“Ahí
siguen”, dice el niño de la bicicleta a sus cuatro amigos que juegan fútbol con
una pelota deforme y desinflada, un poco ahuevada seguramente porque alguien se
sentó en ella, que por momentos bota de manera desordenada, como si fuese un
balón de fútbol americano. La “cancha” que improvisaron en la calle apenas mide
tres cuadros y una portería está considerablemente más grande que la otra. En
mi niñez llegué a jugar así cuando nos enfrentábamos a mis amigos más pequeños,
o bien, cuando aceptábamos el reto de los más grandes, con la condición de
conceder dicha ventaja. Pero los cuatro jugadores aparentan tener la misma edad,
“ser de la misma camada”, como se dice en el barrio; tienen el mismo nivel de
velocidad, todos conducen bien el balón y cuando lo patean ninguno se distingue
por tener más potencia que el resto. No los distingo, no los trato, pero los he
visto antes, lanzándose piedras y jugar a las luchitas a un nivel bastante
intenso para su edad, en ocasiones hasta con guantes de box que se van turnando
porque sólo les he visto dos pares.
No
hay razón para otorgar ventajas porque además los cuatro tienen la misma
estatura como para creer que, al medirlas, de un lado contó el niño más alto y
del otro el más chaparro. Y si seguimos analizando sus rasgos, señalaremos que
son de piel morena y cabello grueso lo más oscuro posible. Más bien no acordaron
un reglamento para indicar cuántos pasos debe medir la meta. Lo único que
podría distinguirlos es que dos llevan cubrebocas y dos no, pero el partido
tampoco es entre “la dupla que acató la alerta sanitaria” contra “los que les
vale madre y no se protegen las vías respiratorias”, porque en cada bando hay
un chamaco con la nariz descubierta y otro que aspira libremente el aire de los
cuatro vientos. Honestamente no sé a qué estén jugando, porque al patear el
balón tampoco se esfuerzan por anotar goles.
Simplemente
corren, patean sin dirección y su atención se presta a los mensajes del centinela
de la bicicleta, que es un poco más pequeño: no debe tener más de seis años. Hace
cinco minutos se resguardaron tras los altos y delgados ventanales de la casa
que se oculta tras un guayabo cuyo tronco se erigió en posición diagonal; junto
los cholitos pubertos que hasta hace una semana ponían música por las tardes
casi diario a todo volumen mientras tomaban cerveza sentados en la banqueta o
hacían piruetas en sus motocicletas, ahora simplemente causaban un breve murmullo
mientras en la esquina dos policías supervisaban a larga distancia; parecían
imposibilitados de alejarse de su patrulla que tenía abierta la puerta del
copiloto y las sirenas apagadas.
Esa
pequeña casa, que está al lado del pórtico donde hace ya dos años llenaron de
plomo a un dealer treintañero de los chavitos que ahí se reúnen, tiene constantes
encuentros con los policías, e incluso una vez llegó el ejército, pero por
alguna razón siempre tengo presente que hace 18 años, en una mañana fría, creo
que de enero, dos oficiales se llevaron al papá de un chamaco que en varias
ocasiones me cantó un tiro (acompañado por al menos dos de su pandilla) y jamás
acepté porque, más que miedo, era menor que yo y quería evitarme problemas; aunque
siendo honestos, no era del todo sincera esta última justificación, porque
varias veces me burlé en su cara de que a su padre lo metieron a la patrulla
modorro, despeinado y bostezando; le decíamos (mis compillas hacían eco) que se
regresó al cuarto por una almohada para dormirse en los asientos traseros. A
este chamaco cierto día un amigo se lo madreó con suma facilidad y desde
entonces, en un lugar peleas, quería jugar fútbol. Después se dedicó a vagar –según
algunos vecinos también a robar- y de repente regresa a dicha casa; cuando me
ve en la calle me saluda y en ocasiones pide dinero.
Ahora
la policía no buscaba drogas, ladrones o calmar un pleito familiar o de
pandillas; ahora no llegó a decirles que apaguen la música porque pasa de media
noche y los vecinos quieren dormir: ahora se trata del coronavirus, la pandemia
que se ha expandido por todo el mundo. Este fue el escenario en el que me bajé
de un uber el martes, tras un día nefasto en el trabajo, en el que, más que el
estrés por la pandemia que ya se ha hecho presente en el país, me dolían
horrible las orejas porque utilicé un cubrebocas de tela, cuyos elásticos
laterales parecían estar nuevos y con demasiada resistencia, y me dejaron marcadas
y entumidas las orejas.
Entré
a la casa y lo primero que hice fue quitarme los cubrebocas. Tiré el desechable
y el de tela lo dejé en el lavadero remojándose en jabón. Mojé mi cabello y me
puse un short porque aunque ya empezaba a oscurecer, se sentía un calor del
demonio, como si estuviéramos en julio y no en abril. Para desestresarme había
contemplado mi cama, pero antes de echarme recordé que no había birotes para
desayunar al día siguiente, que debía madrugar.
Abrí
la puerta y los cuatro chiquillos jugaban fútbol. En las ventanas permanecían
apilados los cholitos mayores. Cuando el quinto escuincle gritó “ahí siguen” se
refería a los policías, que se habían movido tres cuadras abajo. Lo supe porque
estaban estacionados afuera de la tienda. Había mucha gente en la calle, todos
con cubrebocas, menos yo. Leí que durante el día dos personas fueron detenidas
porque se pusieron agresivos cuando los uniformados les pidieron que se lo
pusieran y vi cómo a una señora no le permitieron subir al camión por no
traerlo puesto. Me vieron, pero nada dijeron. Caminé lento, los vi de reojo
varias veces e indeciso entré a la tienda. Ellos me siguieron, como
escoltándome. En la tienda había dos chicas y una de ellas me dio un cubrebocas
junto a la bolsa que le pedí. Casi temblando me dijo “¡ten, póntelo de una vez!”,
y sólo me cobró los 12 pesos de las tres piezas de pan.
Varias
autoridades religiosas han dicho que el coronavirus es un castigo de Dios por
las constantes manifestaciones para legalizar el aborto y los matrimonios entre
homosexuales; si nos ponemos en un ánimo creyente, prefiero pensar que llegó en
el momento preciso, justo cuando ya se hablaba de una Tercera Guerra Mundial
por el bombardeo de USA a Irak en el que murió un alto mando militar del país
asiático.
Salí
de la tienda confundido. Al doblar para entrar a mi casa ya había más niños
jugando fútbol y ya se veían tres bicicletas de pequeño rodado circulando. ¿Sentían
deseos de jugar una última cascarita esos chamacos que disfrutan más lanzarse
piedritas y darse trompadas? ¿o acaso buscarán un rango de jerarquía que se da
en las pandillas por desafiar a la autoridad? como quienes comprar cervezas y
pomos de vino tres días antes de las elecciones porque ese día suele haber ley
seca en todo el país, pero ellos como son unos chingones, beben y beben en
casa, a escondidas… ¿de quién? Sabrá dios, pero les da un estándar social el
ser rebeldes. Talvez simplemente consuman un acto más de desobediencia, de esa
herencia mexicana de rezongar todo el tiempo.
Esta
gente que no le cree a la autoridad y cuando por fin logran convencerlos, ahora
sigue lidiar con ellos, porque son rebeldes, les fusta el desafío, la
desobediencia. Pero más me confundió mi descuido de no salir con cubrebocas,
porque me vi peor que esa gente “anarquista”, desobediente y terca.
ASR
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