5 de julio de 2020

Un sueño mitológico

Un sueño mitológico


Desde que James Williamson partió rumbo a las Américas en el Royal Fancy, el barco predilecto de un ilustre capitán del siglo 17, ya suman cinco amaneceres; más que la inquietud de conocer el recién conquistado continente, el novel escritor anhela estudiar qué comportamiento inspiraba a los marineros y piratas para inventar, creer y diversificar las leyendas de seres mitológicos, como las sirenas.



¿Por qué esos temibles hombres, capaces de combatir ejércitos y tribus salvajes, se sumergían en las más infantiles creencias? "Hay mucho más que ignorancia", suele pensar James con firme seguridad. Porque precisamente eso es una sirena: el cálido canto de una madre, o mejor aún, la dulzura de una novia jovial y virgen sedienta de compañía, y sin embargo, como por acto de brujería -otra superstición asignada al "sexo débil"-, se convertían en seres despiadados que en realidad querían devorarlos y causar terror a la comunidad.

Bucaneros amantes del contrabando y soldados que se trasladaban en navíos juraban haberse encontrado con Medusa, esa bestia fémina que con sus cabellos de serpiente convirtió en piedra a más de uno de sus colegas.

Williamson, quien apenas iniciaba su segunda década de vida, ya había viajado por el lejano y cercano oriente, el norte de África más otros recónditos lugares, por lo que tenía noción de múltiples términos religiosos como Karma, Shalom y Salat, los cuales lo habían concientizado al grado de pensar que la idealización de monstruos con figura de mujer se debía a que, desde el inicio de la humanidad, el macho se ha encargado de minimizar la existencia de ese ser que los trajo al mundo; él mismo lo hacía con su madre, sus hermanas, y por supuesto con las jovenzuelas que ha conocido en diversas culturas.

“Talvez algún día ellas también puedan filosofar y surcar los mares, descubrir tratamientos médicos, contemplar el espacio”, piensa para sí mismo, y en su mente vislumbra la imagen de mujeres elegantes que disparan cañonazos a los barcos desde el cielo, viajando en aves de acero que ellas conducen.

Sumergido en estas ideas y ataviado con una manta blanca y una corona triunfal de olivas, para aparentar a un antiguo filósofo griego, es como James observa el quinto amanecer frente a una isla portuguesa; de súbito, como si las neuronas le hicieran una mala jugada, talvez por el mareo y la poca alimentación, aprecia sobre el alto oleaje una figura con amplias caderas y pechos redondos que emite un lejano canto; el viento comienza a descontrolar el curso del nao y una torrencial lluvia empeora el panorama. Busca ayuda, pero nadie se ve a la redonda; anoche todos los tripulantes jugaban cartas y cantaban mientras bebían alcohol, por lo que deben seguir dormidos.

Cae al agua. En el primer esfuerzo para salir a flote, desciende al abismo del océano, como sucede con los esclavos africanos que son lanzados al mar con todo y grillete cuando enferman o se rebelan. Cierra los ojos esperando la muerte, pero su cuerpo arde: cree estarse desangrando. Por fin se detiene el deslice. Alguien lo sujeta. ¡Es ella! La culpable de su descuido. Lo abraza y su hermosa aleta que cubre toda la parte de su tronco inferior lo desplaza hacia sabrá Dios dónde. Se detienen en cueva submarina y con asombro puede ver el rostro de la criatura que, hasta hace poco, creyó que surgió de la imaginación de un pirata de baja categoría mientras se emborrachaba.
Ella sonríe y comienza a acariciarlo, lo adora como si fuera su Dios; él cree que se trata de una trampa y espera lo peor, pero mientras la sirena le besa los pies, nota que se parece demasiado a su prometida Elizabeth, quien le suplicó que no realizara este viaje. Entonces se tranquiliza y, dentro de su atuendo saca una flauta y comienza a armonizar el canto de su raptora.

¡Debo estar soñando, eso es! Se dice a sí mismo al recordar que jamás ha tocado algún instrumento musical. No tiene otra opción que permanecer ensimismado con la armonía del canto de su nueva Heroína y la melancolía que se emite desde su aguda flauta, que atrae peces y demás especies capaces de respirar bajo el agua. En eso siente que un brutal latigazo le estremece la espalda. Suenan pasos firmes, piensa que se trata de un corsario que los ha invadido y un segundo azote le obliga a despertar. El sol naciente le encandila toda la vista y, envuelta en llamas por los destellos del astro rey, frente a él posa una figura aún más terrorífica que la del reciente sueño, pero se niega a alzar la vista para reconocerla…


ASR

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