3 de agosto de 2013

Penumbra


(Publicado en Facebook el 27 de marzo de 2011)

Abrí los ojos. No sabía si estaba inconsciente, moribundo, o tan sólo era un sueño más. Me ardía la garganta, como aquella noche de junio en que me emborraché por primera vez. El riñón cobraba factura al letal vicio que superé un poco tarde.

Me encontraba tirado boca arriba, algo sucio, con ropa vieja y simple. Traía un short que me regalaron en un cumpleaños y una camiseta de tirantes percudida por el cloro. Calzaba mis tenis blancos; el derecho, con las agujetas desamarradas, y el izquierdo, en la zona trasera que cubre el talón, un poco roto.

No reconocí la superficie sobre la cual reposaba. Mis hombros hacían creerme que era grava, aunque mis piernas parecían estar embarradas de lodo. El sitio me pareció familiar, pues pensé que ya había estado ahí hace mucho tiempo, cuando jugaba con mis vecinos de la infancia, o con mis primos costeños. Sin embargo, no volteé a los costados.

 Mi atención pertenecía al cielo, que lucía totalmente gris. El viento gélido golpeaba mi cara. Aún quedaban destellos solares, que fungieron como chimenea ante mi débil cuerpo. Podría decir que pasaron tres días, pero jamás anocheció. El aire soplaba con ira, como queriendo mover la poca luz del sol que me cobijaba.

De repente, intenté mover los brazos. No tuve problema alguno para lograrlo. Metí las manos a los bolsillos del short, noté que estaban vacíos y entonces, empezó a arderme la piel. El sol parecía explotar y en pocos segundos se invirtieron los papeles: quien me mantuvo vivo fue el aire, que apenas pude respirarlo.

Sin embargo, permanecí en el suelo. Sabía que podía levantarme y buscar un refugio. Pero no lo hice, pues daba lo mismo terminar congelado o calcinado. Sentí en la luz una mirada autoritaria, decepcionada, que al ver mi apatía, se retiró. En un principio, lentamente; después, debió recordar que había alguien más que cuidar, y aceleró.

Comenzaron a llegar nubes negras, obesas en su totalidad. Mi pose continuó intacta, pude haber ganado un millón de veces en las estatuas de marfil. Sentí escalofríos, un poco de miedo y en momentos, asco... pero recordé que he sido hipócrita en ciertas ocasiones y coloqué mis manos bajo la nuca.

Cuando empezó a llover, observé en los nimbos momentos tristes de mi vida. En los relámpagos, se escuchaba la risa de mis enemigos; algunos habían sido olvidados, y otros, en su momento hicieron las paces conmigo. Y sin embargo, ahí estaban, señalándome con su dedo índice, mientras se burlaban.

No les hice caso, pero la intranquilidad me invadió. Recordé que existió una mujer que se atrevió a amarme, sin importarle mis errores. Creí extrañarla, al menos en ese instante que necesitaba un abrazo sincero. Sentí las gotas de lluvia como pedradas, arrojadas por quienes desde arriba, engañados, intentaban castigarme.

Me hinqué y cerré los ojos, mientras pensaba en ella. Imaginé que nos besábamos con intensidad, mientras trataba de protegerla de la lluvia; quería encontrar la manera de decirle que también la amé.

Por fin decidí pararme, reí un poco y alcé la mirada, para esclarecerles que su desprecio jamás desbalanceó mi camino. Notaron que yo no imploraba piedad mientras mis rodillas permanecieron en el suelo.



                                                 Penumbra_by_Inebriantia (Deviantart.com, 2005)

La tormenta desapareció junto con las nubes, quienes lanzaron sus últimos truenos, llenos de las mismas maldiciones con las que intentaron condenarme tiempo atrás. Fui feliz, pues derrotar a quienes aborreces puede ser considerado una meta alcanzada. Fantaseé con ella. La tomé de la mano y así caminamos por muchas horas, descalzos, en la arena del mar.

Ya era tiempo de regresar a la realidad. Tenía que buscarla, pedir perdón y aceptar disculpas. Y ella no era la única, había en mi mente cualquier cantidad de personas con quienes debía platicar, aclarar la situación para después reírnos del pasado, o al menos, darse la media vuelta sin resentimiento; quería agradecerles porque fueron el sol en mi penumbra.

Miré a los costados y vi que estaba en la playa, echado en la arena, ensuciada por pequeñas conchas del mar. Observé el reloj y me entristecí al notar que no transcurrieron ni treinta minutos desde que me fui de la casa. Regresé y no quise tomarme una Coca Cola porque ya casi no me gustaban.

Gracias por leerme... ASR

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