5 de julio de 2020

Entreacto


Entreacto

Se alza el telón para dar inicio al tercer y penúltimo acto. En escena sólo se aprecia a Marisa, quien contempla las luces del teatro, cual ave exótica enjaulada lo hace con las nubes, anhelando desplegar sus alas para desaparecer de ese cautiverio que la ha privado del paraíso al que le consta que debe pertenecer.



De niña soñaba con ser actriz, que la gente pagara boletos para verla, que sus vecinos y amigos de la escuela le pidieran autógrafos y fotos, para que después dijeran previo a un suspiro: “yo la conocí antes de que se convirtiera en estrella”.

Pero como ha sucedido por los siglos de los siglos, la realidad de los adultos está muy alejada de los anhelos de la infancia, y hace ya bastante tiempo que Marisa dejó de ser una niña. Así que lejos de sentirse realizada, la consumen el remordimiento y la pena. Conocedores de la belleza excepcional de su única hija, sus padres no estuvieron de acuerdo de verla frente a los teatros, porque a la fecha, en nuestra pequeña ciudad se cree que las actrices llevan una vida deshonrada, envuelta en el libertinaje. Aún así le permitían participar en los festivales.

Cierto día, una compañía extranjera necesitaba una niña de manera urgente para realizar su presentación en nuestra ciudad y en los pueblos de alrededor. Los profesores recomendaron a Marisa, aunque sabían que no sería sencillo conseguir el permiso. Sin embargo, cuando los señores contemplaron que el dinero ofrecido es el equivalente a lo que gana el papá en dos años, como por arte de magia cambiaron de idea y mientras su hija se moría de miedo por viajar con desconocidos a lugares que jamás había visitado, ellos contemplaban en cuánto tiempo les alcanzaría para comprar una casa en la zona residencial donde vive la clase alta para unirla en matrimonio con un hombre realmente poderoso. Talvez un gobernante, y no solamente los burgueses fanfarrones que serían sus nuevos vecinos. Tardó más de lo que contemplaron, pero lograron su propósito.

Un año después de aquella primera gira artística, Marisa ya no quería saber nada de la actuación. Comía mal y estar alejada de sus amigos fue lo peor que lo pasó primero; después, al crecer y ser una hermosa adolescente, surgieron las envidias de las otras actrices. Sólo fue feliz cuando los sábados escapaba con su novio, un joven humilde que se encargaba de confeccionar la vestimenta, pero esa alegría, ese consuelo sincero, duró muy poco: sus padres se enteraron y uno de los socios de la compañía, un cuarentón obeso y prepotente, se fijó en ella y juró a los progenitores de Marisa que él se encargaría de protegerla.

El novio desapareció. El protector, que presumía su matrimonio con la hija de un general como algo sagrado, no la deseaba como su principal amante: salía de juerga con directores, guionistas e histriones más cotizados y entre todos abusaban de la indefensa actriz. Por esta situación, sus compañeros la habían marginado y en los camerinos pasaba sola, y, orgullosa como pocas, se bebió sus lágrimas para evitar derramarlas, mas sus mejillas se secaron y difícilmente sonreía.

Y fue así que cuando sus ojos se hundieron en dos espantosas ojeras púrpuras, que contrastan con su piel lechosa; cuando las canas comenzaron a plagar su rubia y lacia cabellera, sus raptores se aburrieron, más bien, se olvidaron de Marisa, quien pronto se relacionó con un séquito de pretendientes. Convive con ellos en bares y cantinas. Más de uno ha caído a sus pies, pero obstaculizan su amor por miedo a lo puedan pensar los demás.

Además los trata como si fueran seres insignificantes. Le interesan más los jóvenes estudiantes de letras y filosofía que la admiran, que prefieren sacrificar sus pocos ingresos en un ticket para verla cada fin de semana en el teatro de la ciudad, sin importarles que su calidad histriónica va en declive tiempo.

Les asombra su mirada taciturna, se enamoran al verla actuar, gesticular; sueñan con amanecer junto a esos ojos azules, y creen tener la solución para consolarla de todas las penas que ha vivido y que todo el pueblo conoce de principio a fin; estos intelectualoides confían que su simple compañía bastará para borrar los recuerdos sombríos: ha leído sus escritos en periódicos y cuentos que se han publicado basados en su vida, destacando lo mucho que ha “envejecido” en tan poco tiempo.

Se baja el telón. En el entreacto Marisa se encierra en su camerino y no sale para cambiar su atuendo, como lo indica la obra que soy se presenta. La llama el maquillista una y otra vez, pero ella no responde. Abre el periódico en la página donde está la sinopsis que escribió uno de sus admiradores, presente en primera fila esta noche. Ha subrayado la siguiente cita:

“Pareciera que el mismísimo Chejov visitó nuestra ciudad y, enajenado con la mirada de la desdichada actrizuela, se inspiró en alguno de sus personajes con la siguiente descripción ‘su amable sonrisa se había apagado para siempre*’, aunque eso sí, los demás rasgos faciales no concuerdan del todo”.

Dos minutos para el último acto. Cambio de vestuarios, Marisa mantiene su vista en las letras y al final, sin pensarlo, su rostro hace una mueca irónica (porque en realidad no sonrió), acorde a su pensamiento: “así que mi sonrisa se ha apagado para siempre. Les daré la dicha de ver mi última sonrisa”.

 La apuran el maquillista y demás integrantes del staff, pero no les hace caso. La apresuran sus compañeros. Mete a sus bolsillos un frasquito que contiene una extraña pócima. Y una pistola con tres balas.

Su plan original consistió en dispararle primero al cuarentón obeso, después a su esposa que siempre la acompañaba a las funciones, y por último a alguno de sus admiradores. Pero en el entreacto cambió en varias ocasiones el orden y sus objetivos, aunque eso sí, el marido de la hija del militar de alto rango era su primera opción, porque tras bambalinas, lo vio cortejando a la actriz novata que en los últimos meses la había relegado en papeles secundarios.

Vuelve a caer la cortina. Sale unos cuantos segundos tarde, ante el reclamo del director y otros jefes innecesarios, de esos que abundan por todos lados en un país tercermundista. Lo primero que ve es a un pequeño regordete de unos ocho años, sentado al lado del regordete cuarentón que le ha ultrajado la vida. Sus compañeros arrancan con el acto, pero ella avanza hacia adelante, lo más cercano al público, y como si se tratara del más experimentado de los sicarios, desenvuelve el arma y la activa sin alzarla demasiado.

El vestido aperlado de la dama se ha manchado completamente de sangre. Recargado sobre el sillón está el pequeño gordito, con la frente perforada. El grito de espanto de la madre que acaba de perder a su único retoño es opacado por otro disparo, y ahora sí, en todo el teatro, que se ha quedado mudo porque no saben si se trata de un acto sorpresa, retumba un lamento espantoso del padre de la víctima. Está temblando y escupe sangre. Se toca sus piernas, inundadas en un charco escarlata, y entre los dedos le escurre líquido espeso y caliente. La bala le pegó en el vientre bajo. Falló Marisa, porque apuntó directo a los testículos. Mira directamente al autor de la sinopsis, y le regala una sonrisa y después una carcajada que lo dejó helado de por vida, porque nunca más se atreverá a mencionar su nombre, ni evocarla, en sus crónicas y cuentos.

 Y de inmediato la frialdad desapareció. Marisa ya no sabe qué hacer con el tercer tiro. 
Aterrados, los asistentes comienzan a salir. Siente que uno de sus colegas se acerca y se toma de inmediato la pócima. Se desploma y comienza a convulsionarse en el suelo. Una de sus compañeras la sujeta, trata de auxiliarla, pero ella ladea la cabeza y mira hacia la ventana. Recuerda su niñez, jugando en la escuela con sus amigos, y antes de cerrar los ojos vuelve a imaginarse que es un ave, no una exótica, sino cualquier pajarillo que merodea los árboles del teatro que está frente a la plaza de nuestra pequeña ciudad.

"Haré mi último acto de falsear sonrisas",
*Anton Chejov – Los Campesinos

ASR


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