24 de noviembre de 2017

Los martes son noches de pirofobia

Martes 25 de julio de 2017

Después de abrir la llave del tanque de gas, sujeté la bombilla (creo así se llama el tubito rojo que ayuda a encender el piloto) y giré la perilla hasta el nivel máximo. No apareció el flamazo. Transcurrieron veinte segundos, y nada. Entonces lo apagué, cerré la llave y lo primero que pensé fue: “es martes”, y me retiré asustado.

Hace justo una semana, el martes 18, me quemé la mano. Fue mi culpa. Ya no recuerdo por qué tenía tanta prisa, pero hice exactamente lo que menciono en el primer párrafo, sólo que, como no apareció la gran llama que indica que el agua se calentará en menos de 10 minutos, cometí la estupidez de abrirle más a la llave del gas y enseguida volví a utilizar el encendedor.

Gran error. A la primera chispa salió un flamazo; instintivamente me cubrí con mi brazo derecho y quedé aturdido un par de segundos. Me sentí como Tom Hanks en su papel del Capitán Miller, cuando contempló los disparos de un pelotón nazi mientras el soldado Ryan se acercaba para auxiliarlo, y de repente sonó un estallido proveniente del cielo causado por los aviones estadounidenses P-51, o “ángeles de la guarda”, como según explicó el propio James Francis Ryan. Juro que ese es el efecto que puede causar un calefactor, y me quedó claro por qué mi madre ya no lo prende desde hace tres años o más, cuando le sucedió algo similar, aunque sin quemarse.

Cuando reaccioné y supe que estaba en el balcón de mi casa y no en algún poblado de Francia durante la recta final de la Segunda Guerra Mundial, mi piel empezó a arderme. El antebrazo estaba totalmente rojo, sin un solo vello sobreviviente en la parte superior; parecía carbonizarse, como un pollo que recién empieza a girar en el asador.

Unas insignificantes ampollas me hicieron recordar al desdichado piloto que capturó ISIS para quemarlo vivo dentro de una jaula, y también unas fotos que vi hace años, de un accidente automovilístico en la carretera a Tequila, donde un señor murió completamente calcinado, las cuales no me permitieron dormir bien aquel día.

Así quedó mi brazo aquella noche triste de un martes de julio: las fotos no le hacen justicia a mi dolor... no exagero 

Bajé a toda prisa, con el temor de que surgiera alguna otra explosión. Usé una pomada de esas que venden a 10 pesos en los camiones y lo único que no curan es el sida. Me vi en el espejo, porque también me ardía un poco la cara. Mis cejas tenían capas de ceniza, pero afortunadamente eran muy ligeras y me las quité con un dedo. Mis pestañas de arriba parecían estar un poco enchinadas, mientras que las inferiores, simplemente desaparecieron.
Eran las 8:30. Vi la televisión como una hora y después traté de leer. A las 10 decidí subir de nueva cuenta, para prender el boiler, pero no me atreví. Cerré los ojos, queriendo dejar la mente en blanco, diciéndome a mí mismo que fue un error por permitir que se acumulara gas en los tubos internos del boiler y que en ningún momento ocurriría una catástrofe mayor. Pero se me dificultó convencerme de que mi casa no volaría en un tercer intento.
Fue hasta las 11 que, dudando en dar cada paso y con la mano temblorosa al sujetar el encendedor, volví a abrir la puerta del balcón. Giré la llave del tanque y percibí que todo el cuarto olía a gas. Pero sabía que era una mala pasada de mi cerebro. Respiré profundamente y fijé la perilla en modo piloto, apachurré la bombilla y di un fuerte suspiro cuando apareció una flamita azul. Esperé a que se estabilizara y unos cuantos segundos, después di el giro hacia la derecha y ¡boom… resopló el fuego!
Volví a la planta baja de mi casa, aturdido y miedoso, aún creyendo fielmente en que podría explotar el cuarto. Quince minutos después regresé para apagar el boiler. Estaba lavando mi cabeza cuando apareció un desagradable olor a quemado: mis greñas también fueron víctimas del accidente. Mi mano “siniestrada” estaba en peores condiciones: apestaba a hollín.
Con la regadera abierta recordé que tengo miedo a perecer achicharrado, y las veces que les platicaba a mis conocidos que cuando viniera por mí la huesuda, me tiraran al mar en vez de enterrarme, porque es preferible que te coman los peces que los gusanos… ideas estúpidas de cuando estaba en la prepa y quería encontrarle dignidad a mi cuerpo después de nuestra estancia terrenal. Luego tracé mi árbol genealógico hasta la época glaciar, tratando de imaginar a mi tatarabuelo cromañón en una situación similar, tratando de domesticar el fuego... En fin.
Ya mientras me secaba y ponía demasiada crema en las partes afectadas, recordé que, inspirado en Sid Philips en su rol de torturador de vaqueros miedosos, cuando estaba en la primaria quemé con mi lupa varios objetos, como muñecos nenuco y hojas secas, así como… me duele en el alma redactarlo, varios insectos, como hormigas y grillos (lo confesaré también en el infierno, es promesa). Amaba la sensación visual que producía el reflejo del sol sobre la lente de la lupa: visiones nubladas en tonos verdes, y parecía que volabas. Ahora entiendo por qué jamás he necesitado drogas.
Observé el reloj luego de escribir estos recuerdos: la compu marcaba las 00:03, o séase, no había de qué asustarse, porque ya era miércoles 26. Salí al balcón y el boiler se encendió como de costumbre y lo apagué en 10 minutos. Estaba lloviendo, y lo que ahora recordé es que a mi madre no le gusta que nos bañemos cuando llueve, porque teme que caiga un rayo y nos fulmine. Y enjaboné mi cuerpo con la incertidumbre de si es posible morir achicharrado mientras te bañas, a causa de un rugido que caiga desde el cielo. Todo esto por un incidente menor, pero es que somos insignificantes ante el fuego.

ASR

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