la que fuera su casa por más de 7 años, siendo un cachorrito, o cuando lo llevaron a la playa y le pusieron unos lentos negros, como se veía en una de las fotos que estaban junto al televisor.

Aquél domingo, asegura mi amigo, se quedaron más de una hora arriba, observando a su perro. Llegaron tarde al taller para regresarse a casa y los castigaron. Y como cada domingo sucedía lo mismo, su papá optó por dejarlos en casa los fines de semana. En una ocasión le pregunté a mi amigo por qué no se quedaron con él y lo escondieron en el taller, luego del incidente con el policía. Aparte de ser muy juguetón, un tío suyo, el que tenía más voz y derechos sobre las decisiones del negocio, al parecer no lo quería.

Cuando Robert entró a la secundaria, su hermano ya estaba en la prepa y rara vez pedía permiso para salir. Seguido iban juntos a espiar a Max saliendo de clases. Desafortunadamente los descubrieron y llamaron a la policía. No les creyeron que solamente iban a ver al perro y les advirtieron que de volverlos a encontrar en las mismas circunstancias, llamarían a sus padres, sin antes llevárselos en la patrulla. Luego la chatarrera simplemente cerró y nunca más volvieron a saber de su amado ex compañero.

Cuando me acuerdo de Robert, en mi mente se imprime otra de las fotografías que tapizaban la sala de su casa, donde salía al lado de sus hermanos; estaba pequeño, no fuerte y hábil para el fútbol como lo conocí, ni obeso, como lo vi ayer. Tal vez de ocho años, abrazando a Max, y lo visualizo trepado en una rama gruesa, nostálgico, contemplando a su fiel amigo, al único que, estoy seguro, amó más que el fútbol y aquellas novias por las que derramó lágrimas.

Fue mi amigo en una etapa de la vida donde eres como el centro de atención en todos los lugares donde te conocieron de chico, porque al superar en estatura a tus padres, se supone que dejas de ser niño. Los maestros, los amables de entre 30 y 40 años, te contemplaban con una sonrisa extraña: no de amor ni de burla, simplemente les alegraba verte. En ese tiempo no entendía –incluso este fenómeno se repitió en la universidad-, pero ahora quiero pensar que es nostalgia, que en nosotros se veían a ellos mismos cuando tenían 15, 16 o 21. Creo que es así, porque así suelo mirar a los chicos que ahora tienen esas edades, y trato de analizar cómo era yo a mis 15 añitos, e imagino que estoy con mis amigos de aquel entonces, cuando con nuestra juventud dábamos colorido a las aulas, a nuestras cuadras y otros lugares; cuando éramos las promesas de un futuro lejano, del cual no había ninguna prisa por enfrentar. En ese entonces, quienes ahora son chavos de ahora, seguramente apenas estaban aprendiendo a gatear.

El buen Robert: su perro cuidaba la chatarra igual de bien que él defendía en los partidos: sin hacer ruido y con mucha determinación; tan bien, que incluso podrías soñar que eras profesional jugando en su equipo. Luego de ser descubiertos, Robert me dijo que lo espiaban desde otro árbol más lejano que sólo les permitía ver un breve espacio junto a la barda, donde Max se arrinconaba para ser observado por mucho tiempo.

Al igual que el noble canino, me alejé de él por un incidente mínimo, insignificante, y de repente se esfumó la amistad: así suele ser la vida antes de los 20, edad en la no es fácil enraizarnos ante la voluntad espiritual; nuestro cuerpo exige cambios y volamos de un lado a otro, porque bajo nuestra perspectiva el mundo es pequeño e insulso; queremos experimentar toda clase de aventuras, aunque somos ingratos y exigimos lealtad extrema a quienes nos rodean.

Y después de tanto tiempo, cuando el destino volvió a juntarnos, Robert y yo nos conformamos con intercambiar un par de miradas que expresaban que nuestro tiempo de convivir pasó hace mucho tiempo; a pesar de que rondamos los 30, actuamos igual de inmaduros que cuando terminamos la prepa. ¿Cómo iba vestido? No lo vi con atención, talvez por miedo a creer que llevaría un overol manchado de grasa de neumáticos, motores o alguna otra pieza de carros.


ASR

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