Entreacto
Se
alza el telón para dar inicio al tercer y penúltimo acto. En escena sólo se
aprecia a Marisa, quien contempla las luces del teatro, cual ave exótica
enjaulada lo hace con las nubes, anhelando desplegar sus alas para desaparecer
de ese cautiverio que la ha privado del paraíso al que le consta que debe
pertenecer.
De
niña soñaba con ser actriz, que la gente pagara boletos para verla, que sus
vecinos y amigos de la escuela le pidieran autógrafos y fotos, para que después
dijeran previo a un suspiro: “yo la conocí antes de que se convirtiera en
estrella”.
Pero
como ha sucedido por los siglos de los siglos, la realidad de los adultos está
muy alejada de los anhelos de la infancia, y hace ya bastante tiempo que Marisa
dejó de ser una niña. Así que lejos de sentirse realizada, la consumen el
remordimiento y la pena. Conocedores de la belleza excepcional de su única
hija, sus padres no estuvieron de acuerdo de verla frente a los teatros, porque
a la fecha, en nuestra pequeña ciudad se cree que las actrices llevan una vida
deshonrada, envuelta en el libertinaje. Aún así le permitían participar en los
festivales.
Cierto
día, una compañía extranjera necesitaba una niña de manera urgente para
realizar su presentación en nuestra ciudad y en los pueblos de alrededor. Los
profesores recomendaron a Marisa, aunque sabían que no sería sencillo conseguir
el permiso. Sin embargo, cuando los señores contemplaron que el dinero ofrecido
es el equivalente a lo que gana el papá en dos años, como por arte de magia cambiaron
de idea y mientras su hija se moría de miedo por viajar con desconocidos a
lugares que jamás había visitado, ellos contemplaban en cuánto tiempo les
alcanzaría para comprar una casa en la zona residencial donde vive la clase
alta para unirla en matrimonio con un hombre realmente poderoso. Talvez un
gobernante, y no solamente los burgueses fanfarrones que serían sus nuevos
vecinos. Tardó más de lo que contemplaron, pero lograron su propósito.
Un
año después de aquella primera gira artística, Marisa ya no quería saber nada
de la actuación. Comía mal y estar alejada de sus amigos fue lo peor que lo
pasó primero; después, al crecer y ser una hermosa adolescente, surgieron las
envidias de las otras actrices. Sólo fue feliz cuando los sábados escapaba con
su novio, un joven humilde que se encargaba de confeccionar la vestimenta, pero
esa alegría, ese consuelo sincero, duró muy poco: sus padres se enteraron y uno
de los socios de la compañía, un cuarentón obeso y prepotente, se fijó en ella
y juró a los progenitores de Marisa que él se encargaría de protegerla.
El
novio desapareció. El protector, que presumía su matrimonio con la hija de un
general como algo sagrado, no la deseaba como su principal amante: salía de
juerga con directores, guionistas e histriones más cotizados y entre todos
abusaban de la indefensa actriz. Por esta situación, sus compañeros la habían
marginado y en los camerinos pasaba sola, y, orgullosa como pocas, se bebió sus
lágrimas para evitar derramarlas, mas sus mejillas se secaron y difícilmente
sonreía.
Y fue así que
cuando sus ojos se hundieron en dos espantosas ojeras púrpuras, que contrastan
con su piel lechosa; cuando las canas comenzaron a plagar su rubia y lacia
cabellera, sus raptores se aburrieron, más bien, se olvidaron de Marisa, quien
pronto se relacionó con un séquito de pretendientes. Convive con ellos en bares
y cantinas. Más de uno ha caído a sus pies, pero obstaculizan su amor por miedo
a lo puedan pensar los demás.
Además los trata
como si fueran seres insignificantes. Le interesan más los jóvenes estudiantes
de letras y filosofía que la admiran, que prefieren sacrificar sus pocos
ingresos en un ticket para verla cada fin de semana en el teatro de la ciudad, sin
importarles que su calidad histriónica va en declive tiempo.
Les
asombra su mirada taciturna, se enamoran al verla actuar, gesticular; sueñan
con amanecer junto a esos ojos azules, y creen tener la solución para consolarla
de todas las penas que ha vivido y que todo el pueblo conoce de principio a
fin; estos intelectualoides confían que su simple compañía bastará para borrar
los recuerdos sombríos: ha leído sus escritos en periódicos y cuentos que se
han publicado basados en su vida, destacando lo mucho que ha “envejecido” en
tan poco tiempo.
Se
baja el telón. En el entreacto Marisa se encierra en su camerino y no sale para
cambiar su atuendo, como lo indica la obra que soy se presenta. La llama el
maquillista una y otra vez, pero ella no responde. Abre el periódico en la
página donde está la sinopsis que escribió uno de sus admiradores, presente en
primera fila esta noche. Ha subrayado la siguiente cita:
“Pareciera
que el mismísimo Chejov visitó nuestra ciudad y, enajenado con la mirada de la
desdichada actrizuela, se inspiró en alguno de sus personajes con la siguiente
descripción ‘su amable sonrisa se había
apagado para siempre*’, aunque eso sí, los demás rasgos faciales no
concuerdan del todo”.
Dos minutos para
el último acto. Cambio de vestuarios, Marisa mantiene su vista en las letras y
al final, sin pensarlo, su rostro hace una mueca irónica (porque en realidad no
sonrió), acorde a su pensamiento: “así que mi sonrisa se ha apagado para
siempre. Les daré la dicha de ver mi última sonrisa”.
La apuran el maquillista y demás integrantes
del staff, pero no les hace caso. La apresuran sus compañeros. Mete a sus
bolsillos un frasquito que contiene una extraña pócima. Y una pistola con tres
balas.
Su
plan original consistió en dispararle primero al cuarentón obeso, después a su
esposa que siempre la acompañaba a las funciones, y por último a alguno de sus
admiradores. Pero en el entreacto cambió en varias ocasiones el orden y sus
objetivos, aunque eso sí, el marido de la hija del militar de alto rango era su
primera opción, porque tras bambalinas, lo vio cortejando a la actriz novata
que en los últimos meses la había relegado en papeles secundarios.
Vuelve
a caer la cortina. Sale unos cuantos segundos tarde, ante el reclamo del
director y otros jefes innecesarios, de esos que abundan por todos lados en un
país tercermundista. Lo primero que ve es a un pequeño regordete de unos ocho
años, sentado al lado del regordete cuarentón que le ha ultrajado la vida. Sus
compañeros arrancan con el acto, pero ella avanza hacia adelante, lo más
cercano al público, y como si se tratara del más experimentado de los sicarios,
desenvuelve el arma y la activa sin alzarla demasiado.
El
vestido aperlado de la dama se ha manchado completamente de sangre. Recargado
sobre el sillón está el pequeño gordito, con la frente perforada. El grito de
espanto de la madre que acaba de perder a su único retoño es opacado por otro
disparo, y ahora sí, en todo el teatro, que se ha quedado mudo porque no saben
si se trata de un acto sorpresa, retumba un lamento espantoso del padre de la
víctima. Está temblando y escupe sangre. Se toca sus piernas, inundadas en un
charco escarlata, y entre los dedos le escurre líquido espeso y caliente. La
bala le pegó en el vientre bajo. Falló Marisa, porque apuntó directo a los
testículos. Mira directamente al autor de la sinopsis, y le regala una sonrisa
y después una carcajada que lo dejó helado de por vida, porque nunca más se
atreverá a mencionar su nombre, ni evocarla, en sus crónicas y cuentos.
Y de inmediato la frialdad desapareció. Marisa
ya no sabe qué hacer con el tercer tiro.
Aterrados, los asistentes comienzan a
salir. Siente que uno de sus colegas se acerca y se toma de inmediato la
pócima. Se desploma y comienza a convulsionarse en el suelo. Una de sus
compañeras la sujeta, trata de auxiliarla, pero ella ladea la cabeza y mira
hacia la ventana. Recuerda su niñez, jugando en la escuela con sus amigos, y
antes de cerrar los ojos vuelve a imaginarse que es un ave, no una exótica,
sino cualquier pajarillo que merodea los árboles del teatro que está frente a
la plaza de nuestra pequeña ciudad.
"Haré mi
último acto de falsear sonrisas",
*Anton Chejov –
Los Campesinos
ASR