Se avecina el otoño y, al menos
en mi mente, ya huele a mandarinas. Estoy feliz porque estos son mis mejores
días año tras año, porque ya no hace tanto calor y aunque de repente chispea,
podemos decir que las lluvias se han ido; cierto es que también se aproxima el
frío, pero con los años ha disminuido y además, como la mayoría de la gente,
ella suele ponerse melancólica, por lo que mis probabilidades de abrazarla y de
templar mi cuerpo junto al suyo, se incrementan.
Quienes reniegan de los lunes,
seguro es porque no tienen la dicha de verla, al menos cuando entra y sale del
trabajo. Siempre es en este día cuando mejor se arregla, y aunque suele estar
más seria de lo ordinario, es cuando su sonrisa resplandece más. Porque sabe
del poder que sus prendas imponen no sólo a los hombres, también a sus
compañeras. Y ella disfruta ser el centro de atención los inicios de semana. El
resto de los días vuelve a ser la de siempre.
FOTO: DEVIANTART
Aunque desde los sábados espero
los lunes, sólo para contemplarla lo más temprano posible, hoy llegué de prisa
a la oficina, a terminar un pendiente, y totalmente desubicado, inmerso en las
letras de mi libro, que tratan del pasado.
Tan distraído estaba, que no
escuché el imponente ruido de sus tacones; incluso, ni siquiera reconocí su voz
cuando me saludó, y eso que acercó su boca muy a mi oreja. Al voltear vi su
sonrisa coqueta, de mujer triste y maliciosa, la misma con la que me aturdió
desde el primer día que la vi, si mal no recuerdo hace casi cinco octubres, y
la misma que me detuvo el corazón cuando me reencontré con ella, hace año y
medio, cuando ya ni siquiera pensaba en ella, pues había creído que nunca más la volvería a ver: de ese mismo modo
inesperado, cuando ya la daba totalmente por perdida y de la nada apareció en
la oficina donde yo trabajaba en ese entonces, así llegó y me saludó.
Vi sus torneadas piernas por
varios segundos y añoré volver a acariciarlas: lástima que sólo me permitió
amarla en verano, cuando más vanidoso y estúpido me porto, y no en estas
fechas, en las que sin dudarlo me convertiría en su esclavo. Contemplé su
mirada, y dentro de mi fantasía, sentí que ella anhelaba acariciar mi cabello,
como hacía hasta hace unos meses. Guardaré los detalles más bellos y sólo
recordaré que este lunes, como el anterior y el anterior, fui muy feliz al
verla, y me sentí dichoso porque compartimos el mismo espacio y tiempo.
Después mis ojos se clavaron en sus
empeines color almendra, que hacían un contraste divino con sus zapatos totalmente
negros y tan bien cuidados, que parecían estar recién estrenados. En su
piecito (lo es aunque esté patona) sobresalía un grano rosita, como de esos
ocasionados por los mosquitos y que se hinchan tras rascarlos en repetidas
ocasiones. “¿Habrá aniquilado al insecto que le provocó ese desperfecto?”.
Supongo que sí, es una experta
para deshacerse de lo que ya no le sirve y de lo que le incomoda. Aunque quizá
lo dejó rondar por un día más en su cuarto, porque también le agrada el peligro y compartir
su poco tiempo libre con criaturas extrañas, como yo, y como los zancudos.
Quién sabe qué habrá hecho anoche, o tal vez el grano se produjo a plena luz del día.
Por lo pronto, ahora que ya se
consumen los primeros minutos del martes, espero a que sea lunes, y si ese día hace
frío y chispea, es mayor la posibilidad de que use pantimedias o leggins,
acompañados de su gabardina. Entonces quienes tenemos la dicha de verla en la
oficina, y quienes pueden contemplarla mientras espera el camión de ida y de
vuelta, seguro contemplarán un bello motivo que los hará olvidarse, por un
breve instante, de que es lunes.
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