28 de julio de 2019

Los muertos-de-hambre y su Síndrome de Macario



De repente me duelen los oídos de tanto escuchar música, por lo que debo guardar los audífonos en la mochila mientras avanza el camión. Se supone que así descansarán mis tímpanos, pero muchas veces resulta peor, como por ejemplo, cuando el estéreo del camionero, o la bocina de algún pasajero insensato reproducen banda o reggaetón… o cuando debo escuchar las pláticas de al lado.

Cierto día de esta semana se subieron al 258 dos jóvenes, hombre y mujer, supongo que son compañeros de trabajo porque vestían camisas iguales, con logos al parecer de una empresa restaurantera. Ambos comían tostilocos y me sentí feliz porque no se me antojaron; hace más de dos meses que no los consumo porque, entre otras cuestiones alimenticias, médicas y estéticas, ya cuestan 35 pesos.

Mientras revolvía con el tenedor los pepinos, jícama, clamato, cacahuates japoneses y demás ingredientes chatarra de la bolsa de Tostitos, el muchacho, a quien no le pude ver el rostro pero tenía una voz bastante suave, poco clara y un tanto afeminada, saboreaba cada bocado. Confesó a su acompañante que le es muy agradable comer frituras sin que le estén pidiendo, aunque eso sí, resaltó no ser una persona envidiosa. Talvez le sorprendió que de tanta gente a su alrededor, nadie se atrevió a molestarlo mientras consumaba uno de los grandes placeres y uno de los siete pecados capitales, que es la gula.

La chica hizo un comentario similar, destacando que tampoco en su casa puede botanear en paz y entonces recordé la película de Macario (duele reconocer que no he leído el libro), basada en el clásico literario en el cual el escritor alemán B. Traven describe a la perfección esas férreas ganas que tenemos los mexicanos de querer atragantarnos un helado, un chocolate, un pollo como en el caso del indígena que protagoniza magistralmente Ignacio López Tarso en dicho filme, o una coca cola, como lo viví en carne propia con un chavillo, conocido como “Cafú”. A más de 15 años y por todas las actitudes que implicaron, todavía me avergüenza recordar ese pasaje que aún así reviviré en lo que resta de este relato.

FOTO: Google. Ignacio López Tarso (izquierda) representa magistralmente a un indígena que se le aparece la muerte en el que tal vez haya sido el momento más feliz de su vida

A Mario le decíamos “el cagón” porque, valiéndole madre nuestras burlas, defecó en dos parques y en la jardinera de una casa abandonada, y cuando contábamos sus hazañas a los demás amigos, siempre lo negaba. En ese entonces, el verano de 2002, ocasionalmente jugábamos fútbol en la cuadra de abajo con un buen sujeto que estimábamos. Se llamaba Vic, narraba los partidos estuviera o no en la “cancha” y cambiaba nuestro nombre o apodo por el de un crack: a Omar le decíamos “Beibi”, como burla porque así lo despedía su mamá al dejarlo en la escuela, “¡adiós mi beibi!” y durante la cascarita se transformaba en “Beibi” Beckham; cuando se aburrió de pronunciar el prolongado “Arnulfillo”,Vic comenzó a decirme “Fillo”, y por eso me tocaba encarnar al flamante portugués Luis Figo, y a Mario le hizo el gran favor de cambiarle su horripilante y nauseabundo apodo por el del legendario lateral brasileño.

Al “Cafú” cierto día le pedí un trago de coca y se negó. Escondió la botella debajo de un carro, junto a la llanta, y cuando se descuidó la tomé y le di un ligero sorbo. Se tornó rojo como una granada (su piel era muy blanca); con gritos dignos de un paciente de manicomio, me insultó lo más que pudo y, casi con lágrimas en los ojos, confesó que antes de salir a jugar su mamá también quiso un trago y también con ella no accedió a compartir. Ser el causante de su rabia me hizo sentir miserable, y no tanto por la ofensa que debió colmarlo en ese momento, sino porque a ese cabrón en más de una ocasión le ofrecí de lo que traía, o él agarraba sin pedir cuando después de jugar comprábamos varias bolsas de papas y las servíamos en un plato. No sé qué tan relevante sea destacar que ese chamaco nunca traía dinero cuando íbamos a la tienda.

También recuerdo otros casos curiosos asociados a esta envidiosa conducta que me atrevo a nombrar “Síndrome de Macario”, que curiosamente se desarrollaron en la tiendita de la esquina, donde probablemente el “Cafú” compró aquella fatídica coca cola (pensándolo a detalle, ¡todas lo son!) de medio litro.

Le dicen “el mudanzas” porque no puede hablar. Es como 10 años mayor que yo y lo recuerdo acompañando a su abuela para cargar las bolsas de mandados. También cuando la anciana sacaba una silla y se sentaba en la banqueta, junto al árbol que está afuera para ver el panorama. Era incómodo y peligroso jugar fútbol con ella como espectadora, aunque a veces su acompañante sin lengua desviaba los balonazos que podían golpearla y a quienes vestíamos camiseta rojiblanca nos animaba con sonidos guturales ininteligibles, incapaces de redactarse en cualquier idioma, y sus dedos pulgares en seña de aprobación.

Cuando la señora (nunca supe su nombre) murió, esto pudo ser entre 2004 y 2005, al “mudanzas” le encargaban cuidar a dos sobrinos suyos, una niña y un niño que usaban uniforme de preescolar y salían a jugar a la calle como a las 5 de la tarde, y los metían cuando recién anochecía.

En vacaciones salíamos a pelotear desde temprano y fue un día de esos cuando noté que el señor mudo comía dentro de la tienda, y por lo general compraba galletas chockies y yogurt dan-up. En una de las enésimas veces que llegué, le dije en broma al tiendero que debían estar muy buenas las pláticas del desayuno; con un gesto de desaprobación comentó que el muy ojete comía adentro para no compartirles a sus sobrinos. Enmudecí. Más que el envidioso tío.

Otro caso similar lo evidencié en la misma tienda, pero más de una década después, no sé si a inicios de este año o a finales del anterior. Aquí el protagonista fue el “Jona”, un vecino que pinta carros. Un fin de semana necesitaba agua al tiempo y el tiendero, que estaba atendiendo a mucha gente, me dejó pasar hasta el fondo, a un segundo cuarto sin puerta que funge como bodega, para que tome la botella y ahí estaba el susodicho, escondido en la escuadra que forman dos refrigeradores, tomándose una cerveza pequeña a toda prisa.

De repente se escuchó un reproche acompañado con un recordatorio materno. Era una voz femenina, la de su esposa que lo cuestionó: “¿para eso querías el dinero, hijo de la chingada?”. Fue un momento incómodo para los más de 5 clientes que hacíamos fila para pagar. Pobrecito Jona, ni siquiera pudo gozar la pequeña ampolleta de a lo mucho 300 mililitros de alcohol. ¡Así de miserable suele ser el vicio!

Bueno. Lo del Jona no fue tanto envidia, ni deseos de tomarse una cerveza para él solo. Lo digo porque lo he visto compartiendo tragos de su caguama. Aquí no aplica el “Síndrome de Macario”, simplemente, pienso, quería tomar sin que lo estuvieran chingando, porque dudo que la furia de su mujer se debiera a que no quiso compartir la botellita con ella.

“Yo también he querido algo para mí sola, para no darle a nadie, ni siquiera a ti”, le dice su mujer a Macario, como para justificar los deseos del marido que trabaja día y noche para que coman sus hijos, quienes tienen un apetito feroz y desaparecen las ollas de comida, sin preocuparse de que los platos de sus padres generalmente se quedan vacíos, en espera de ser servidos con frijoles.

Algunos de mis parientes tienen la horrible costumbre de pedir todo, generalmente a los niños: y si el mocoso se niega a compartirles, le quitan el chocolate, churrito, coca cola (¡auch, me mordí la lengua!) o lo que sea que estén degustando, y se lo comen con un semblante autoritario-represor, masticando lo más fuerte posible, no sin antes emitir un "no seas muerto de hambre". Se justifican diciendo que es una medida para erradicar la envidia, cuando en realidad exigen una especie de “tributo” familiar que consiste en ofrecerles todo lo que estén consumiendo.

Estoy seguro que estas acciones son uno de los principales síntomas del “Síndrome de Macario”, que obligan a los afectados a comerse sus refrigerios en paz, sin que les pidan ni que les arrebaten lo que comen. También lo es esa patética frase de “cómete al mundo”, como si arrasar cantinas o hacer lo que se nos dé la gana en realidad lo fuera.

Porque no es casualidad que en la película el diablo aparece cuando quiere comerse el pollo (¿o era pavo?) él solo. Macario, el hambriento amigo de la muerte, no fue envidioso, sólo quería darse un momento de satisfacción a sí mismo, darse un poco de cariño, algo que muy probablemente sólo se presentase una vez en su vida, como comprarse unos tenis muy caros o un automóvil nuevo. Eso es lo que entiendo cuando detalla “sin aguantarme el hambre para que otros coman”. Pero para su mala suerte, cuando por fin parecía que llegaba ese ansiado momento, se le apareció la muerte hambrienta… como cuando me aparecí detrás de la llanta de un carro para darle un trago a la coca cola.

PD 1: En Google encontré esta genial definición para “muerto-de-hambre”: muy peyorativo, más que a la falta de bienes materiales se refiere a la persona ansiosa y despreciable que siempre quiere más de lo que tiene y sin plantearse si lo merece o hacer nada para ello.

PD 2: Cafú vivió no más de seis meses en nuestra cuadra y a Vic, quien muy humildemente adoptó el apodo de Víctor Gutiérrez, un lateral de Cruz Azul, de repente lo dejamos de ver allá por el 2004.

Segunda semana de julio del 2019

ASR

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