Capítulo I
Viernes 8 de septiembre de 2017. “Iniciativa incluyente para los
obreros”
Aquella tarde de septiembre salí
a las 6:30pm de una junta de trabajo. Tomé una bicicleta pública y solo avancé
dos cuadras, pues no le vi caso pedalear 15 minutos hasta la terminal del
camión para alcanzar lugar y continuar con la lectura. Preferí tomarlo al cruce
de Chapultepec, la avenida donde me encontraba, sin importar si vendría lleno
de gente. Total, por la mañana leí más de 20 hojas y aunque fue una semana muy
tranquila, no quise volver a sacar de la mochila mi libro de “El Diario de un Escritor” y preferí
escuchar música.
Antes de doblar para estacionar
la bici, un minibús de la ruta 629-B me cerró el paso y bajó a varios
pasajeros, entre ellos un muchacho de entre 20 y 25 años, que me llamó la
atención primero por la forma tan extraña en que me miró, y enseguida por su
atuendo totalmente sucio. Caminé rumbo a la estación y muy pronto alcancé a
dicho sujeto. Entre tanto transeúnte, no sé por qué demonios pensé que
pretendía seguirme… o asaltarme, así que me fui trotando, por no decir
corriendo.
En la parada había mucha gente
esperando a los inmensos vehículos rojos. Transcurren varios minutos y sólo
pasan los trolebuses, a los cuales suben muy pocas personas. Sin planes y sin
prisa, podía esperar hasta media hora, como suelen tardar últimamente. De
repente volteo por inercia y veo ahí al ex pasajero del 629-B, recargado en un
poste. Es sorpresivo, porque soy pésimo para memorizar rostros y poner atención
a los rostros.
Un par de minutitos después, en
el horizonte, o mejor dicho, sobre Avenida Hidalgo, se apreciaron dos puntos
rojos más grandes que los demás automotores. Conforme se acercaron, en ambos se
distinguieron tres dígitos blancos -de cuales dos son ceros- en el parabrisas
delantero. De inmediato nos formamos por orden de género y edad: primero las
mujeres, después los ancianos, luego las personas que llevaban niños y luego quienes
nos resignamos a irnos parados.
El primer bus, que se ve
totalmente vacío, rebasó varios carros y se movió al carril central para no detenerse
en la estación, pero al menos tuvo la delicadeza de hacer una seña de que atrás
venía su compañero, y continuó su marcha a toda máquina. Su “pareja” esperó dos
cuadras y avanzó lento hasta que se topó con nosotros. Llevaba muchos pasajeros
de pie, por lo que probablemente ya no había asientos disponibles. Esas
mugrosas mañas de la ruta 500, de irse en compañía una unidad infestada y la
otra vacía, se perfeccionan conforme incrementa la tarifa del pasaje, y cumplen
a la perfección su propósito de contagiarnos del malhumor de los conductores.
Después que subieron todos los
ancianos de la fila, se congregaron como tres señoras más. Les cedimos el paso
y cuando tocaba mi turno para subir, hice un gesto al “ex pasajero de la 629” para
que pasara él primero y respondió con un ademán de gratitud. Mientras pisaba
cada escalón, noté que su pantalón, y en sí toda su ropa y cuerpo, estaban
machados de tierra y mezcla no del todo seca.
Desde el principio me dio muy
mala espina este sujeto. Para su buena suerte, en el primer semáforo que nos
tocó se bajó una muchacha que estaba sentada justo a su lado, y no desaprovechó
la oportunidad de sentarse. Llevaba unos audífonos azules, bastante grandes,
como de DJ, y supuse que debía estar escuchando banda o reggaetón. Pero me dejó
con la duda, porque muchos fanáticos de estos géneros suelen reproducir las
canciones sin auriculares y a todo volumen, con una postura de como si
estuvieran haciendo un favor o como si los pasajeros debieran mirarlos con
atención, al ser importantes por traer esa música. Pero no es el tema y no supe
qué estaba escuchando. Talvez las noticias en la radio.
La única foto que pude tomarle al sujeto de los audífonos azules. El camión avanzaba rápido y no siempre es oportuno fotografiar pasajeros.
Es viernes y seguro fue una
semana pesada para él, y también para algunos más que se transportaron en ese
camión, como los más de seis hombres que se aplastaron en el asiento del
pasillo y ni se inmutaron al ver que a su lado había seres del sexo femenino,
algunas muy guapas y jóvenes, otras muy pasadas de años. Quizá los viernes que
no son de quincena es cuando llegamos con más mal humor al salir del trabajo
rumbo a casa, o a lo mejor simplemente los obreros reclaman lo suyo. ¿Por qué
cederles el asiento sólo porque son mujeres?
Este transporte masivo es para
los trabajadores, aquellos que lo toman donde concluye la ruta y se bajan en la
terminal, para caminar un par de cuadras y esperar otro camión o quizá dos más.
Son ellos quienes merecen ir sentados y creo que hasta debería de incluir su
estatus de “obreros” en los asientos preferenciales; se lo merecen, porque son
quienes más mueven esta clase de economías de transporte.
En una sociedad
machista-pro-feminista-doble-moralista como la tapatía, de repente es incómodo ver
hasta cuatro o cinco lugares ocupados por hombres, con varias mujeres de pie,
mientras el camión avanza a paso lento. Lo menciono porque desde hace unos
cinco años adopté la costumbre de leer en el bus y solamente dejo de hojear si
quien se pone a mi lado es una señora mayor, si lleva una bolsa muy grande u
otros objetos o niños. Incluso sedo el espacio a los ancianos que aparentan
cansancio.
Además no todas las féminas
exigen sentarse en el camión. Recuerdo que hace ya mucho tiempo, como 10 años,
una señora batallaba para equilibrarse porque de la mano llevaba a un niño con
uniforme de preescolar. En cuanto la vi me levanté para que se sentaran ambos,
pues el otro lugar estaba vació. La doña, que debía tener entre 35 y 40 años,
rechazó mi cortesía y de pronto, dos señores panzones, que rondaban los 50 años
y parecían compadres, ocuparon los dos asientos. Me dio coraje porque los
susodichos platicaban estupideces y como a las dos cuadras el microbús se infestó
de gente y aún estaba lejos de casa. Era un 258.
Pero el de aquella tarde de
septiembre del 2017 era de la ruta 500, cuya estación principal está en lo más
cercano de Oblatos y su destino es apenas en los Arcos de Vallarta, muy cerca
de la Minerva. Son más extremas las historias del 25, el 27, el 101, el mismo
258, o ni qué decir del poderoso 380. Me consta.
Los autobuses se crearon para las
clases bajas, a las que pertenecen aquellos que no pueden pagar transvales, que
quizá jamás utilizaron uno porque no estudiaron, o si estudiaron, fue hasta la
primaria y eso sucedió hace varias décadas, y, como aún no son ancianos, que
tampoco pueden recibir “vienebales o como se llamen esos apoyos al transporte
para adultos mayores que otorgan los gobiernos del PRI.
Hay quienes pagan hasta 42 pesos
diarios para cumplir con un compromiso laboral en el que reciben un sueldo de
700 u 800 semanales. Da escalofríos multiplicar el gasto del transporte semanal
y dividir el resto entre caguamas y el gasto para el hogar.
En esta ciudad repleta de
“feminazis” y masculinos que demuestran su caballerosidad cediendo el asiento
en los camiones, creo que debería proponerse una “iniciativa incluyente” que
promueva a los obreros como dignos usuarios distinguidos de los asientos amarillos
de hasta adelante, o mejor aún, agregar un par más, si es posible de otro
color, para que viaje descansando al menos una de esas almas grises que labran
los nuevos edificios de la ciudad, o que escarban las calles que tal vez al
poco tiempo volverán a estar llenas de baches. Porque ellos (sí, ellos… hay
poquitas mujeres obreras, debe ser una por cada mil albañiles o peones) merecen
descansar, al menos un viernes de regreso.
Deberíamos de tenerles compasión,
como sucede con los damnificados por temblores o huracanes, cuando todo el país
se torna caritativo durante el lapso de una semana, aproximadamente. Pero los
obreros no están del todo jodidos, talvez porque tienen el lujo de tomar
cerveza, y sólo en la absoluta miseria nos apiadamos del prójimo. Como dice
Fiodor Dostoievski en su diario: “el sufrimiento despierta compasión, y a
menudo la compasión va de la mano con el desprecio”.
PD: ¿Por qué desprecié a ese
sujeto? ¿Qué me hizo? ¿Cuántos imbéciles más habrán creído que podía asaltarlos
o que estaba escuchando banda? Espero ser el único. ¿Por qué mi extrema
defensiva, si no llevaba mucho dinero en la cartera, ni mis tenis preferidos,
ni ningún artículo de valor, aparte del “¿Diario de un escritor”, que
difícilmente un delincuente ordinario arrebataría de las manos a un fanfarrón?
Capítulo II
Jueves, 16 de noviembre de 2017. “Monólogo de un dedo meñique sucio”
“¿Y el marido qué dice?” Preguntó
una señora a otra en cuanto se detuvieron enfrente de mí, al ver que les
ganaron los dos últimos lugares disponibles que quedaban hasta el fondo del camión.
Pensé agregar el “diálogo” que escuché la mañana del jueves 16 en este texto
que dejé a medias desde septiembre, donde “promuevo” que un obrero tiene
derecho a viajar sentado en el bus. Me sentí uno de ellos solo porque iba tarde
a trabajar (A las 8:50 seguía en Oblatos y debía estar en pleno Centro a las 9)
y el Uber no avanzó, al menos en el mapa de Google, en los cinco minutos de
espera, y cancelé el servicio.
Tomé un camión 500, lo cual no
sucedía más o menos desde septiembre. Aquí va la historia del “diálogo”, que
más bien fue monólogo, porque la primera mujer, la que preguntó por el esposo
de su amiga, casi no intervino. No es que uno sea chismoso, pero estaban junto
a mí, y sin titubeos detallaron asuntos muy privados, que a otras personas les
daría pena contar ante tanta gente, mientras yo trataba de concentrarme en las
últimas páginas de “Lo bello y lo triste”, del escritor japonés Yasunari
Kawabata.
Y justo es una historia triste la
que trataré de explicar, porque aún no distingo el nombre que se les da a los
familiares políticos. El hijo mayor de la “señora entrevistada” se casó, pero
se quedó a vivir en casa de su mamá, con todo y mujer. Este hijo, que no fue
concebido por su actual esposo, se mudó a Estados Unidos, y por equis o ye
razón, su aún cónyuge, que permaneció en la casa de su suegra, se enteró que
tiene otra pareja allá en el “otro lado”. Como venganza, la ofendida mujer se
escapó con el padrastro de su marido, quién sabe adónde.
Todo este lío lo contó como si
estuviera leyendo un texto corrido, con una coma cada 10 renglones. Digo
renglones porque recitó de corrido toda la historia, sin hacer el breve respiro
que generan los puntos. Ni siquiera un punto y coma. El esposo contactó por
teléfono a los dos hijos que tiene con ella, pero no ha podido, o no ha querido
verlos, ni mandarles dinero. Uno va terminar la prepa y ella le adelantó 400
pesos de navidad para un viaje a la playa, y del otro no recuerdo datos.
La escuché como por 15 minutos,
sin mirar su rostro porque fijé ambos ojos en el libro, aunque no pude
concentrarme en la lectura. A pesar de tener un timbre de voz muy quedito, la
señora narró sus penas con un tono de impotencia y desesperación que fue
imposible no prestarle atención. No me atreví a voltear a verla, pero vi su
mano derecha, con la que se sujetaba en el respaldo del asiento de adelante. Su
uña del dedo pulgar estaba muy sucia, llena de tierra. Supuse que tiene muchas
plantas en su casa.
Uno de los asientos de la hilera
de atrás se desocupó y su acompañante se sentó de inmediato. Enfadado por la
historia tan loca, y más porque no podía leer con atención (de repente puedo
hacerlo mientras el chofer escucha banda o cumbias, pero hoy fue imposible),
decidí pararme y alejarme de ahí. Aunque eso sí, primero quise ver la cara de
las dos señoras. La entrevistadora tenía su cabello lleno de canas, sólo eso
recuerdo, mientras que el de la “doñita abandonada” era muy negro. También noté
con atención su rostro lleno de verrugas. Supongo que ambas rondan los 50 años
de edad. A pesar de estar separadas siguieron conversando.
¿Qué hago en el camión escuchando
esas historias? Este es el precio por no ceder el asiento, por pensar que los
principales privilegiados en el trayecto laboral, deben de ser precisamente los
obreros, y no las viejitas chismosas que talvez utilizan “bienevales”. Por
fortuna, la cita de las 9 inició 9:40 y no hubo problemas por mi impuntualidad.
PD: Es diciembre y los camiones
500 han cambiado mucho en tan solo dos meses: ya no son rojos, sino verdes como
la mayoría; ya pasan cada hora o cada dos horas, y no cada 40 minutos, y la
caseta que está a dos cuadras de la Glorieta del Obrero ya no es su estación.
Capítulo III
Viernes, 17 de
noviembre de 2017. "Pasajero vergas, chofer aún más vergas".
“Por sus huevos” se subió al
camión sin pagar y caminó hasta el fondo. Tiene 20 años, o quizá 25. Es que no
lo vi bien, porque la visera de su gorra negra estaba bastante doblada y le
tapaba gran parte del rostro. Hablaba con acento ranchero y cholo a la vez. O
llano y bravucón, para que se entienda mejor.
Esta mañana me desocupé muy
temprano del trabajo y, víctima del capitalismo, la globalización y otros males
sociales, tomé el 629 rumbo a Plaza Galerías, en busca de un descuento
atractivo: inició la séptima edición del “Buen Fin”. Había muchos asientos
vacíos, me coloqué en medio y abrí mi libro, en el prólogo de “La Prima Bette”,
de Balzac (anoche terminé en casa ‘Lo bello y lo triste’, el cual tiene un
final predecible y, a mi parecer, decepcionante).
En el siguiente semáforo de La
Minerva se subió el protagonista (¿o antagonista?) de este capítulo. “No tengo
dinero y los otros me traen en chinga… ya mejor vete todo pa’ delante”,
respondió de mala gana al conductor, como retándolo, cuando le reclamaron su
actitud nada ejemplar. Ofendido, el chofer no avanzó con el siga del semáforo y
se levantó, sin antes advertir: “pagas o te bajas”.
También el chico maleducado se
puso de pie y sacó un billete de 20 pesos. Se acercó hasta el volante y se lo
entregó al conductor, quien le dio su boleto y el cambio. Enseguida se sentó en
el primer asiento preferencial, el amarillo individual que está justo detrás
del chofer. Dejé de leer, en espera de que algo trágico sucediera en el camión,
porque el tipo realmente se veía mal.
Pronto se volvió a cambiar de
asiento. Se movió a la otra hilera, donde yo estaba. Talvez lo encandiló el
sol. Cerraba los ojos, como pretendiendo arrullarse, pero de repente hacía
ademanes con los que parecía estar cantando hip-hop, aunque hablaba en voz muy
baja y no entendí su accionar. Tal vez hablaba consigo mismo.
Me bajé primero pensando en que
habría sido interesante mirar el final entre ambos personajes. Se me quedó
grabada una frase del chofer, cuando le preguntó “¿por qué no dijiste antes que
no traes dinero?”. Lo expresó en un tono comprensivo, como dándole a entender
que existía una posibilidad de que lo hubiera dejado pasar sin pagar, en caso
de haber actuado de otro modo.
De regreso tomé otro 629 en lugar
del 27 que me lleva directo a casa, pensando en que soy 2 mil pesos más pobre.
Aún creo que los asientos amarillos, esos que muy frecuentemente hay hasta
cuatro disponibles mientras el pasillo está infestado de gente, sí puede
utilizarlos un obrero, siempre y cuando pague su boleto y respete al chofer y a
los pasajeros.
PD: Justo en el semáforo de La
Minerva, ahora antes de cruzarla en este sentido poniente-oriente, vi a un niño
de unos 6 años maquillado como payasito. Lanzaba pelotas durante el alto, cinco
a la vez, y muchas se caían. El conductor de una camioneta le dio monedas y
cuando la luz verde se encendió, el pequeño se reunió con una pareja de
adultos, dos mujeres, y otros cinco niños en apariencia menores que él.
Estaban afuera del Burger King y
los niños se veían muy felices, con unas coronas cartón que adornaban sus
cabezas. Me sentí mal conmigo mismo y envidié sus sonrisas sinceras: se notaba
que disfrutaban el momento. Debieron aprovechar una buena oferta por el Buen
Fin. Sólo espero que todos ellos sean familia y más de uno recuerde esas risas
por muchos años.
ASR