Quedé mareado luego de más de dos
horas de camino entre enormes nubes de polvo y las interminables curvas de la
brecha que conducen al destino que me dirigía. Poco después me dormí. Al abrir
los ojos y ver lo que sucedía, creí estar repitiendo aquel constante sueño en
el que viajo no sé si a África o a Arabia, pero estoy entre mercaderes, en un
entorno repleto de antigüedad, como si se tratara de un viaje por el tiempo.
Es que la tierra, un tanto
arenosa y su color, de algún tono entre amarillo y anaranjado, me hizo pensar
que podría estar en cualquier punto del inmenso desierto del Sahara, un par de
siglos atrás; pero la piel morena de las personas que ahí estaban, junto con
sus vestimentas coloridas, me resultaron muy familiares y comprobé que ya había
despertado en algún recóndito lugar de mi bello estado de Jalisco, en pleno
abril de 2018. Pueblo Nuevo, para ser precisos, una localidad de Colotlán, en
la zona norte.
Miré hacia atrás y quise bajarme
de inmediato, pero, para mi mala fortuna, no era ese el primer punto al que
debíamos llegar, y con cierta decepción contemplé cómo me alejaba lentamente de
aquel panorama excepcional, que parecía un paisaje habitual de la comunidad
wixárica. El automóvil avanzó unos minutos más, talvez 5 o 20, no puedo
recordarlo… es quedé atónito con lo que había visto, porque es lo más similar a
mis fantasías oníricas.
Sentí un gran alivio al arribar
al sitio de reunión, un espacio techado pero sin bardas, donde nos recibió un tipo
chaparrito y moreno, cuyos rasgos y voz se parecían más a los de un tapatío que
a los de un huichol y quien, por su discurso, supuse que conocía a muchos de los
habitantes de ahí, así como los detalles más referentes o primordiales de la
región norte. Él Nos indicó dónde y cuándo podíamos grabar y tomar fotos. Le
pregunté qué era el sitio que vi atrás, y si se celebraba una festividad o algo
similar, y quiénes eran todas esas personas.
Me contó que simplemente eran
comerciantes ofreciendo sus productos, aprovechando que viajaron comunitarios
de distintos puntos de la zona, y que ese lugar, llamado Pueblo Nuevo I, en
realidad es una población fantasma; que, debido a la escasez de agua y otros
problemas, sus habitantes se mudaron a Pueblo Nuevo II, donde nos encontrábamos
en ese momento.
Desafortunadamente no pude
corroborar esa información. Enseguida nos fuimos a "Pueblo Nuevo I" o Santa Catarina, donde se realizó un acto de campaña electoral,
la razón de mi visita a esos rumbos remotos. En efecto, presencié que las personas que vi momentos antes vendían pollos, cobijas, elotes, ropa... de todo, menos artesanías: estaban preparados para comerciar entre ellos y no con turistas. La plática la iniciaron las
autoridades de varias comunidades indígenas, la mayoría cercanas, aunque
algunas se jactaron que tardaron más de 13 horas para llegar, sin precisar el
medio de transporte empleado en su travesía.
El calor era intenso. Entre la
multitud observé los bordados de los pantalones y camisones de los asistentes,
como tratando de indagar algún significado. Había dibujos de venados en tonos
cafés y azules sobre la tela blanca, pero me llamó la atención un individuo que
tenía águilas anaranjadas, el único que entendí, pero ni caso tiene explicarlo.
También vi un morral de las Chivas bastante peculiar. De repente sentí un
empujón. Quien lo realizó ni siquiera se dignó a mirarme, caminó a paso firme,
casi como un soldado, y se reunió junto con los oradores y liderazgos. Minutos
después lo presentaron como el “comisariado de bienes comunales”, no recuerdo
de dónde.
El trato descortés hacia algunos
de nosotros los foráneos continuó. Nos dijeron que si tomábamos fotos iban a
meternos a la cárcel, y recordé que a los huicholes que venden artesanías en el
Centro de Guadalajara les incomoda que la gente se acerque y se retrate con
ellos. Fui a una tiendita y durante los dos o tres minutos que estuve haciendo
fila para pagar unas galletas y una botella de agua, bastante caliente porque
no servía el refrigerador, ningún comprador tuvo la obligación de dar las
gracias luego de pagar por un producto, ni la falsa “cortesía” de decir “con
permiso” al pasar.
Tanta “hostilidad” es normal en
estas tierras donde, quienes llegan desde fuera, suelen hacerlo para robarlos,
explotarlos o, en menor medida, ofenderlos por sus creencias y aspecto físico.
Deben reaccionar del mismo modo en que los tratan, y además, el estilo de vida
en ese lugar no se presta para tratos mundanos e hipócritas.
En su territorio me sentí
ignorante, y me dio hasta rabia pensar que cuando escucho un discurso en inglés
puedo captar el mensaje básico; que incluso conozco dos o tres palabras del
náhuatl, pero de la lengua que ellos hablan, la Wixárika, la natural de mi
estado, sólo capté el “pues”, que usan bastante, y quiero pensar que significa
lo mismo que en español o castellano.
Soy ignorante, porque es un
idioma o dialecto, como quieran llamarle, de mi región; ignorante, porque
desconozco cuál es su estructura de gobierno y educativa: me han dicho que se
niegan y rechazan la construcción de escuelas, pero sigo pensando que es una
respuesta de muchos para nada más lavarse las manos y hacerse de la vista
gorda. Es lo que sucede cuando no estudias a fondo y te conformas con
información simplona y con los murmullos de los demás.
Antes de llegar a Pueblo Nuevo,
durante los minutos donde no sólo se veía la polvareda que levantaron las
camionetas que transitaban adelante y detrás de nosotros, pensé que desde que vivía
en Chiapas, hace ya 20 años, no recorrí carreteras tan feas, llenas de tierra,
curvas y espacios muy reducidos y peligrosos, pero contemplé horizontes
similares, de autóctonos con vestimentas coloridas y de mujeres más
trabajadoras que los hombres, quienes solían quedarse en casa para ver los dos
o tres canales de televisión que recibía la antena o simplemente emborracharse.
O bien ambas.
Entre árboles y pequeñas casas,
con fachadas muy humildes la mayoría, observé a decenas de niños andando
descalzos o con huaraches, algunos con ligeras manchas pálidas en su rostro
moreno, pero que no dudaban en regalarte una sonrisa, dan chispas de alegría al
entorno. No parecían ser familiares o miembros de la misma sociedad de los
adultos que los acompañaban, hombres y mujeres con cara ruda, bastante
lastimada por el sol y la miseria. Nada que ver con los artesanos que allá en
Guadalajara venden sus productos de chaquira. Ese es el principal resultado del
abandono.
También me llamaron la atención
varias parejas muy jóvenes, en las que ambos amantes parecían quinceañeros, con
su vestimenta blanca clásica de los huicholes, agarradas de la mano, con una
pose y comportamiento más de esposos que de novios. Algunas de las chicas
estaban preñadas.
En los distintos sitios que
estuve vi pocas tiendas, todas con los refrigeradores infestados de cervezas y
coca colas; el vicio y la globalización sí lograron asentarse en aquellos
cerros occidentales cafés y enlamados en tonos verdosos y morados, los mismos que
no pudieron escalar hace 500 años los conquistadores españoles, quienes describieron
a los pobladores de Nayarit, Zacatecas y el norte de Jalisco como muy hábiles
para esconderse y atacar por la espalda, contrario a las demás tribus y
civilizaciones de Mesoamérica, siempre valientes, dando la cara y luchando de
frente.
Hacía tanto tiempo que no sentía
tan inútil. Es que en gran parte del norte jalisciense no hay señal satelital. Ni de teléfono ni de internet. Estaba avergonzado por pensar en el juego de la Champions
League entre Juventus y Real Madrid, mientras percibía cómo se desenvuelve
mucha gente que padece de servicios de luz, agua y atención médica.
Es verdad que esos paisajes
semiáridos no son mi lugar, como tampoco deberían de serlo los bares y las
tiendas deportivas donde venden tenis importados y jerseys de clubes europeos
que no conozco la ciudad a la que pertenecen.
Cierto es que ellos no son mi
gente, duele reconocerlo: no podríamos hablar de música, porque allá no se
escucha rock en inglés; tampoco de religión, porque los hay muy guadalupanos y
no comprendo sus ritos, ni conozco sus lugares sagrados; tampoco podríamos
opinar de literatura, porque desconozco si tienen escritores, oradores, o si
existen novelas o cuentos donde sus mitos y costumbres sean protagónicos.
Eso sí, fue un viaje cósmico y
espero algún día conocer más de ellos, y que ellos conozcan más de sus paisanos
jalisquillos, los fresas, cholos, buchones y hippies; de esos que hay por
doquier en la Perla Tapatía, en Los Altos, en Puerto Vallarta o en Ciudad
Guzmán y que dicen quererlos e idolatrarlos sólo por el peyote, aunque no les
quede claro el uso que le dan y se conforman con escuchar rumores y
explicaciones a medias, como yo lo hice.
No sé cómo describir ese sentimiento que se
apoderó de mí hace ya tres semanas, con mi mente repleta de teorías filosóficas
y existenciales. Siempre había querido conocer este lugar y comprobé que, como
decía en mi libro de tercer grado de primaria, en Jalisco sí hay desiertos.
Quizá no tan imponentes como los de Durango, Sonora y Chihuahua, pero al fin
desierto con coyotes, correcaminos y gatos salvajes que se desenvuelven en un
paisaje digno de contemplarse en tren, pero al parecer hay caminos sagrados que
ellos no quieren que se toquen.
En este sitio, las nubes de polvo
y el intenso sol irritan los ojos, pero no lo suficiente para evadir la
realidad, porque el colorido de sus ropas y artesanías nos dilatan las pupilas
para analizar otras realidades y otros estilos de vida.
ASR
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