Martes 25 de julio de
2017
Después de abrir la llave del
tanque de gas, sujeté la bombilla (creo así se llama el tubito rojo que ayuda a
encender el piloto) y giré la perilla hasta el nivel máximo. No apareció el
flamazo. Transcurrieron veinte segundos, y nada. Entonces lo apagué, cerré la
llave y lo primero que pensé fue: “es martes”, y me retiré asustado.
Hace justo una semana, el martes
18, me quemé la mano. Fue mi culpa. Ya no recuerdo por qué tenía tanta prisa,
pero hice exactamente lo que menciono en el primer párrafo, sólo que, como no
apareció la gran llama que indica que el agua se calentará en menos de 10
minutos, cometí la estupidez de abrirle más a la llave del gas y enseguida
volví a utilizar el encendedor.
Gran error. A la primera chispa
salió un flamazo; instintivamente me cubrí con mi brazo derecho y quedé
aturdido un par de segundos. Me sentí como Tom Hanks en su papel del Capitán
Miller, cuando contempló los disparos de un pelotón nazi mientras el soldado
Ryan se acercaba para auxiliarlo, y de repente sonó un estallido proveniente
del cielo causado por los aviones estadounidenses P-51, o “ángeles de la
guarda”, como según explicó el propio James Francis Ryan. Juro que ese es el
efecto que puede causar un calefactor, y me quedó claro por qué mi madre ya no
lo prende desde hace tres años o más, cuando le sucedió algo similar, aunque
sin quemarse.
Cuando reaccioné y supe que
estaba en el balcón de mi casa y no en algún poblado de Francia durante la
recta final de la Segunda Guerra Mundial, mi piel empezó a arderme. El
antebrazo estaba totalmente rojo, sin un solo vello sobreviviente en la parte
superior; parecía carbonizarse, como un pollo que recién empieza a girar en el
asador.
Unas insignificantes ampollas me
hicieron recordar al desdichado piloto que capturó ISIS para quemarlo vivo
dentro de una jaula, y también unas fotos que vi hace años, de un accidente
automovilístico en la carretera a Tequila, donde un señor murió completamente calcinado,
las cuales no me permitieron dormir bien aquel día.
Así quedó mi brazo aquella noche triste de un martes de julio: las fotos no le hacen justicia a mi dolor... no exagero
Bajé a toda prisa, con el temor
de que surgiera alguna otra explosión. Usé una pomada de esas que venden a 10
pesos en los camiones y lo único que no curan es el sida. Me vi en el espejo,
porque también me ardía un poco la cara. Mis cejas tenían capas de ceniza, pero
afortunadamente eran muy ligeras y me las quité con un dedo. Mis pestañas de
arriba parecían estar un poco enchinadas, mientras que las inferiores,
simplemente desaparecieron.
Eran las 8:30. Vi la televisión
como una hora y después traté de leer. A las 10 decidí subir de nueva cuenta,
para prender el boiler, pero no me atreví. Cerré los ojos, queriendo dejar la
mente en blanco, diciéndome a mí mismo que fue un error por permitir que se
acumulara gas en los tubos internos del boiler y que en ningún momento
ocurriría una catástrofe mayor. Pero se me dificultó convencerme de que mi casa
no volaría en un tercer intento.
Fue hasta las 11 que, dudando en
dar cada paso y con la mano temblorosa al sujetar el encendedor, volví a abrir
la puerta del balcón. Giré la llave del tanque y percibí que todo el cuarto
olía a gas. Pero sabía que era una mala pasada de mi cerebro. Respiré
profundamente y fijé la perilla en modo piloto, apachurré la bombilla y di un
fuerte suspiro cuando apareció una flamita azul. Esperé a que se estabilizara y
unos cuantos segundos, después di el giro hacia la derecha y ¡boom… resopló el
fuego!
Volví a la planta baja de mi
casa, aturdido y miedoso, aún creyendo fielmente en que podría explotar el
cuarto. Quince minutos después regresé para apagar el boiler. Estaba lavando mi
cabeza cuando apareció un desagradable olor a quemado: mis greñas también
fueron víctimas del accidente. Mi mano “siniestrada” estaba en peores condiciones:
apestaba a hollín.
Con la regadera abierta recordé
que tengo miedo a perecer achicharrado, y las veces que les platicaba a mis
conocidos que cuando viniera por mí la huesuda, me tiraran al mar en vez de
enterrarme, porque es preferible que te coman los peces que los gusanos… ideas
estúpidas de cuando estaba en la prepa y quería encontrarle dignidad a mi
cuerpo después de nuestra estancia terrenal. Luego tracé mi árbol genealógico
hasta la época glaciar, tratando de imaginar a mi tatarabuelo cromañón en una
situación similar, tratando de domesticar el fuego... En fin.
Ya mientras me secaba y ponía
demasiada crema en las partes afectadas, recordé que, inspirado en Sid Philips
en su rol de torturador de vaqueros miedosos, cuando estaba en la primaria
quemé con mi lupa varios objetos, como muñecos nenuco y hojas secas, así como…
me duele en el alma redactarlo, varios insectos, como hormigas y grillos (lo
confesaré también en el infierno, es promesa). Amaba la sensación visual que
producía el reflejo del sol sobre la lente de la lupa: visiones nubladas en
tonos verdes, y parecía que volabas. Ahora entiendo por qué jamás he necesitado
drogas.
Observé el reloj luego de
escribir estos recuerdos: la compu marcaba las 00:03, o séase, no había de qué
asustarse, porque ya era miércoles 26. Salí al balcón y el boiler se encendió
como de costumbre y lo apagué en 10 minutos. Estaba lloviendo, y lo que ahora
recordé es que a mi madre no le gusta que nos bañemos cuando llueve, porque
teme que caiga un rayo y nos fulmine. Y enjaboné mi cuerpo con la incertidumbre
de si es posible morir achicharrado mientras te bañas, a causa de un rugido que
caiga desde el cielo. Todo esto por un incidente menor, pero es que somos
insignificantes ante el fuego.
ASR
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