23 de abril de 2018

Allá en "mi" norte

Quedé mareado luego de más de dos horas de camino entre enormes nubes de polvo y las interminables curvas de la brecha que conducen al destino que me dirigía. Poco después me dormí. Al abrir los ojos y ver lo que sucedía, creí estar repitiendo aquel constante sueño en el que viajo no sé si a África o a Arabia, pero estoy entre mercaderes, en un entorno repleto de antigüedad, como si se tratara de un viaje por el tiempo.

Es que la tierra, un tanto arenosa y su color, de algún tono entre amarillo y anaranjado, me hizo pensar que podría estar en cualquier punto del inmenso desierto del Sahara, un par de siglos atrás; pero la piel morena de las personas que ahí estaban, junto con sus vestimentas coloridas, me resultaron muy familiares y comprobé que ya había despertado en algún recóndito lugar de mi bello estado de Jalisco, en pleno abril de 2018. Pueblo Nuevo, para ser precisos, una localidad de Colotlán, en la zona norte.



Miré hacia atrás y quise bajarme de inmediato, pero, para mi mala fortuna, no era ese el primer punto al que debíamos llegar, y con cierta decepción contemplé cómo me alejaba lentamente de aquel panorama excepcional, que parecía un paisaje habitual de la comunidad wixárica. El automóvil avanzó unos minutos más, talvez 5 o 20, no puedo recordarlo… es quedé atónito con lo que había visto, porque es lo más similar a mis fantasías oníricas.

Sentí un gran alivio al arribar al sitio de reunión, un espacio techado pero sin bardas, donde nos recibió un tipo chaparrito y moreno, cuyos rasgos y voz se parecían más a los de un tapatío que a los de un huichol y quien, por su discurso, supuse que conocía a muchos de los habitantes de ahí, así como los detalles más referentes o primordiales de la región norte. Él Nos indicó dónde y cuándo podíamos grabar y tomar fotos. Le pregunté qué era el sitio que vi atrás, y si se celebraba una festividad o algo similar, y quiénes eran todas esas personas.



Me contó que simplemente eran comerciantes ofreciendo sus productos, aprovechando que viajaron comunitarios de distintos puntos de la zona, y que ese lugar, llamado Pueblo Nuevo I, en realidad es una población fantasma; que, debido a la escasez de agua y otros problemas, sus habitantes se mudaron a Pueblo Nuevo II, donde nos encontrábamos en ese momento.

Desafortunadamente no pude corroborar esa información. Enseguida nos fuimos a "Pueblo Nuevo I" o Santa Catarina, donde se realizó un acto de campaña electoral, la razón de mi visita a esos rumbos remotos. En efecto, presencié que las personas que vi momentos antes vendían pollos, cobijas, elotes, ropa... de todo, menos artesanías: estaban preparados para comerciar entre ellos y no con turistas. La plática la iniciaron las autoridades de varias comunidades indígenas, la mayoría cercanas, aunque algunas se jactaron que tardaron más de 13 horas para llegar, sin precisar el medio de transporte empleado en su travesía.



El calor era intenso. Entre la multitud observé los bordados de los pantalones y camisones de los asistentes, como tratando de indagar algún significado. Había dibujos de venados en tonos cafés y azules sobre la tela blanca, pero me llamó la atención un individuo que tenía águilas anaranjadas, el único que entendí, pero ni caso tiene explicarlo. También vi un morral de las Chivas bastante peculiar. De repente sentí un empujón. Quien lo realizó ni siquiera se dignó a mirarme, caminó a paso firme, casi como un soldado, y se reunió junto con los oradores y liderazgos. Minutos después lo presentaron como el “comisariado de bienes comunales”, no recuerdo de dónde.

El trato descortés hacia algunos de nosotros los foráneos continuó. Nos dijeron que si tomábamos fotos iban a meternos a la cárcel, y recordé que a los huicholes que venden artesanías en el Centro de Guadalajara les incomoda que la gente se acerque y se retrate con ellos. Fui a una tiendita y durante los dos o tres minutos que estuve haciendo fila para pagar unas galletas y una botella de agua, bastante caliente porque no servía el refrigerador, ningún comprador tuvo la obligación de dar las gracias luego de pagar por un producto, ni la falsa “cortesía” de decir “con permiso” al pasar.



Tanta “hostilidad” es normal en estas tierras donde, quienes llegan desde fuera, suelen hacerlo para robarlos, explotarlos o, en menor medida, ofenderlos por sus creencias y aspecto físico. Deben reaccionar del mismo modo en que los tratan, y además, el estilo de vida en ese lugar no se presta para tratos mundanos e hipócritas.

En su territorio me sentí ignorante, y me dio hasta rabia pensar que cuando escucho un discurso en inglés puedo captar el mensaje básico; que incluso conozco dos o tres palabras del náhuatl, pero de la lengua que ellos hablan, la Wixárika, la natural de mi estado, sólo capté el “pues”, que usan bastante, y quiero pensar que significa lo mismo que en español o castellano.

Soy ignorante, porque es un idioma o dialecto, como quieran llamarle, de mi región; ignorante, porque desconozco cuál es su estructura de gobierno y educativa: me han dicho que se niegan y rechazan la construcción de escuelas, pero sigo pensando que es una respuesta de muchos para nada más lavarse las manos y hacerse de la vista gorda. Es lo que sucede cuando no estudias a fondo y te conformas con información simplona y con los murmullos de los demás.

Antes de llegar a Pueblo Nuevo, durante los minutos donde no sólo se veía la polvareda que levantaron las camionetas que transitaban adelante y detrás de nosotros, pensé que desde que vivía en Chiapas, hace ya 20 años, no recorrí carreteras tan feas, llenas de tierra, curvas y espacios muy reducidos y peligrosos, pero contemplé horizontes similares, de autóctonos con vestimentas coloridas y de mujeres más trabajadoras que los hombres, quienes solían quedarse en casa para ver los dos o tres canales de televisión que recibía la antena o simplemente emborracharse. O bien ambas.

Entre árboles y pequeñas casas, con fachadas muy humildes la mayoría, observé a decenas de niños andando descalzos o con huaraches, algunos con ligeras manchas pálidas en su rostro moreno, pero que no dudaban en regalarte una sonrisa, dan chispas de alegría al entorno. No parecían ser familiares o miembros de la misma sociedad de los adultos que los acompañaban, hombres y mujeres con cara ruda, bastante lastimada por el sol y la miseria. Nada que ver con los artesanos que allá en Guadalajara venden sus productos de chaquira. Ese es el principal resultado del abandono.



También me llamaron la atención varias parejas muy jóvenes, en las que ambos amantes parecían quinceañeros, con su vestimenta blanca clásica de los huicholes, agarradas de la mano, con una pose y comportamiento más de esposos que de novios. Algunas de las chicas estaban preñadas.

En los distintos sitios que estuve vi pocas tiendas, todas con los refrigeradores infestados de cervezas y coca colas; el vicio y la globalización sí lograron asentarse en aquellos cerros occidentales cafés y enlamados en tonos verdosos y morados, los mismos que no pudieron escalar hace 500 años los conquistadores españoles, quienes describieron a los pobladores de Nayarit, Zacatecas y el norte de Jalisco como muy hábiles para esconderse y atacar por la espalda, contrario a las demás tribus y civilizaciones de Mesoamérica, siempre valientes, dando la cara y luchando de frente.

Hacía tanto tiempo que no sentía tan inútil. Es que en gran parte del norte jalisciense no hay señal satelital. Ni de teléfono ni de internet. Estaba avergonzado por pensar en el juego de la Champions League entre Juventus y Real Madrid, mientras percibía cómo se desenvuelve mucha gente que padece de servicios de luz, agua y atención médica.

Es verdad que esos paisajes semiáridos no son mi lugar, como tampoco deberían de serlo los bares y las tiendas deportivas donde venden tenis importados y jerseys de clubes europeos que no conozco la ciudad a la que pertenecen.



Cierto es que ellos no son mi gente, duele reconocerlo: no podríamos hablar de música, porque allá no se escucha rock en inglés; tampoco de religión, porque los hay muy guadalupanos y no comprendo sus ritos, ni conozco sus lugares sagrados; tampoco podríamos opinar de literatura, porque desconozco si tienen escritores, oradores, o si existen novelas o cuentos donde sus mitos y costumbres sean protagónicos.

Eso sí, fue un viaje cósmico y espero algún día conocer más de ellos, y que ellos conozcan más de sus paisanos jalisquillos, los fresas, cholos, buchones y hippies; de esos que hay por doquier en la Perla Tapatía, en Los Altos, en Puerto Vallarta o en Ciudad Guzmán y que dicen quererlos e idolatrarlos sólo por el peyote, aunque no les quede claro el uso que le dan y se conforman con escuchar rumores y explicaciones a medias, como yo lo hice.

No sé cómo describir ese sentimiento que se apoderó de mí hace ya tres semanas, con mi mente repleta de teorías filosóficas y existenciales. Siempre había querido conocer este lugar y comprobé que, como decía en mi libro de tercer grado de primaria, en Jalisco sí hay desiertos. Quizá no tan imponentes como los de Durango, Sonora y Chihuahua, pero al fin desierto con coyotes, correcaminos y gatos salvajes que se desenvuelven en un paisaje digno de contemplarse en tren, pero al parecer hay caminos sagrados que ellos no quieren que se toquen.

En este sitio, las nubes de polvo y el intenso sol irritan los ojos, pero no lo suficiente para evadir la realidad, porque el colorido de sus ropas y artesanías nos dilatan las pupilas para analizar otras realidades y otros estilos de vida.

ASR

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