2 de diciembre de 2018

Aquel primer brote de nostalgia


Corría el verano del 2005 cuando me resigné a la ausencia de mis mejores amigos de la infancia y no hubo más consuelo que impregnar en la memoria decenas de momentos que difícilmente volverían a repetirse. En aquel entonces, a punto estaba de terminar el ciclo escolar y me alistaba para asumir la mayoría de edad.

Repleto de dudas y remordimientos, planeaba cómo cerrar de la manera más digna posible los dos últimos semestres de preparatoria, etapa que fue un desastre, y estaba indeciso respecto a cuál carrera debía cursar. ¿Letras hispánicas? ¿Historia? ¿Biología?... ¿Periodismo…?

Rysunekremremkolor3res, by Natello (Deviantart)



Un jueves de aquellos días nublados, lo recuerdo como si fuera ayer porque no tuve clases, ya que solo faltaban los exámenes finales, trataba de leer Los Miserables, de Víctor Hugo, pero me era imposible superar la página 30 (debí esperar tres años más para lograrlo, duele reconocerlo). Sin nada que hacer, estuve en cama desde que desperté.

Las ideas para definir mi “futuro” se bloqueaban por recuerdos infantiles provenientes de Puerto Vallarta, Mérida y Tuxtla Gutiérrez, tales como un par de goles que anoté desde medio campo (en canchas de 11 contra 11, obviamente), los barrenos y petardos que quemábamos en navidades, los Transformers de Guerra de Bestias de a 100 pesos que me regalaban porque me iba bien en la escuela y los papalotes que volaba con mis hermanas.
Tumbado en la cama desde que amaneció, únicamente me paré a desayunar y a comer. Debían ser las cinco de la tarde cuando me armé de valor para interrumpir aquel “oblomovismo” o “Síndrome de la Inacción” (recién leí a Iván Turgueniev y debo presumir). Mientras me lavaba la cara vi mis ojos brillosos a causa de la pena, silencio, tristeza y demás síntomas que conforman a la nostalgia: eso fue, porque a pesar de estar acostado, no tenía sueño ni flojera, puedo jurarlo.

Aquel jueves, luego de secarme el rostro y ponerme un jersey de las Chivas, salí a la calle, sin saber precisamente adónde. El clima era acorde a mi estado de ánimo: las nubes bloqueaban hasta al más ligero rayo solar y el piso estaba levemente húmedo, como mis ojos, por una constante llovizna. No está demás precisar que se sentía un poco de frío, ese que se siente a mediados de junio durante el inicio del temporal de lluvias, y que en menos de una semana sucumbe ante el formidable rey sol.

Doblé a la izquierda y seguí el camino que da a la Secundaria No. 14, donde cursé segundo y tercer grado. Llegué a una tienda donde vivía y trabajaba (porque atender el negocio familiar también es un empleo) una chica a la que yo le gustaba. Aún recuerdo aquel momento tan nefasto en que me la presentaron sus amigos. Lo habían intentado un par de veces, pero ella escapaba, por eso me hice un tanto del rogar, pero terminé accediendo y me acerqué caminando lo más natural posible a la jardinera en la que se reunía con sus amigas.

Justo cuando estiré la mano para presentarme, de nueva cuenta ella salió corriendo, muriéndose de risa. Hubo burlas, no sé si para ella, para mí o para ambos, pero me sentí un tanto ofendido, talvez porque pensé que algunas personas, que no sabían bien el contexto de la situación y vieron esa acción, creyeron que era yo quien quería conocerla y me mandaron aún más lejos que la “friend zone (no existía esta área en los primeros años del actual milenio)”. Por eso hice como si nada hubiera pasado y cada recreo evitaba pasar junto con ella. También evadí a sus amigos. No era guapa y estaba un tanto llenita, pero sus facciones me interesaban: piel muy blanca y ojos oscuros, cabello largo y negro, bastante bien cuidado, y su nariz grande sin llegar a lo grotesco y afilada… pero sobre todo su sonrisa, de verdad me gustaba. Pero yo era fantoche, un tanto arrogante y orgulloso (¿no son sinónimos esta tripleta de palabras egoístas?) y también traté de convencer a mi corazón de que que era una chavita equis más: una fanática de UFF o cualquier otro grupito chafa de moda en ese entonces. Ella iba en segundo, no recuerdo en cuál grupo, y yo en tercero. Llegamos a cruzarnos en los pasillos de la escuela no más de cinco veces. Nos reíamos luego de analizarnos de reojo casi al instante. Después supe que se llama o se llamaba Miroslava.

Talvez aquel día melancólico quería volver a sentirme querido, porque las miradas de las chicas de la preparatoria eran muy diferentes a las de secundaria. Ya no había respeto ni timidez, sino más directo, incluso sin amor. Por eso fui por una coca cola a la tienda de  Miroslava. La vi, me reconoció y casi aseguro que se sonrojó un poco. Al darme el cambio también sentí que acarició mis dedos. Como no sabía qué decir ni qué hacer, salí del local y seguí caminando hacia la secundaria. Luego fui por calles con nombres de haciendas que jamás había conocido. Crucé por algunas como La Rojeña, Jaramillo y Candelaria, donde vivían algunos compañeros que nunca visité en sus casas.

Esos terrenos no los conocí porque los mejores años de mi infancia los pasé en Mérida y en Tuxtla Gutiérrez: de la ciudad blanca recordaba muchos caminos: el de mi primaria, los supermercados San Francisco de Asís y Súper Maz. Me dolía haber cambiado Mérida por Chiapas: a Marco, Alonso, Fernanda, Alejandra, José Luis, José Manuel y Ecaterina por muchos niños que no me querían porque mi aspecto y mi acento en nada se parecía al de ellos. De Chiapas nada quería recordar: fui mal agradecido porque también tuve grandes amigos: Álvaro, Luis Enrique, Diego, Xóchitl, Ángeles, Raquel, Walter… tanto intenté olvidar mi estadía en aquel estado selvático, que cuando me agregaron a mi Facebook, me hice el de la mente nublada y aseguraba no recordarlos a todos, o distinguir si coincidimos en la unidad militar, en los 18 meses que estuve en la primaria o el primer grado de secundaria.  

Doblé hasta Circunvalación y llegué a Gigante para comprarme creo que otra coca. En ese entonces era la única tienda de autoservicio grande de la zona Oblatos y era imposible imaginar que siete años después se inauguraría una plaza grande, con tiendas como Liverpool y Office Depot. Ya era de noche cuando llegué al templo de San Onofre. Seguí imaginando una vida en Mérida… haber regresado a Guadalajara hasta la preparatoria, cuando ya encajé de lleno con todos los grupos… porque mi regreso a la Perla Tapatía, en el verano del 2000, también fue muy complicado…Ya no recuerdo qué hice al regresar a casa, pero seguro que no estudié por jugar futbol con Omar, Mauricio y Jonathan: supongo que ya estaban jugando y me uní a ellos, como sucedía cada que regresaba de la prepa a la casa (iba en el turno vespertino).

El siguiente verano sucedió lo mismo, esperando el resultado del examen para ingresar a la carrera de periodismo, imaginando cómo sería vivir en Ocotlán y seguro de que López Obrador era la mejor opción para ser nuestro presidente nacional (¡ja!). Pero de aquel ataque nostálgico no recuerdo con precisión el día en que cayó: pudo ser lunes, jueves o viernes con la misma facilidad: sólo sé que no fue en fin de semana porque cuando pasé por la secundaria se escuchaban ruidos y vi al maestro del taller de electrotecnia. Estuve todo el día en cama, pero ahora sí me había enfermado: no fui a clases toda una semana, aunque ya no era necesario, porque los trabajos finales ya estaban entregados. Desde las 8 de la mañana hasta las 4 o 5 de la tarde, leí como 80 páginas de “Oliver Twist”, de la edición Porrúa Sepan Cuantos, que se caracterizan por tener las letras muy chicas y las hojas son grande: lo detallo porque quiero presumir que daba mis primeros pasos como asiduo lector de novelas y no solamente relatos cortos.

Por la tarde súbitamente me sentí mejor y después de estar tirado tantas horas salí a la calle. Para combatir el estrés busqué a Omar y a Mauricio, pero no estaban en su casa. No se me ocurrió sacar mi balón, como para dominarlo o patearlo a lo tonto mientras llegaban, y me senté en un tronco que estaba en forma de banco, justo en el portón del baldío de nuestra cuadra. Contemplé el cielo, que más bien parecía de otoño: muy gris con tintes rojizos, y recordé que justo un año había caminado melancólico mientras repasaba mi niñez. Pero en esa segunda ocasión evoqué los recuerdos de la secundaria, de lo complicado que fue no encajar en mi “flamante regreso” a Guadalajara, el lugar al que creía pertenecer: las bromas, la falta de respeto a los maestros y a los amigos que sí extrañaba y que debí valorar… y también de los compañeros que debí defenderme.

Repetí mi camino pero ya no encontré a Miroslava: en la tienda me atendió un señor muy panzón, con camisa de resaque, de esas que los gringos llaman “wife-beaters (golpea esposas, algo así”, como la que vestía el Chapo Guzmán cuando lo capturaron en un motel). Desilusionado pagué la coca cola y al llegar a la secundaria fue cuando en el estacionamiento vi al maestro de electrotecnia, de aquel que ya no recuerdo su nombre y que, según la leyenda, era velador antes de enseñarnos a soldar e impartir cátedra sobre inventores como Edison y Tesla.

Ese profesor tenía un hijo que daba clases de inglés. Si mal no recuerdo, cuando yo estaba en segundo él entró como suplente y después se quedó de forma permanente. Aunque de ninguno recuerdo su nombre, de ambos tengo buenos recuerdos: el padre fue el primer maestro que me llamó la atención cuando inicié mi etapa rebelde, ya en tercer grado. Cierto día me habló de los riesgos que corría al juntarme con X o Y compañero, y me dio a entender que yo no había nacido para ser estúpido: me dijo que era una persona de bien, de las que están para servir, o al menos no dañar, a la sociedad. Agradecí sus palabras, pero aún así seguí actuando como un estúpido otros tres años. Y su hijo jugaba basquetbol con nosotros. Brincaba mucho, lo cual se notaba más debido a su corta estatura. Era muy joven, creo que no tenía más de 25 años, porque estaba preparando su titulación.

No sé por qué olvidé sus nombres. Resulta un tanto incómodo porque recuerdo hasta los apellidos de unos cuantos docentes más que pasaron sin pena ni gloria por las aulas. No era malo enseñando en el taller, sabe si realmente fue velador antes de impartir clases. Al respecto hacíamos muchas bromas: equis o ye maestro eran cocineros o repartidores de agua antes de dar clases. Además asegurábamos que los intendentes darían clases dentro de unos cuantos años: unos de química, otros de español, según su lenguaje y trato que teníamos, porque con algunos nos llevábamos como si fueran un alumno más de la escuela.

Seguí leyendo Oliver Twist. Hoy duele confesar que me atrapó su cursilería que hoy tanto detesto: esos nefastos finales felices donde los villanos que no corrigen sus comportamientos deben morir, y los protagonistas, que siempre son buenos, viven felices para siempre. Como las telenovelas. Seguro Cuento de Navidad y Nicholas Nickebly han inspirado a papeles que interpretaron Thalía, Fernando Colunga, Eugenio Derbez y demás basura de actores televisivos. Poco después de aceptar que sus cuentos y novelas son lineales y predecibles, me decepcionó saber que Dickens fue un escritor bastante racista y falso.

Durante este otoño del 2018, por fin vi la última parte de El Padrino, esa mítica trilogía que, para muchos, solamente debieron realizarse dos entregas. Ya estoy en la tercer década de la vida y la nostalgia no nada más me hace suspirar: me exprime el corazón y me impulsa a proponerme metas que aún puedo realizar. En esta película se plasma a un Michael Corleone cansado, enfermo y afligido, enajenado con su hija Mary y arrepentido por haber asesinado a su hermano Fredo; sincero y expresivo, capaz de compartir el secreto de su primera esposa, por quien en las primeras películas jamás mostró sentimiento alguno tras su fallecimiento. Prolonga esa melancolía que apareció al final de la segunda parte, cuando recuerda una reunión con sus hermanos para celebrar el cumpleaños de su padre: ahí se ilustra con un solo acto la personalidad de cada uno de sus familiares.

                                            La escena más triste de El Padrino III

La número tres me pareció una película entretenida, muy lejos de las obras maestras que le antecedieron. Lo que más rescato es la expresión del gran Al Pacino cuando muere su hija. Y lo que sigue es una escena del heredero de Vito Corleone, totalmente anciano, que emplea sus últimos suspiros en recordar a Mary. Después muere, aislado de toda la riqueza que lo rodeó, sin estar junto a sus seres queridos.

Nostalgia también es saber perdonar, reconocer nuestros errores y regalarnos un poco de ternura que talvez nunca nadie nos regale. Hoy ya no me avergüenza decir que fui muy fan de Blink 182: que, a ese trío de chavorrucos de San Diego los veneré más que a los hermanos Gallagher; tampoco que, en sexto de primaria, gasté casi todo mi dinero en mirindas para completar el álbum de Pokemon, serie animada que un par de años después detesté demasiado.


No me cansaré de decir que quiero morir joven. Debe ser horrible estar lleno de recuerdos en un cuerpo cansado, que no reacciona como quisiera, y sin las personas que más quieres no sólo alejados de ti, sino que ya no estén en este mundo. Espero no llegar a las seis décadas y recordar con nostalgia cuando decía que no quería llegar a viejo.

Respecto a los libros, tengo dos pequeños libreros, con un par de obras de Dickens (Oliver Twist lo presté en 2006 y jamás me lo regresaron). Me quedan por leer como 15 ejemplares y ahora quiero volver a hojear todos aquellos que adornan mi cuarto y que invertí como siete años en coleccionar. A ver si alcanza la vida, y a ver cuántas nostalgias aparecen o renacen.

 ASR

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