Fue bastante extraño observar a Don
Pedro impaciente y sumergido en tal desesperación, que olvidó que en su casa
manda el macho y acudió al auxilio de su esposa, Doña Natividad, quien en ese
momento me preparaba un jugo.
“¡No se ha levantado este
cabrón!”, dijo en un tono bajo, no tanto como él hubiera querido -la sordera de
su mujer ha ido en incremento en los últimos meses-, pero sí lo suficiente para
que no lo escucharan todas las personas que esperaban ser atendidas por Doña
Nati.
Sin mirar a su marido y con voz
resignada, como “dándole el avión”, respondió: “ve y dile algo”, y continuó
concentrada, retirando con esmero las semillas, la pulpa y demás residuos atorados
en el exprimidor. Hubo un amplio silencio y Don Pedro se retiró.
“¡Listo, joven, son 12 pesos, ya
subió!”, me dijo la señora al entregarme el jugo, y noté en su mirada un poco
de rubor, pues yo estaba hasta adelante, y tal vez le incomodó que haya
escuchado el comentario de su esposo (soy cliente constante desde hace más de
10 años, sea temporada baja o alta, y nunca he renegado por el precio. Descarto
que se haya sonrojado porque el jugo costó dos pesos más).
“¡Está demasiado dulce!”, le
dije, luego de dar un trago a mi jugo de toronja, que de verdad tenía un sabor
para deleitarse, lo que me sorprendió porque hace un par de meses concluyó la
temporada. Mi felicidad (de verdad me hizo feliz beber ese jugo y puedo
compararlo con la emoción que representa el comer el primer gajo de mandarina
en otoño) tenía un plus: el domingo compré un jugo en un lugar donde los dan
más baratos, pero parecía que las naranjas estaban echadas a perder, y añoré
los que sirve Doña Nati.
Pero por desgracia, los domingos
ella cierra a las 12, o antes, y en aquella ocasión ya era más de las 2 de la
tarde, por lo que con mayor razón, debí destacar su producto, aunque la
intención de mi comentario fue hacer como que no me interesaba, o no había captado,
la presencia de Don Pedro.
Compré jugo de toronja, y no de
naranja, porque Doña Nati me dijo que le habían llegado “pasadas de maduras” y
las mejorcitas se acabaron desde temprano. Amo a la gente así: honesta con su
servicio y cuidadosa con los clientes. Pero no voy a hablar de la bondad de
esta mujer extremadamente católica, ni de su marido machista, ni de buenos
modales ni mucho menos de consejos de marketing.
Me subí a la bicicleta y vi el
reloj. Marcaba casi las 12:30. Ya era tarde. Y esto que cuento sucedió un lunes,
un día después de tomar jugo de naranja semi-podrido. Sé a quién se refería Don
Pedro cuando mencionó a “un cabrón que no se había levantado”. Lo conozco, es
su “junior”. Tal cual, así lo llamaba desde que tenía 5 años, y así se dirige a
él a la fecha, porque a “Pedrito” nunca le ha gustado su nombre.
Ese lunes no fui a trabajar y me
levanté hasta las 10 de la mañana. Sé que es de muy mal gusto contar ciertas
historias de personas ajenas, es chismear y algo así como meterse en lo que no
nos importa… pero desgraciadamente me llegaron las palabras de Don Pedro, y
para tratar de desprenderlas de mi mente, decidí escribir.
Lo primero que recordé fue a mi
padre renegando, cuando a mis 16 años, en plenas vacaciones de verano, me
levantaba incluso hasta las 12. Él tiraba indirectas, que ahora que estoy pisando
las tres décadas, comprendo que es bastante incómodo tener en casa a un
adolescente que no ayuda en los quehaceres.
A los 16, muchos ya alcanzaron su
desarrollo total en estatura, que suele superar a la de tus progenitores, al
menos en el caso de los hombres: ya comes como adulto, pero en muchas
cuestiones, legales e intelectuales, se te interpreta como a un ser inocente y
desprotegido que apenas da sus primeros pasos en la vida… y te vuelves abusivo.
A los 16 y en vacaciones solía
jugar hasta tres “retas” en la calle. Me metía ya muy noche y me bañaba incluso
a la 1 de la mañana. Chateaba en el Messenger hasta las 3, al tiempo que
descargaba canciones de Ares, las cuales escuchaba a un volumen no alto, pero
que sí incomodaba a quienes trataban de dormir, y a mí me valía madre: hasta
sentía que les hacía un favor, porque sus oídos escuchaban música de primer
nivel, como Oasis, Nirvana, The Who y Radiohead (cuando escuchaba a Blink 182 y
demás basura happy-punk, aún lo hacía en el cyber: cuando Dios me juzgue, a mi
favor diré que este no molesté a mi familia con este estilo… no en la madrugada).
Por eso me levantaba a las 12, o
más tarde. Me salía a jugar, regresa a comer para volverme a ir y llegar a
bañarme pasada la medianoche. Esto sucedía tres o cuatro días por semana...,
reitero, en vacaciones de verano, Y esto le molestaba a mi papá. Creo que mi
madre prefería que yo no estuviera en casa, o quién sabe, pues nunca hizo un
comentario a favor ni en contra.
“¿A dónde crees que vas a llegar
con esa actitud?”, me cuestionaba mi papá a cada rato, y después me daba
sermones de cómo debía educar a mis hijos… y a mi vieja. Esto a mis 16, cuando
apenas empezaba a interesarme por el sexo opuesto (siempre he bendecido que la
calentura genital se presentó en mi cuerpo una vez concluida la secundaria).
No creo que Junior siguiera
dormido este lunes a las 12 y media porque se desveló cuidando a sus dos hijos;
es más probable que anduviera crudo (desde sus 15 años demostró que sería todo
un “macho alfa” para eso de la parranda), y me pregunté qué habrá pensado mi
madre respecto a que hoy me levanté tarde. Quizá recordó esa etapa de mis 16, o
tal vez pensó que estaba muy cansado porque trabajé en domingo… o a lo mejor ni siquiera le dio importancia, o
incluso ni siquiera se dio cuenta.
Me incumbió que Pedrito o Junior
se levantara tarde porque aunque es cuatro o cinco años menor que yo, él y los
de su edad actúan igual que los de mi generación, esclava de la tecnología y
con alcance a lo que sucede en todo el mundo, pero que educa a sus hijos con la
misma mentalidad retrógrada que lo hicieron nuestros padres, quienes de jóvenes,
a lo mucho tuvieron una televisión en blanco y negro, la cual sólo transmitía
telenovelas y noticias de la ciudad más cercana a su pueblo (Pedrito y yo
crecimos en el mismo barrio, y más o menos tenemos el mismo nivel
socioeconómico).
Y nuestros padres disfrutan que
así sea. Les gusta saber que en logros patrimoniales superan a sus retoños, que
ellos sí pudieron comprar una casa, aunque en ese entonces costaban 300 mil
pesos y ahora valen un millón y medio, con todo y humedad, y los sueldos han
incrementado muy poco. Aman saber que hicieron lo correcto al regañarnos y
corregirnos –casi siempre mediante severos golpes y groserías humillantes-; que
de haber sido de un modo más dulce, ahorita andaríamos vendiendo droga, o peor
aún, ya estaríamos en la cárcel o muertos.
Seguir viviendo en su casa, lo
interpretan como una señal de que aún dependemos de ellos, y les satisface que
repitamos sus errores: “¿quién cuidaría a mis nietos si no estuviéramos?”,
suelen presumir ahora que son abuelos.
O quizá realmente sólo son
felices porque pueden vernos a diario y recordar sus tiempos mozos al apreciar
nuestro rostro, y disfrutan con sus nietos los momentos que no pudieron tener
con sus hijos. Porque el ser humano –sea macho o hembra-, es muy cursi cuando
lo invade la nostalgia, y más cuando en su cuerpo se ha extinguido la belleza,
la fortaleza, la arrogancia y demás armas de la juventud. No les gusta estar
solos y a quienes ofendieron, maldijeron y renegaron de tenerlos como
compañeros, ahora ya no quieren despegarse ni un segundo de ellos.
Aún vivo con mi madre, y aunque
mis hermanas ya se fueron de casa, pasan mucho más tiempo con ella que yo.
Generalmente salgo en cuanto me levanto y llego para bañarme y dormirme, aunque
ya no a medianoche, sino mucho antes; ya hasta vergüenza me da jugar futbol y
no me complace escuchar por la noche a Noel Gallagher, ya sin la compañía de su
hermano Liam, ni a The Who. Aunque de repente sí pongo, lo más bajito posible,
a Silvio Rodríguez, Joaquín Sabina o Adele.
Me orgullece seguir soltero y no
tener hijos; presumo que son las razones por las que aún mantengo un aspecto un
tanto juvenil. Seguido pienso qué haría si de mí (y de mi actual sueldo)
dependieran un hijo (o dos) y una pareja atada a una “firma civil”, o a una
obligación de conciencia.
Me aterraría ser una mala imagen
de quienes me quisieran, pues casi estoy seguro que hasta los 4 años, todo niño
es un angelito y ama sin condiciones ni obligaciones morales ni religiosas a
sus papis: los ven como súper héroes, así sean flacos, o muy obesos, y con cara
de idiotas, cuyas únicas virtudes sean gritar todo el pinche día, porque ya ni
para beber alcohol sirven; se acercan para contarte sus dudas y sus emociones, sin
importar que veinte minutos antes los hayas ofendido y desanimado con un
comentario estúpido, o por no brindarles el tiempo que requieren.
¿En dónde viviríamos? ¿Habría
escapado? ¿Me habría suicidado? Tal vez ambas, porque quizá también soy un
“cabrón que no se ha levantado”, a pesar de no estar crudo ni cansado tras
haber jugado una cascarita.
(Escrito el primer
lunes de julio del 16).
ASR
ASR