Un
sueño mitológico
Desde que James Williamson partió rumbo a
las Américas en el Royal Fancy, el barco predilecto de un ilustre capitán del
siglo 17, ya suman cinco amaneceres; más que la inquietud de conocer el recién
conquistado continente, el novel escritor anhela estudiar qué comportamiento
inspiraba a los marineros y piratas para inventar, creer y diversificar las
leyendas de seres mitológicos, como las sirenas.
¿Por
qué esos temibles hombres, capaces de combatir ejércitos y tribus salvajes, se
sumergían en las más infantiles creencias? "Hay mucho más que ignorancia",
suele pensar James con firme seguridad. Porque precisamente eso es una sirena:
el cálido canto de una madre, o mejor aún, la dulzura de una novia jovial y
virgen sedienta de compañía, y sin embargo, como por acto de brujería -otra
superstición asignada al "sexo débil"-, se convertían en seres
despiadados que en realidad querían devorarlos y causar terror a la comunidad.
Bucaneros
amantes del contrabando y soldados que se trasladaban en navíos juraban haberse
encontrado con Medusa, esa bestia fémina que con sus cabellos de serpiente
convirtió en piedra a más de uno de sus colegas.
Williamson,
quien apenas iniciaba su segunda década de vida, ya había viajado por el lejano
y cercano oriente, el norte de África más otros recónditos lugares, por lo que
tenía noción de múltiples términos religiosos como Karma, Shalom y Salat, los
cuales lo habían concientizado al grado de pensar que la idealización de
monstruos con figura de mujer se debía a que, desde el inicio de la humanidad,
el macho se ha encargado de minimizar la existencia de ese ser que los trajo al
mundo; él mismo lo hacía con su madre, sus hermanas, y por supuesto con las
jovenzuelas que ha conocido en diversas culturas.
“Talvez
algún día ellas también puedan filosofar y surcar los mares, descubrir
tratamientos médicos, contemplar el espacio”, piensa para sí mismo, y en su
mente vislumbra la imagen de mujeres elegantes que disparan cañonazos a los
barcos desde el cielo, viajando en aves de acero que ellas conducen.
Sumergido
en estas ideas y ataviado con una manta blanca y una corona triunfal de olivas,
para aparentar a un antiguo filósofo griego, es como James observa el quinto
amanecer frente a una isla portuguesa; de súbito, como si las neuronas le
hicieran una mala jugada, talvez por el mareo y la poca alimentación, aprecia
sobre el alto oleaje una figura con amplias caderas y pechos redondos que emite
un lejano canto; el viento comienza a descontrolar el curso del nao y una torrencial
lluvia empeora el panorama. Busca ayuda, pero nadie se ve a la redonda; anoche
todos los tripulantes jugaban cartas y cantaban mientras bebían alcohol, por lo
que deben seguir dormidos.
Cae
al agua. En el primer esfuerzo para salir a flote, desciende al abismo del
océano, como sucede con los esclavos africanos que son lanzados al mar con todo
y grillete cuando enferman o se rebelan. Cierra los ojos esperando la muerte,
pero su cuerpo arde: cree estarse desangrando. Por fin se detiene el deslice.
Alguien lo sujeta. ¡Es ella! La culpable de su descuido. Lo abraza y su hermosa
aleta que cubre toda la parte de su tronco inferior lo desplaza hacia sabrá
Dios dónde. Se detienen en cueva submarina y con asombro puede ver el rostro de
la criatura que, hasta hace poco, creyó que surgió de la imaginación de un
pirata de baja categoría mientras se emborrachaba.
Ella
sonríe y comienza a acariciarlo, lo adora como si fuera su Dios; él cree que se
trata de una trampa y espera lo peor, pero mientras la sirena le besa los pies,
nota que se parece demasiado a su prometida Elizabeth, quien le suplicó que no
realizara este viaje. Entonces se tranquiliza y, dentro de su atuendo saca una
flauta y comienza a armonizar el canto de su raptora.
¡Debo
estar soñando, eso es! Se dice a sí mismo al recordar que jamás ha tocado algún
instrumento musical. No tiene otra opción que permanecer ensimismado con la
armonía del canto de su nueva Heroína y la melancolía que se emite desde su
aguda flauta, que atrae peces y demás especies capaces de respirar bajo el agua.
En eso siente que un brutal latigazo le estremece la espalda. Suenan pasos
firmes, piensa que se trata de un corsario que los ha invadido y un segundo
azote le obliga a despertar. El sol naciente le encandila toda la vista y,
envuelta en llamas por los destellos del astro rey, frente a él posa una figura
aún más terrorífica que la del reciente sueño, pero se niega a alzar la vista
para reconocerla…
ASR
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