28 de diciembre de 2018

Mi Liverpool

En mi último día en Liverpool me paré frente a un muelle del Albert Dock. Caminé más de una hora y vislumbré el panorama porque quería convencerme, o encontrar argumentos contundentes que me permitieran comparar esta mítica ciudad inglesa con el sitio donde nací.

Evoqué recuerdos y mi mente viajó a Puerto Vallarta. No fue sencillo porque el aire, que soplaba a paso lento pero pegaba con fuerza, estaba tan helado que me quemó los cachetes. No exagero. ¿Algún día usaré bufanda, pants, gorro y chamarra en mi bello pueblito? Seguro que no. En aquel momento, finales de septiembre de este extraordinario 2018, estaría derritiéndome. ¿Se puede comparar a las playas celestes y cálidas del malecón y al delgado Río Cuale, de color café lodo, con el Río Mersey y el Atlántico, que parecieran ser una masa uniforme azul-grisácea, por así describirla, en todos los sentidos? Imposible.

Panorama desde el muelle del Albert Dock (Instagram)

Le encontré más parecido con Guadalajara, donde vivo desde hace 18 años: industrializada, gente interesante, bonita y que, a pesar de tanta mezcla cultural, se niega a perder sus raíces y su esencia; su principal arma en esta batalla contra la globalización es el dialecto “scause”, extremadamente gutural, que por momentos crees estar en Alemania y no en el Reino Unido.

Predominan las personas rubias, pelirrojas y caucásicas ante los afroeuropeos, filipinos, indios, chinos, coreanos y demás asiáticos que arrasan en ciudades más grandes como Londres, Manchester y Birmingham. Así como en Jalisco nos vanagloriamos del mariachi, el tequila y las Chivas, en Liverpool presumen a muerte a los Beatles y a sus Reds.

Al igual que en la Perla Tapatía, rápido identifican a un turista y me sentí el bicho raro de la ciudad, como esos gringos güeros de ojos azules y apellido anglosajón que caminan por los alrededores del Mercado San Juan de Dios y el Cultural Cabañas. Durante la semana que estuve en este frío puerto, a diario necesité orientación, ya sea dentro de un centro comercial o para tomar un camión, y no fue fácil, pero las personas tenían la paciencia para explicarme con señas y palabras más inglesas y menos scause.

Después de auxiliarme preguntaban por mi origen. Yo les respondía con mi acento natural: “de México… I´m from México”.  -“¿where?... ¿Morocco?... ¿Monaco?... ¿Malta?... (lo pronuncian Mooolto)”.
-“No, de Mecsicoou, from México”… -“Ah, Mexicuo!... Nice!”

Me molesta demasiado que le digan Mexicou a mi país, quizá porque me recuerda a los gringos (los londinenses lo pronuncian muy suave y con “s”: Miísico).  

Aquel último día, mientras contemplaba las cadenas repletas de candados, moda impuesta por el escritor italiano Federico Moccia, me invadió la nostalgia. ¿Cuál nombre podría escribir en un candado antes de lanzar la llave al agua? Quizá ninguno, realmente, porque en ese preciso momento, más que pensar en alguien especial, sentía más coraje y arrepentimiento que melancolía, por no haberme atrevido a cruzar el gran charco antes, durante mi primera juventud. El miedo al desafío y al fracaso generó una indiferencia mayúscula a mis sueños, y me sentí triste.

Entonces cerré los ojos y sonreí porque recordé que, al gran José Alfredo, un arriero le dijo que lo importante es saber llegar. Contemplé cuál o cuáles nombres rayaría sobre un candado. Debería ser alguien especial, capaz de acompañarme en ese momento. Honestamente, no pensé en alguien… no en alguna alma que ya se fue: más bien me imaginaba acompañado de seres que aún viven… aunque siendo honestos, preferí haber estado solo, porque se trataba de una excursión para conocerme mejor, y poco importaba no tener un candado con dedicatoria.


Los famosos candados (Instagram)

Estaba contento por haber recorrido aquellas calles en las que crecieron John Lennon y Steven Gerrard, de escuchar música agradable por todos lados y ver gimnasios de boxeo, donde probablemente llegaron a entrenar los hermanos Liam, Callum, Stephen y Paul Smith, Tony Bellew, Joseph Parker o Rocky Fielding.

Pero lo más bello, sublime e inigualable fue presenciar Anfield Stadium: ese fue el objetivo de mi viaje que soñé desde niño, el motivo por el cual me atreví a irme enfermo, a pagar hasta cuatro veces más el costo original de un boleto para entrar a la casa de mi equipo preferido y con nada podía cambiarse.

Un día antes aterricé en Manchester pensando en mi templo futbolero. Hacía un frío del demonio, debido a un huracán en Irlanda. Llevaba una maleta mediana, una cobija más una mochila repleta de medicina. Completamente aterido tomé un tren y para mi mala fortuna empezó a chispear unos 10 minutos antes de llegar a Lime Street, el último destino de la travesía a la ciudad de Liverpool.

Primer día 

Afortunadamente no me falló la respiración y, como buena ciudad primermundista, la estación de camiones se encuentra enfrente de la terminal de tren. Tomé el número 17, una de las tantas rutas que conducen a Anfield Road, talvez el destino más solicitado de la metrópoli, pues hay quienes dicen que se cuentan por cientos los visitantes que llegan cada semana exclusivamente para ver un juego del Liverpool Football Club. Y sí lo creo. De verdad es monstruoso el fervor que despierta mi amado club.

Bajé del bus frente a la casa de mis Reds y me sorprendió lo pequeño que es. Sabía que no supera la capacidad de 50 mil asistentes; aún así contemplaba un inmueble capaz de albergarnos a los millones de fanáticos que somos alrededor de todo el mundo. Apenas y caía agua pero había un miedo inmenso por enfermarme, así que esperé junto a las ventanillas donde se venden boletos para los partidos y recorridos al interior del estadio, donde me resguardé bajo la cornisa de una ventana hasta que las gotas se intensificaron.
Fue así que entré a la tienda. Compré dos jerseys, una pluma, un llavero y no recuerdo qué más. Detecté de inmediato el dialecto scouse, y de fondo sonaba esa canción que se popularizó a inicios de año que dice: “Salah, tarararararaaa, oh, Mane Mane, tarararararaa”, como si se estuviera cantando la clásica oldie “Sugar, sugar”.

Al salir seguía lloviendo y el cielo permanecía totalmente nublado. Tomé un taxi rumbo al cuarto que renté en Airbnb.  No tiene caso hacer mención del bochornoso choque cultural que tuve con los filipinos donde me hospedé. Mejor continuaré con lo acontecido aquel sábado 22 de septiembre, a las 15:30 locales, del partido contra Southampton. Fui al lugar donde acordaron entregarme un boleto, que resultó ser una tarjeta de entrada de un tal “Mrs Frances Robinson”, en el área Kop Grandstand.  

Pese al frío se vivía una fiesta en los alrededores de Anfield Road: los pubs a reventar, el “Allez Allez Allez” se entonaba a cada rato, y justo frente a la estatua de Bill Shankly se presentaba una banda de rock, que me hizo latir el corazón cuando después de una canción desconocida tocaron “Town called Malice”, un himno ochentero y que desde hace dos años reproduzco en el teléfono o en la computadora al menos una vez al mes. Otro clásico que también presencié en vivo por un grupo local, pero que por algún desconocido motivo ya no escucho tan seguido, es “Here Comes the Sun”, una de mis canciones preferidas y que sonaba desde mis neuronas a partir de enero, momento en que decidí comprar el viaje y me imaginaba caminando en Liverpool.


Here comes the sun


No existen palabras, ni suficiente cursilería, para describir lo que sentí al contemplar el campo de Anfield. Cierto es que ya no era la misma emoción porque ya no está ninguno de los grandes ídolos que soñé ver en vivo vistiendo el jersey rojo; han pasado muchos años y Owen y Gerrard ya están retirados; Fernando Torres se encuentra en el ocaso de su carrera y Suárez, al igual que el “Niño”, nos abandonó en su mejor momento futbolístico.
Tampoco quedan guerreros sólidos como Jamie Carragher o Daniel Agger y, por si fuera poco, Mohamed Salah demuestra que si brilló en el nivel más alto hasta los 25 años y no a las 17 como Messi o CR7, es porque, si bien no es un “One season wonder” como muchos aseguran, difícilmente mantendrá ese nivel por muchos años: más bien es semejante a una súper estrella que no es constante, como Zlatan Ibrahimovic, Neymar, Kaká y mil más que parecían ser inmortales por sus jugadas bellas y goles de antología, y por equis o ye razón bajaron su nivel considerablemente. Eso creo y deseo de todo corazón equivocarme, porque el “Egyptian King” es mi jugador preferido de la actualidad.


¡Anfield!

En este equipo no hay ídolos que sean el gran referente: un día la figura es Mané, el siguiente compromiso lo es Firmino y hasta Wijnaldum puede figurar como jugador del partido; en este esquema el motor y principal estrella es el estratega Jurgen Klopp. Contamos con Virgil Van Dijk, un central con una fina clase nunca antes visto en los pasillos de Anfield, que se rompe el alma cada juego demostrando por qué prefirió venir a Merseyside en lugar del Manchester City, que desquita cada una de las 65 millones de libras esterlinas que costó y que, estoy seguro, muy pronto será el capitán. Lo digo por la forma en que lo vi ordenar cada línea de la cancha en aquella inolvidable tarde inglesa, correspondiente a la jornada 6 de la Premier League.

Y si bien ya no existen los kamikazes como Agger o Carragher, es porque ya no necesitamos estar rezando cada fin de semana para ganar por un gol o por no dejarnos empatar: ya hay más ideas y clase en el once inicial y también en la banca, lo cual ha sido un arma fundamental para ganar la liga, tal como lo hicieron Arsenal, Manchester United y Chelsea durante la década pasada, lo mismo que para consolidar una hegemonía como la que buscan construir los Citizens.

Aún así Andy Robertson, James Milner, Jordan Henderson y Trent Alexander-Arnold dejan el corazón al disputar la pelota. Un caso especial es el de Xerdan Shaquiri, quien en lo poco que ha jugado ha marcado diferencia; poco a poco la gente corea su nombre y pronto se escucharán himnos en referencia a él. Ahora que lo digo, fue bellísimo sentir en Anfield cómo se canta el nombre de un futbolista cada que realizaba una jugada importante o tocaba el balón cerca del área. Muy gracioso es cómo le dicen al 9 brasileño “Bobby Fomíno”.

Todos estos cracks están a un solo paso de la grandeza, la cual quedó eclipsada en la pasada final de la Champions League, cuyo desenlace ni caso tiene mencionar (Fuck you, Ramos and Karius!), aunque sí me asusta que el meta Allison, que del poco ataque que recibe tapa casi todo, ha cometido graves errores en al menos cuatro anotaciones. En fin, hay que tenerle fe.

En las gradas de The Kop volví a reír al recordar que toda esta pasión comenzó con aquel contragolpe de Michael Owen, quien tras un excepcional pase de David Beckham, dribló a Roberto Ayala y otro defensa argentino en el Mundial de Francia 98. Yo tenía 10 años y era mi primer juego como fanático del fútbol internacional y no tenía la más remota idea de lo insignificante que es “El niño Maravilla” ante la historia del Liverpool. En ese entonces todo mundo amaba a Ronaldo, el “Fenómeno”, y Zinedine Zidane se apuntaba como la figura de la Copa. Pero a mí me maravilló el atacante de los Tres Leones.

Después de Liverpool me fui a Londres, lo cual no tenía contemplado porque no quería estar en una ciudad inmensa, que es referente de los viajeros fresas. Pero al no poder ir a Escocia ni a Irlanda por recomendación médica opté por aprovechar que se disputaría un juegazo ante Chelsea, en busca de consolidarse como líderes. No pude entrar, fue triste conocer el racismo de un gran sector de hinchas, y peor aún el fraudulento negocio de la reventa en línea. Pero lo más triste fue no poder ver desde las gradas el golazo de Daniel Sturridge con el que se empató el marcador antes de concluir el partido.

El último día en la isla Bretaña lo pasé en Manchester, que se asemeja a Guadalajara en más aspectos que Liverpool, principalmente porque también está en el oeste, no es costa y el aeropuerto se localiza en el sur de la ciudad. Además la actitud rebelde de un poeta-vagabundo, que se presentaba con una carpeta titulada “Homeless but still human” me recordó a un par de amigos y conocidos.

De la ciudad de los hermanos Gallagher me sorprendió la gran cantidad de grafitis, la nula seguridad en el metro pese a las advertencias de ser multado si no pagaste el ticket, la rivalidad entre el United y el City se percibe por doquier y hay toda clase de asiáticos de ojos rasgados, desde algunos casi rubios y ojiverdes, hasta algunos muy morenos, con ciertas facciones afro. Me hospedé en Gatley, poblado que queda a 5 minutos del aeropuerto, con una familia de coreanos, gente muy trabajadora y amable. La casa es hermosa, como la mayoría de esa región. Extrañamente en el centro no vi tantas manifestaciones musicales como en Liverpool y Londres, a pesar de que en Manchester surgieron grandes agrupaciones que han marcado tendencia, como The Stone Roses, The Smiths y por su puesto Oasis.

Quedé sorprendido porque los ingleses no son tan fríos como los pintan en muchos lugares y como creí que serían. O al menos no los que conocí. Tenía la idea de que el fútbol era mera distracción, pero es mucho más que eso. Desde luego que hay un amplio sector que lo sigue de lejos, que sólo se interesa por el balón de gajos durante el mundial. Aman a su país, comprenden que la situación global es grave y asumen la culpa histórica que tienen al haber invadido prácticamente todos los rincones del planeta: basta con ver el centro de Londres infestado de monumentos bélicos. No les incomoda que los anuncios publicitarios de tv los protagonicen personas con ojos rasgados o de piel más oscura que la mayoría de su población. Les gusta ser visitados y explicar su historia: en ningún momento me sentí un invasor. También fue sorprendente escuchar por todos lados música de Bob Marley.

Es imposible olvidar breves encuentros amistosos, como a la dulce señora londinense de unos cincuenta años, rubia y de lentes, de cabello a la altura de los hombros, al estilo He-Man o Willy Wonka, que me explicó qué rutas tomar para ir al Big Ben y al London Bridge. Charlamos más de 5 minutos y cuando el chofer no me permitió subir porque el pasaje sólo funciona vía prepago, ella se ofreció a pagar con su tarjeta, aunque tampoco se la recibieron porque el conductor está inhabilitado a hacerlo. Le expliqué que sabía llegar a la estación del Tren de Fulham Broadway, la cual estaba a siete u ocho cuadras, y nos despedimos con una sonrisa mutua en los ojos. Otra mujer mayor, Nora, con quien me hospedé, me comentó que en su juventud, allá a inicios de los 80’s, viajó con su entonces novio y hoy ex esposo a México y que sólo conoció un lugar pero quedó encantada: Puerto Vallarta, mi pueblito, y le presumí que tengo el privilegio de haber nacido allí.

Liverpool es la más pequeña de las principales urbes de Inglaterra, talvez por ese detalle la considero la mejor. Quedé enamorado de sus meseras rubias, en específico la del Café Nero que acarició mi hombro luego de decir con gran dificultad "mucho gusto" cuando le respondí que soy mexa; de sus cantantes urbanos y de sus niños alegres y bromistas, y me fui feliz porque conocí a la gente que habita esta ciudad que siempre me enajenó un tanto; mientras esperaba el tren para Londres, un señor ya mayor, empleado de la terminal, vio mi bufanda roja y se burló porque mi equipo no es campeón desde hace más de un cuarto de siglo. En eso llegó un amigo suyo y le reviró: ¡dile a cuál equipo le vas! Riéndose explicó que su equipo es de color azul… ¡el Everton! Agregó que lo único bueno del Chelsea es que visten azul. Y volvió a burlarse porque los blues londinenses nos eliminaron de la Copa Carabao a media semana.

De hecho vi ese partido que perdimos 2-1 en un pub genial llamado “The Church”, ubicado a dos cuadras de Anfield Stadium y, tal cual, es una iglesia: su arquitectura por dentro y fuera, las sillas, las alfombras y ventanales parecen que en lugar de fanáticos de fútbol, quienes llegarán a este lugar son monaguillos y curas. Fue todo un espectáculo porque me comí una hamburguesa y tomé agua. Curioso fue que al llegar estaba a reventar y debí sentarme en el suelo para comer, pero 10 minutos antes del arranque del juego todo mundo se fue: los clientes son los mismos fanáticos que van al estadio, y quienes no tienen ticket no eligen un bar o cantina: suelen irse a un restaurante.


The Church

Cuando sonó el silbatazo final, The Church y los otros pubs de alrededor volvieron a llenarse. Vi muchos rostros que habían estado aquí hace dos horas. Por las calles las personas debatían las jugadas tácticas claves que significaron haber sido eliminados por los Blues: mujeres, hombres, niños, ancianos, con o sin jersey rojo, negro, gris o amarillo de nuestro equipo destacaban todo tipo de detalle. De verdad en Liverpool se ama al fútbol como en pocos lugares, sin la falsa pasión argentina, ni el patético análisis que solemos tener los mexicanos: allá se vive el fútbol con inteligencia y colorido cálido.

Unos cuantos minutos después, ya de noche, todo se volvió penumbra: pareciera que los habitantes recordaran que esta ciudad fue por muchos años el principal centro de tráfico de esclavos, o lo desastroso que resultó la Segunda Guerra Mundial. Al menos pueden presumir que desde su puerto pudieron haber zarpado los padres de grandes atletas y pensadores afroamericanos hasta 1807, año en que Gran Bretaña aprobó la prohibición del comercio esclavista. O talvez rememoraron alguno de los más de 80 bombardeos que sufrieron durante la Segunda Guerra Mundial, y que mataron a más de  2,500 personas, dañando casi la mitad de los edificios.

Ese último día en Liverpool, recién salí del Museo y un músico empezó a tocar “Wild World”, de Cat Stevens, una melodía ideal para esa estampa personal compuesta de aire gélido, un sol radiante, mi mente semivacía y mi corazón melancólico, entre monumentos y honores que se rinden a las personas que fallecieron en las grandes guerras mundiales. Curiosamente, mientras redacto este escrito, vi en Youtube un dueto de Yusuf Islam (nombre musulmán de Stevens) con Chris Cornell. El coro de este bellísimo tema, que dice I'll always remember you like a child, girl, me recuerda nuevamente a Christina.

Mejor momento no podía haber para escuchar a un cantante decir que el mundo es salvaje: en lugar de una chica que amamos nos escuchaba el cielo y los turistas que grababan el momento y dejaban monedas al músico, al tiempo que apreciaban los candados y el paisaje, parecían comprendernos. También fueron testigos de que la ciudad de John, Paul, George y Ringo se presta para la nostalgia.



Wild World... video para la ocasión

Mi bello Liverpool, no entiendo por qué una tienda comercial lleva tu nombre: no hay razón si nos consta que se trata de un lugar 100 por ciento musical y futbolero. Tus habitantes te llaman “The World In One City (el mundo en una ciudad)", frase que a mi parecer encajaría mejor en Londres, aunque el lema de tu escudo, galardonado por Neptuno, Tritón y aves liver no podría ser mejor: "Deus Nobis Haec Otia Fecit (Dios nos ha dado esta tranquilidad)", tranquilidad que se manifiesta entre niebla y árboles con frutos rojos, y desaparece cada momento en que cientos de músicos que ahí se concentran invaden tus plazas, pero sobre todo cuando juegan tus Reds y, ¿por qué no destacarlo?, una que otra vez que se presenta el Everton, esos que ensucian Stanley Park con papelitos azules de los dulces Toffees y tienen cánticos creativos como el del taxi, que seguro ningún entrenador quisiera que le dedicasen.

Se asume la responsabilidad, pero en Liverpool no hay remordimientos ni rencores. En 1952 este puerto se hermanó con Colonia, Alemania, ciudad con la que compartió la terrible experiencia de los constantes y mortales bombardeos aéreos. Su gélida bahía, donde múltiples tubos y demás figuras metálicas sustituyen a los árboles amarillos que me recordaron a las primaveras tapatías, y a los de frutitas rojas que colorean las cuadras aledañas, se distingue por los muelles por donde pasaron los más de 5 mil barcos negreros ahí construidos y que cambiaban a los cautivos africanos por mercancía como azúcar, algodón o trigo, y según entendí el principal destino era Kingston, Jamaica, antes de redistribuirlos en el norte de América, principalmente. Abrí los ojos, sobre la masa grisácea del Merseyside vislumbré una de esas naves marítimas, probablemente el Zong, mientras se hundía, a pesar de que dicha tragedia sucedió en las costas del continente negro. Pero mejor hablemos de música. Aprendí que además de The Beatles, la gente presume a The Scaffold y a Frankie Goes to Hollywood.

Talvez las Chivas y los Reds no se parecen como siempre quise estar convencido: fueron los más ganadores muchos años y últimamente las sequías de títulos son monstruosas: no ganar la liga desde 29 años duele en el alma, y este año no pueden fallarle a la Premier League. Se tiene una base sólida para competirle al Manchester City. Tampoco puedo comparar al Atlas con el Everton: los azules alguna vez fueron grandes y conservan su identidad y dignidad. Y si hablamos en términos urbanísticos y sociales, realmente en casi nada coinciden las capitales de Jalisco y Merseyside. En pocas palabras, el orden europeo no concuerda con el desmadre latinoamericano. Esa es nuestra triste realidad.

El otoño ha terminado y ya van dos veces que sueño que regreso a Liverpool. Ahora entiendo por qué meses atrás, cuando sentí que agonizaba por falta de aire en los pulmones y de fuerzas en todo el cuerpo, le pedí a Dios que me permitiera realizar ese viaje, incluso como última voluntad. Se trataba de una experiencia única. Ahora quiero regresar para tomarme una pinta en The Church; ansío una revancha y quiero conocer Edimburgo, Glasgow y Dublín, pero más anhelo volver a pisar el suelo del puerto más bonito de Inglaterra, pasearme en barco, escuchar de nuevo al muchacho de cabello largo y negro que, más que inglés, parecía español o turco, y preguntarle a quién le dedicó “Wild World” aquella tarde de septiembre y si ha dejado un candado sobre las cadenas, porque no creo que la haya entonado solo para deleitar a los turistas; quiero volver a descubrir nuevas buenas bandas como Keywest, quienes tocaron en Liverpool One.

Ya en el aeropuerto de Cancún platiqué con dos señores ingleses, uno fanático del Manchester City, otro de Liverpool, que iba con sus dos hijos, digamos que de 4 y 6 años, vestidos del uniforme morado y el dorsal 11 de Mo Salah. Obviamente hablamos de fútbol y me despedí recomendándoles que visiten Mérida, en caso de estar varios días en México, con el profundo deseo de que nada malo les pase a ellos ni a los cientos de europeos que llegaron en el mismo avión que yo, que regresaran a su gran isla con una buena impresión de mi país, y, por supuesto, con el propósito más vivo que nunca de volver a Anfield Stadium y al muelle de Albert Dock, rezando para poder presumirle a mis amigos que conocí Liverpool el año en que mis rojos por fin ganaron la Premier League.


Confío en que estos cracks harán historia

ASR

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