Corría
el verano del 2005 cuando me resigné a la ausencia de mis mejores amigos de la
infancia y no hubo más consuelo que impregnar en la memoria decenas de momentos
que difícilmente volverían a repetirse. En aquel entonces, a punto estaba de
terminar el ciclo escolar y me alistaba para asumir la mayoría de edad.
Repleto
de dudas y remordimientos, planeaba cómo cerrar de la manera más digna posible
los dos últimos semestres de preparatoria, etapa que fue un desastre, y estaba
indeciso respecto a cuál carrera debía cursar. ¿Letras hispánicas? ¿Historia?
¿Biología?... ¿Periodismo…?
Rysunekremremkolor3res, by Natello (Deviantart)
Un
jueves de aquellos días nublados, lo recuerdo como si fuera ayer porque no tuve
clases, ya que solo faltaban los exámenes finales, trataba de leer Los
Miserables, de Víctor Hugo, pero me era imposible superar la página 30 (debí
esperar tres años más para lograrlo, duele reconocerlo). Sin nada que hacer,
estuve en cama desde que desperté.
Las
ideas para definir mi “futuro” se bloqueaban por recuerdos infantiles
provenientes de Puerto Vallarta, Mérida y Tuxtla Gutiérrez, tales como un par
de goles que anoté desde medio campo (en canchas de 11 contra 11, obviamente),
los barrenos y petardos que quemábamos en navidades, los Transformers de Guerra
de Bestias de a 100 pesos que me regalaban porque me iba bien en la escuela y
los papalotes que volaba con mis hermanas.
Tumbado
en la cama desde que amaneció, únicamente me paré a desayunar y a comer. Debían
ser las cinco de la tarde cuando me armé de valor para interrumpir aquel
“oblomovismo” o “Síndrome de la Inacción” (recién leí a Iván Turgueniev y debo
presumir). Mientras me lavaba la cara vi mis ojos brillosos a causa de la pena,
silencio, tristeza y demás síntomas que conforman a la nostalgia: eso fue,
porque a pesar de estar acostado, no tenía sueño ni flojera, puedo jurarlo.
Aquel
jueves, luego de secarme el rostro y ponerme un jersey de las Chivas, salí a la
calle, sin saber precisamente adónde. El clima era acorde a mi estado de ánimo:
las nubes bloqueaban hasta al más ligero rayo solar y el piso estaba levemente húmedo,
como mis ojos, por una constante llovizna. No está demás precisar que se sentía
un poco de frío, ese que se siente a mediados de junio durante el inicio del
temporal de lluvias, y que en menos de una semana sucumbe ante el formidable
rey sol.
Doblé
a la izquierda y seguí el camino que da a la Secundaria No. 14, donde cursé
segundo y tercer grado. Llegué a una tienda donde vivía y trabajaba (porque
atender el negocio familiar también es un empleo) una chica a la que yo le
gustaba. Aún recuerdo aquel momento tan nefasto en que me la presentaron sus
amigos. Lo habían intentado un par de veces, pero ella escapaba, por eso me hice
un tanto del rogar, pero terminé accediendo y me acerqué caminando lo más
natural posible a la jardinera en la que se reunía con sus amigas.
Justo
cuando estiré la mano para presentarme, de nueva cuenta ella salió corriendo,
muriéndose de risa. Hubo burlas, no sé si para ella, para mí o para ambos, pero
me sentí un tanto ofendido, talvez porque pensé que algunas personas, que no
sabían bien el contexto de la situación y vieron esa acción, creyeron que era
yo quien quería conocerla y me mandaron aún más lejos que la “friend zone (no
existía esta área en los primeros años del actual milenio)”. Por eso hice como
si nada hubiera pasado y cada recreo evitaba pasar junto con ella. También
evadí a sus amigos. No era guapa y estaba un tanto llenita, pero sus facciones
me interesaban: piel muy blanca y ojos oscuros, cabello largo y negro, bastante
bien cuidado, y su nariz grande sin llegar a lo grotesco y afilada… pero sobre
todo su sonrisa, de verdad me gustaba. Pero yo era fantoche, un tanto arrogante
y orgulloso (¿no son sinónimos esta tripleta de palabras egoístas?) y también
traté de convencer a mi corazón de que que era una chavita equis más: una
fanática de UFF o cualquier otro grupito chafa de moda en ese entonces. Ella
iba en segundo, no recuerdo en cuál grupo, y yo en tercero. Llegamos a
cruzarnos en los pasillos de la escuela no más de cinco veces. Nos reíamos
luego de analizarnos de reojo casi al instante. Después supe que se llama o se
llamaba Miroslava.
Talvez
aquel día melancólico quería volver a sentirme querido, porque las miradas de
las chicas de la preparatoria eran muy diferentes a las de secundaria. Ya no
había respeto ni timidez, sino más directo, incluso sin amor. Por eso fui por
una coca cola a la tienda de Miroslava. La
vi, me reconoció y casi aseguro que se sonrojó un poco. Al darme el cambio
también sentí que acarició mis dedos. Como no sabía qué decir ni qué hacer,
salí del local y seguí caminando hacia la secundaria. Luego fui por calles con
nombres de haciendas que jamás había conocido. Crucé por algunas como La
Rojeña, Jaramillo y Candelaria, donde vivían algunos compañeros que nunca
visité en sus casas.
Esos
terrenos no los conocí porque los mejores años de mi infancia los pasé en
Mérida y en Tuxtla Gutiérrez: de la ciudad blanca recordaba muchos caminos: el
de mi primaria, los supermercados San Francisco de Asís y Súper Maz. Me dolía
haber cambiado Mérida por Chiapas: a Marco, Alonso, Fernanda, Alejandra, José
Luis, José Manuel y Ecaterina por muchos niños que no me querían porque mi
aspecto y mi acento en nada se parecía al de ellos. De Chiapas nada quería
recordar: fui mal agradecido porque también tuve grandes amigos: Álvaro, Luis
Enrique, Diego, Xóchitl, Ángeles, Raquel, Walter… tanto intenté olvidar mi
estadía en aquel estado selvático, que cuando me agregaron a mi Facebook, me
hice el de la mente nublada y aseguraba no recordarlos a todos, o distinguir si
coincidimos en la unidad militar, en los 18 meses que estuve en la primaria o el
primer grado de secundaria.
Doblé
hasta Circunvalación y llegué a Gigante para comprarme creo que otra coca. En
ese entonces era la única tienda de autoservicio grande de la zona Oblatos y
era imposible imaginar que siete años después se inauguraría una plaza grande,
con tiendas como Liverpool y Office Depot. Ya era de noche cuando llegué al
templo de San Onofre. Seguí imaginando una vida en Mérida… haber regresado a
Guadalajara hasta la preparatoria, cuando ya encajé de lleno con todos los
grupos… porque mi regreso a la Perla Tapatía, en el verano del 2000, también
fue muy complicado…Ya no recuerdo qué hice al regresar a casa, pero seguro que
no estudié por jugar futbol con Omar, Mauricio y Jonathan: supongo que ya
estaban jugando y me uní a ellos, como sucedía cada que regresaba de la prepa a
la casa (iba en el turno vespertino).
El
siguiente verano sucedió lo mismo, esperando el resultado del examen para
ingresar a la carrera de periodismo, imaginando cómo sería vivir en Ocotlán y
seguro de que López Obrador era la mejor opción para ser nuestro presidente
nacional (¡ja!). Pero de aquel ataque nostálgico no recuerdo con precisión el
día en que cayó: pudo ser lunes, jueves o viernes con la misma facilidad: sólo
sé que no fue en fin de semana porque cuando pasé por la secundaria se
escuchaban ruidos y vi al maestro del taller de electrotecnia. Estuve todo el
día en cama, pero ahora sí me había enfermado: no fui a clases toda una semana,
aunque ya no era necesario, porque los trabajos finales ya estaban entregados.
Desde las 8 de la mañana hasta las 4 o 5 de la tarde, leí como 80 páginas de “Oliver
Twist”, de la edición Porrúa Sepan Cuantos, que se caracterizan por tener las
letras muy chicas y las hojas son grande: lo detallo porque quiero presumir que
daba mis primeros pasos como asiduo lector de novelas y no solamente relatos
cortos.
Por
la tarde súbitamente me sentí mejor y después de estar tirado tantas horas salí
a la calle. Para combatir el estrés busqué a Omar y a Mauricio, pero no estaban
en su casa. No se me ocurrió sacar mi balón, como para dominarlo o patearlo a
lo tonto mientras llegaban, y me senté en un tronco que estaba en forma de
banco, justo en el portón del baldío de nuestra cuadra. Contemplé el cielo, que
más bien parecía de otoño: muy gris con tintes rojizos, y recordé que justo un
año había caminado melancólico mientras repasaba mi niñez. Pero en esa segunda
ocasión evoqué los recuerdos de la secundaria, de lo complicado que fue no
encajar en mi “flamante regreso” a Guadalajara, el lugar al que creía pertenecer:
las bromas, la falta de respeto a los maestros y a los amigos que sí extrañaba
y que debí valorar… y también de los compañeros que debí defenderme.
Repetí
mi camino pero ya no encontré a Miroslava: en la tienda me atendió un señor muy
panzón, con camisa de resaque, de esas que los gringos llaman “wife-beaters
(golpea esposas, algo así”, como la que vestía el Chapo Guzmán cuando lo
capturaron en un motel). Desilusionado pagué la coca cola y al llegar a la
secundaria fue cuando en el estacionamiento vi al maestro de electrotecnia, de
aquel que ya no recuerdo su nombre y que, según la leyenda, era velador antes
de enseñarnos a soldar e impartir cátedra sobre inventores como Edison y Tesla.
Ese
profesor tenía un hijo que daba clases de inglés. Si mal no recuerdo, cuando yo
estaba en segundo él entró como suplente y después se quedó de forma
permanente. Aunque de ninguno recuerdo su nombre, de ambos tengo buenos
recuerdos: el padre fue el primer maestro que me llamó la atención cuando inicié
mi etapa rebelde, ya en tercer grado. Cierto día me habló de los riesgos que
corría al juntarme con X o Y compañero, y me dio a entender que yo no había
nacido para ser estúpido: me dijo que era una persona de bien, de las que están
para servir, o al menos no dañar, a la sociedad. Agradecí sus palabras, pero
aún así seguí actuando como un estúpido otros tres años. Y su hijo jugaba
basquetbol con nosotros. Brincaba mucho, lo cual se notaba más debido a su
corta estatura. Era muy joven, creo que no tenía más de 25 años, porque estaba
preparando su titulación.
No
sé por qué olvidé sus nombres. Resulta un tanto incómodo porque recuerdo hasta
los apellidos de unos cuantos docentes más que pasaron sin pena ni gloria por
las aulas. No era malo enseñando en el taller, sabe si realmente fue velador
antes de impartir clases. Al respecto hacíamos muchas bromas: equis o ye
maestro eran cocineros o repartidores de agua antes de dar clases. Además
asegurábamos que los intendentes darían clases dentro de unos cuantos años:
unos de química, otros de español, según su lenguaje y trato que teníamos,
porque con algunos nos llevábamos como si fueran un alumno más de la escuela.
Seguí
leyendo Oliver Twist. Hoy duele confesar que me atrapó su cursilería que hoy
tanto detesto: esos nefastos finales felices donde los villanos que no corrigen
sus comportamientos deben morir, y los protagonistas, que siempre son buenos,
viven felices para siempre. Como las telenovelas. Seguro Cuento de Navidad y
Nicholas Nickebly han inspirado a papeles que interpretaron Thalía, Fernando
Colunga, Eugenio Derbez y demás basura de actores televisivos. Poco después de
aceptar que sus cuentos y novelas son lineales y predecibles, me decepcionó
saber que Dickens fue un escritor bastante racista y falso.
Durante
este otoño del 2018, por fin vi la última parte de El Padrino, esa mítica
trilogía que, para muchos, solamente debieron realizarse dos entregas. Ya estoy
en la tercer década de la vida y la nostalgia no nada más me hace suspirar: me
exprime el corazón y me impulsa a proponerme metas que aún puedo realizar. En
esta película se plasma a un Michael Corleone cansado, enfermo y afligido, enajenado
con su hija Mary y arrepentido por haber asesinado a su hermano Fredo; sincero y
expresivo, capaz de compartir el secreto de su primera esposa, por quien en las
primeras películas jamás mostró sentimiento alguno tras su fallecimiento. Prolonga
esa melancolía que apareció al final de la segunda parte, cuando recuerda una reunión con sus hermanos para celebrar el cumpleaños de su padre:
ahí se ilustra con un solo acto la personalidad de cada uno de sus familiares.
La escena más triste de El Padrino III
La
número tres me pareció una película entretenida, muy lejos de las obras
maestras que le antecedieron. Lo que más rescato es la expresión del gran Al Pacino
cuando muere su hija. Y lo que sigue es una escena del heredero de Vito
Corleone, totalmente anciano, que emplea sus últimos suspiros en recordar a Mary.
Después muere, aislado de toda la riqueza que lo rodeó, sin estar junto a sus
seres queridos.
Nostalgia
también es saber perdonar, reconocer nuestros errores y regalarnos un poco de
ternura que talvez nunca nadie nos regale. Hoy ya no me avergüenza decir que
fui muy fan de Blink 182: que, a ese trío de chavorrucos de San Diego los
veneré más que a los hermanos Gallagher; tampoco que, en sexto de primaria,
gasté casi todo mi dinero en mirindas para completar el álbum de Pokemon, serie
animada que un par de años después detesté demasiado.
No
me cansaré de decir que quiero morir joven. Debe ser horrible estar lleno de
recuerdos en un cuerpo cansado, que no reacciona como quisiera, y sin las
personas que más quieres no sólo alejados de ti, sino que ya no estén en este mundo.
Espero no llegar a las seis décadas y recordar con nostalgia cuando decía que
no quería llegar a viejo.
Respecto a los libros, tengo dos pequeños libreros, con un par de obras de Dickens (Oliver Twist lo presté en 2006 y jamás me lo regresaron). Me quedan por leer como 15 ejemplares y ahora quiero volver a hojear todos aquellos que adornan mi cuarto y que invertí como siete años en coleccionar. A ver si alcanza la vida, y a ver cuántas nostalgias aparecen o renacen.
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