De repente me duelen los oídos de
tanto escuchar música, por lo que debo guardar los audífonos en la mochila
mientras avanza el camión. Se supone que así descansarán mis tímpanos, pero muchas
veces resulta peor, como por ejemplo, cuando el estéreo del camionero, o la
bocina de algún pasajero insensato reproducen banda o reggaetón… o cuando debo
escuchar las pláticas de al lado.
Cierto día de esta semana se
subieron al 258 dos jóvenes, hombre y mujer, supongo que son compañeros de
trabajo porque vestían camisas iguales, con logos al parecer de una empresa
restaurantera. Ambos comían tostilocos y me sentí feliz porque no se me
antojaron; hace más de dos meses que no los consumo porque, entre otras
cuestiones alimenticias, médicas y estéticas, ya cuestan 35 pesos.
Mientras revolvía con el tenedor
los pepinos, jícama, clamato, cacahuates japoneses y demás ingredientes
chatarra de la bolsa de Tostitos, el muchacho, a quien no le pude ver el rostro
pero tenía una voz bastante suave, poco clara y un tanto afeminada, saboreaba
cada bocado. Confesó a su acompañante que le es muy agradable comer frituras
sin que le estén pidiendo, aunque eso sí, resaltó no ser una persona envidiosa.
Talvez le sorprendió que de tanta gente a su alrededor, nadie se atrevió a
molestarlo mientras consumaba uno de los grandes placeres y uno de los siete
pecados capitales, que es la gula.
La chica hizo un comentario
similar, destacando que tampoco en su casa puede botanear en paz y entonces
recordé la película de Macario (duele reconocer que no he leído el libro), basada
en el clásico literario en el cual el escritor alemán B. Traven describe a la
perfección esas férreas ganas que tenemos los mexicanos de querer atragantarnos
un helado, un chocolate, un pollo como en el caso del indígena que protagoniza
magistralmente Ignacio López Tarso en dicho filme, o una coca cola, como lo viví
en carne propia con un chavillo, conocido como “Cafú”. A más de 15 años y por
todas las actitudes que implicaron, todavía me avergüenza recordar ese pasaje
que aún así reviviré en lo que resta de este relato.
FOTO: Google. Ignacio López Tarso (izquierda) representa magistralmente a un indígena que se le aparece la muerte en el que tal vez haya sido el momento más feliz de su vida
A Mario le decíamos “el cagón”
porque, valiéndole madre nuestras burlas, defecó en dos parques y en la
jardinera de una casa abandonada, y cuando contábamos sus hazañas a los demás
amigos, siempre lo negaba. En ese entonces, el verano de 2002, ocasionalmente
jugábamos fútbol en la cuadra de abajo con un buen sujeto que estimábamos. Se
llamaba Vic, narraba los partidos estuviera o no en la “cancha” y cambiaba
nuestro nombre o apodo por el de un crack: a Omar le decíamos “Beibi”, como
burla porque así lo despedía su mamá al dejarlo en la escuela, “¡adiós mi beibi!”
y durante la cascarita se transformaba en “Beibi” Beckham; cuando se aburrió de
pronunciar el prolongado “Arnulfillo”,Vic comenzó a decirme “Fillo”, y por eso
me tocaba encarnar al flamante portugués Luis Figo, y a Mario le hizo el gran
favor de cambiarle su horripilante y nauseabundo apodo por el del legendario
lateral brasileño.
Al “Cafú” cierto día le pedí un
trago de coca y se negó. Escondió la botella debajo de un carro, junto a la
llanta, y cuando se descuidó la tomé y le di un ligero sorbo. Se tornó rojo
como una granada (su piel era muy blanca); con gritos dignos de un paciente de manicomio,
me insultó lo más que pudo y, casi con lágrimas en los ojos, confesó que antes
de salir a jugar su mamá también quiso un trago y también con ella no accedió a compartir. Ser el
causante de su rabia me hizo sentir miserable, y no tanto por la ofensa que
debió colmarlo en ese momento, sino porque a ese cabrón en más de una ocasión
le ofrecí de lo que traía, o él agarraba sin pedir cuando después de jugar
comprábamos varias bolsas de papas y las servíamos en un plato. No sé qué tan relevante sea destacar que ese chamaco nunca traía dinero cuando íbamos a la tienda.
También recuerdo otros casos
curiosos asociados a esta envidiosa conducta que me atrevo a nombrar “Síndrome
de Macario”, que curiosamente se desarrollaron en la tiendita de la esquina,
donde probablemente el “Cafú” compró aquella fatídica coca cola (pensándolo a
detalle, ¡todas lo son!) de medio litro.
Le dicen “el mudanzas” porque no
puede hablar. Es como 10 años mayor que yo y lo recuerdo acompañando
a su abuela para cargar las bolsas de mandados. También cuando la anciana sacaba
una silla y se sentaba en la banqueta, junto al árbol que está afuera para ver
el panorama. Era incómodo y peligroso jugar fútbol con ella como espectadora,
aunque a veces su acompañante sin lengua desviaba los balonazos que podían
golpearla y a quienes vestíamos camiseta rojiblanca nos animaba con sonidos
guturales ininteligibles, incapaces de redactarse en cualquier idioma, y sus dedos pulgares en seña de aprobación.
Cuando la señora (nunca supe su
nombre) murió, esto pudo ser entre 2004 y 2005, al “mudanzas” le encargaban
cuidar a dos sobrinos suyos, una niña y un niño que usaban uniforme de
preescolar y salían a jugar a la calle como a las 5 de la tarde, y los metían
cuando recién anochecía.
En vacaciones salíamos a pelotear
desde temprano y fue un día de esos cuando noté que el señor mudo comía dentro
de la tienda, y por lo general compraba galletas chockies y yogurt dan-up. En
una de las enésimas veces que llegué, le dije en broma al tiendero que debían
estar muy buenas las pláticas del desayuno; con un gesto de desaprobación
comentó que el muy ojete comía adentro para no compartirles a sus sobrinos.
Enmudecí. Más que el envidioso tío.
Otro caso similar lo evidencié en
la misma tienda, pero más de una década después, no sé si a inicios de este año
o a finales del anterior. Aquí el protagonista fue el “Jona”, un vecino que
pinta carros. Un fin de semana necesitaba agua al
tiempo y el tiendero, que estaba atendiendo a mucha gente, me dejó pasar hasta
el fondo, a un segundo cuarto sin puerta que funge como bodega, para que tome
la botella y ahí estaba el susodicho, escondido en la escuadra que forman dos
refrigeradores, tomándose una cerveza pequeña a toda prisa.
De repente se escuchó un reproche
acompañado con un recordatorio materno. Era una voz femenina, la de su esposa
que lo cuestionó: “¿para eso querías el dinero, hijo de la chingada?”. Fue un
momento incómodo para los más de 5 clientes que hacíamos fila para pagar.
Pobrecito Jona, ni siquiera pudo gozar la pequeña ampolleta de a lo mucho 300
mililitros de alcohol. ¡Así de miserable suele ser el vicio!
Bueno. Lo del Jona no fue tanto envidia,
ni deseos de tomarse una cerveza para él solo. Lo digo porque lo he visto
compartiendo tragos de su caguama. Aquí no aplica el “Síndrome de Macario”, simplemente,
pienso, quería tomar sin que lo estuvieran chingando, porque dudo que la furia
de su mujer se debiera a que no quiso compartir la botellita con ella.
“Yo también he querido algo para
mí sola, para no darle a nadie, ni siquiera a ti”, le dice su mujer a Macario,
como para justificar los deseos del marido que trabaja día y noche para que
coman sus hijos, quienes tienen un apetito feroz y desaparecen las ollas de
comida, sin preocuparse de que los platos de sus padres generalmente se quedan
vacíos, en espera de ser servidos con frijoles.
Algunos de mis parientes tienen
la horrible costumbre de pedir todo, generalmente a los niños: y si el mocoso
se niega a compartirles, le quitan el chocolate, churrito, coca cola (¡auch, me
mordí la lengua!) o lo que sea que estén degustando, y se lo comen con un
semblante autoritario-represor, masticando lo más fuerte posible, no sin antes
emitir un "no seas muerto de hambre". Se justifican diciendo que es
una medida para erradicar la envidia, cuando en realidad exigen una especie de
“tributo” familiar que consiste en ofrecerles todo lo que estén consumiendo.
Estoy seguro que estas acciones
son uno de los principales síntomas del “Síndrome de Macario”, que obligan a los
afectados a comerse sus refrigerios en paz, sin que les pidan ni que les arrebaten
lo que comen. También lo es esa patética frase de “cómete al mundo”, como si
arrasar cantinas o hacer lo que se nos dé la gana en realidad lo fuera.
Porque no es casualidad que en la
película el diablo aparece cuando quiere comerse el pollo (¿o era pavo?) él
solo. Macario, el hambriento amigo de la muerte, no fue envidioso, sólo quería
darse un momento de satisfacción a sí mismo, darse un poco de cariño, algo que
muy probablemente sólo se presentase una vez en su vida, como comprarse unos
tenis muy caros o un automóvil nuevo. Eso es lo que entiendo cuando detalla “sin
aguantarme el hambre para que otros coman”. Pero para su mala suerte, cuando
por fin parecía que llegaba ese ansiado momento, se le apareció la muerte
hambrienta… como cuando me aparecí detrás de la llanta de un carro para darle
un trago a la coca cola.
PD 1: En Google encontré esta
genial definición para “muerto-de-hambre”: muy peyorativo, más que a la falta
de bienes materiales se refiere a la persona ansiosa y despreciable que siempre
quiere más de lo que tiene y sin plantearse si lo merece o hacer nada para
ello.
PD 2: Cafú vivió no más de seis
meses en nuestra cuadra y a Vic, quien muy humildemente adoptó el apodo de
Víctor Gutiérrez, un lateral de Cruz Azul, de repente lo dejamos de ver allá
por el 2004.
Segunda semana de julio del 2019
ASR