20 de diciembre de 2020

Diego Armando

“Odié” a Maradona desde la primera vez que escuché su nombre; entrecomillo esta vil palabra porque, si bien no fomenté un sentimiento de animadversión, fui un perico que repetía todo lo que escuchaba de mi padre.

Cierto es que había lógica en los argumentos del capitán de la Fuerza Aérea Mexicana expuestos a un escuincle flacucho (o séase, yo), que de fútbol sólo podía presumir que le pegaba fuerte a la pelota con ambas piernas y de repente la colocaba en los ángulos, porque de sacrificio en la cancha, sudar la camiseta, gambetas (recortes y fintas), caños (túneles) y taquitos, sabía absolutamente nada.

Los hooligans no entendían que sucedió en aquel 2-0 momentáneo de los Cuartos de Final


Decía mi progenitor que “Marranona (así lo nombró el 80-85% de las veces que lo evocó, pese a que él también se cargaba una panza descomunal)” no le llegaba ni a los talones a Pelé, y había 10 mejores que el astro argentino, aunque jamás mencionó siquiera a dos más de dicha lista, y para rematar aseguraba que sólo un país de idiotas es capaz de comparar a Dios con semejante bajeza de ser humano que se drogaba, insultaba a las cámaras y por si fuera poco, era homosexual, una de las peores aberraciones humanas existentes ante los mandamientos divinos.

Y yo le creía, porque cuando el “Matador” Luis Hernández fichó por Boca Juniors, Televisa pasó videos de la dupla que llegaría a complementar en el club más popular de Buenos Aires: Diego y Claudio Caniggia, aquel Axl Rose (o cualquier otro cantante de glam metal) región 4 y a quien “El Diez” besó en los labios en más de un festejo de anotación en la cancha, teniendo como testigos de su “romance” a toda la hinchada 12 xeneize.

Y más allá de sus celebraciones poco varoniles ante una típica familia mexicana de fin de siglo, realmente no había mucho que apreciar del Diego de esa época: lucía obeso, su velocidad había desaparecido casi por completo y, apenas tocaba el balón, dentro del estadio estallaba un éxtasis incomprensible por tan poco o nada de fútbol: esa misma euforia se desataba incluso cuando, ya retirado, lo invitaban a un sinfín de televisoras sudamericanas y apenas le daban una pelota, bastaban 3 o 4 dominadas tan sin chiste con la frente, que hasta mi abuelito las habría realizado con practicarlo media hora o menos.

Cuando hablaban de él en la TV, solían repetir las imágenes de ese famoso calentamiento con el Nápoles al ritmo de “Live is Life”, de Opus, otro acto del cual tampoco noté algo extraordinario. Incluso, de aquel épico gol en México 86, más que a un mago que no despegó el balón de su zurda mientras surcaba la cancha del azteca, vi a seis ingleses troncos, incapaces de parársele de frente o tumbarlo con una barrida… Como ya dije, era un perico que repetía lo que le decían.

Mientras crecía fui conociendo a innumerables admiradores de Maradona. Era molesto que idolatraran a un sujeto que en los mundiales anotó con la mano y dio agua infectada a un rival. En el camión 27 que me llevaba al Estadio Jalisco traté a varios chivahermanos con los que coincidía cada 14 días. Uno de ellos es Ulises, quien en ese entonces acababa de cumplir 30 años, justamente el doble de la edad que yo tenía, y él sí atestiguó el esplendor del “Pelusa”. Lo supe porque se lo pregunté, pues sus pláticas de futbol añejo eran buenas, y más las del ámbito internacional.

Hablaba de la Juventus de Platini, del glorioso Milán ochentero que tenía a los astros holandeses y, por supuesto, del Nápoles del genio argentino, la cereza del pastel del calcio ochentero. Ulises me refutaba cada que quería minimizar al Diego. Aclaraba que los sábados pasaban los partidos del futbol italiano y de verdad el 10 napolitano era un crack, sin duda el mejor del mundo: tenía un nivel superior a todos, tanto en el club como en su selección, y que muchos cometían el error de calificar su desempeño en la cancha con sus compromisos políticos, las rivalidades extracancha con jugadores, entrenadores y la prensa, pero, sobre todo, con su adicción a las drogas.

Ahí comencé a dudar, aunque el desprecio continuó cuando ingresé a la universidad. Y una vez resignado porque seguramente el cursar la carrera de periodismo en el CUCI me llevaría a trabajar en la sección deportiva de un medio local pedorro en lugar de NatGeo, la CNN o Discovery Channel, traté de ser objetivo: de ya no detestar al América, ni al Atlas… ni a Maradona, claro está; a no magnificar a las Chivas como el equipo del pueblo (Una de las razones por las que dejé de juntarme con los “barrabravas” que conocí en la prepa).

Maradona fue el personaje del que todo mundo hablaba. Estaba a la par de Juan Pablo II. Y eso que a finales de los 70’ y toda la década de los 80’ del siglo pasado el fútbol y la tecnología eran muy diferentes: las copas internacionales no tenían la relevancia de hoy, por eso el Napoli celebró la UEFA como si fuera la mismísima Champions League actual, y dudo que en México se transmitieran aquellos partidos, salvo que los jugara el Real Madrid de Hugo Sánchez. Los obreros sólo podían ver fútbol mexicano los domingos y lo internacional aparecía cada 4 años con los mundiales.

De haber jugado en la época actual, puedo apostar que tendría en su palmarés 3 o 4 orejonas. En la tv se hablase de él como sucede hoy con Lionel Messi o CR7 o mejor aún, después de cada partido veríamos sus genialidades en videos de Facebook, historias de Instagram o Reels de Tik Tok… y mi padre lo habría odiado aún más, a pesar de ver su tobillo sangrar porque siguió jugando de infiltrado ante Brasil por una inflamación que le impedía cerrar el zapato. O qué decir de los sombreritos, regates y la velocidad que ni Ronaldinho ni George Best tenían al contraatacar con el balón pegadito al pie, o del drible comparable sólo con Garrincha o Ronaldo el “Fenómeno”. Además no recibiría 20 patadas por juego, de esas que hoy una sola, con la mitad de intención y potencia, ya ameritan tarjeta amarilla.

Por algo Dios pone a cada quien en su debido tiempo. Pensándolo bien, no creo que mi papá, quien murió en el año en que se viralizó Youtube con el video “Edgar se cae”, es decir, un año después de la recuperación de Maradona tras la hospitalización que casi le cuesta la vida en 2005, descargara las aplicaciones de las redes sociales; es más, ni smarthphone tuviera. Pero seguro que el México 86 debió ser fatal para mi progenitor. ¡Vaya ofensa que aquél payaso argentino tocara el cielo en nuestro suelo!

Frases como “me cortaron las piernas”, que dijo luego de ser exhibido en USA 94 con una enfermera güera que lo llevó de la mano al antidoping, acto que hasta donde sé, a nadie más se lo han hecho, y la mítica “la pelota no se mancha” el día que se retiró, indican que el fútbol era mucho más que un juego en su vida.

Mientras Diego desbordaba del mediocampo hasta la meta, el campo del Azteca se transformó en una trinchera de Las Malvinas

Durante las dictaduras militares, para los argentinos fue su Santo Patrono; el hambre, la miseria, los secuestros y crímenes de estado eran driblados a la semana por la zurda del “Pelusa” quien, de haber sido un general o soldado, combatiría al enemigo en vez de joder a los habitantes de Las Pampas, dejando a varios británicos abatidos en el suelo de las Malvinas, así como los derrumbó en el rectángulo verde del Azteca. Aunque probablemente perdiera la guerra, pues en estas condiciones, ni Fidel Castro ni Hugo Chávez le habrían ofrecido su amistad. Pero al pueblo gaucho le bastaban esos 90 minutos de alegría por semana para seguir luchando.

Como todo mártir digno de venerar sufrió bastante y él mismo se encargó de maltratar ese cuerpo privilegiado que el destino le dio. Pero nunca fue un Dios: en las últimas entrevistas habló el Diego más humano posible: extrañaba no a las mujeres que lo entretenían después de aspirar cocaína, ni a los amigos con los que realizó innumerables anécdotas del futbol, sino a sus viejitos, como llamaba a sus padres, ese primer sentimiento de apego que manifestamos las personas y que talvez sea el único amor honesto que existe.

Y puedo jurar que no los quería para llevárselos a vivir a alguno de los seis departamentos lujosos de Miami que, a sus espaldas, compró su ex esposa Claudia; más bien parecía ser aquel chamaco quinceañero que, con su cabello rizado y alborotado, hacía honor a su apodo “Pelusa” y que, en una entrevista a blanco y negro, moviendo la cabeza en un tono de yeísmo rehilado como buen argentino, declaró: “mi primer sueño es jugar en el mundial y el segundo es salir campeón de octava y lo que sigue”.

El Diego y sus viejitos

Seguro que en sus últimos días, e incluso en el momento en que la insuficiencia cardiaca le cobró factura, Diego Armando añoró trasladarse a Villa Fiorito, a su primer hogar que describió de la siguiente manera: “cuando llovía había que andar esquivando las goteras, porque te mojabas más adentro de la casa que afuera”.

ASR

 

5 de julio de 2020

Entreacto


Entreacto

Se alza el telón para dar inicio al tercer y penúltimo acto. En escena sólo se aprecia a Marisa, quien contempla las luces del teatro, cual ave exótica enjaulada lo hace con las nubes, anhelando desplegar sus alas para desaparecer de ese cautiverio que la ha privado del paraíso al que le consta que debe pertenecer.



De niña soñaba con ser actriz, que la gente pagara boletos para verla, que sus vecinos y amigos de la escuela le pidieran autógrafos y fotos, para que después dijeran previo a un suspiro: “yo la conocí antes de que se convirtiera en estrella”.

Pero como ha sucedido por los siglos de los siglos, la realidad de los adultos está muy alejada de los anhelos de la infancia, y hace ya bastante tiempo que Marisa dejó de ser una niña. Así que lejos de sentirse realizada, la consumen el remordimiento y la pena. Conocedores de la belleza excepcional de su única hija, sus padres no estuvieron de acuerdo de verla frente a los teatros, porque a la fecha, en nuestra pequeña ciudad se cree que las actrices llevan una vida deshonrada, envuelta en el libertinaje. Aún así le permitían participar en los festivales.

Cierto día, una compañía extranjera necesitaba una niña de manera urgente para realizar su presentación en nuestra ciudad y en los pueblos de alrededor. Los profesores recomendaron a Marisa, aunque sabían que no sería sencillo conseguir el permiso. Sin embargo, cuando los señores contemplaron que el dinero ofrecido es el equivalente a lo que gana el papá en dos años, como por arte de magia cambiaron de idea y mientras su hija se moría de miedo por viajar con desconocidos a lugares que jamás había visitado, ellos contemplaban en cuánto tiempo les alcanzaría para comprar una casa en la zona residencial donde vive la clase alta para unirla en matrimonio con un hombre realmente poderoso. Talvez un gobernante, y no solamente los burgueses fanfarrones que serían sus nuevos vecinos. Tardó más de lo que contemplaron, pero lograron su propósito.

Un año después de aquella primera gira artística, Marisa ya no quería saber nada de la actuación. Comía mal y estar alejada de sus amigos fue lo peor que lo pasó primero; después, al crecer y ser una hermosa adolescente, surgieron las envidias de las otras actrices. Sólo fue feliz cuando los sábados escapaba con su novio, un joven humilde que se encargaba de confeccionar la vestimenta, pero esa alegría, ese consuelo sincero, duró muy poco: sus padres se enteraron y uno de los socios de la compañía, un cuarentón obeso y prepotente, se fijó en ella y juró a los progenitores de Marisa que él se encargaría de protegerla.

El novio desapareció. El protector, que presumía su matrimonio con la hija de un general como algo sagrado, no la deseaba como su principal amante: salía de juerga con directores, guionistas e histriones más cotizados y entre todos abusaban de la indefensa actriz. Por esta situación, sus compañeros la habían marginado y en los camerinos pasaba sola, y, orgullosa como pocas, se bebió sus lágrimas para evitar derramarlas, mas sus mejillas se secaron y difícilmente sonreía.

Y fue así que cuando sus ojos se hundieron en dos espantosas ojeras púrpuras, que contrastan con su piel lechosa; cuando las canas comenzaron a plagar su rubia y lacia cabellera, sus raptores se aburrieron, más bien, se olvidaron de Marisa, quien pronto se relacionó con un séquito de pretendientes. Convive con ellos en bares y cantinas. Más de uno ha caído a sus pies, pero obstaculizan su amor por miedo a lo puedan pensar los demás.

Además los trata como si fueran seres insignificantes. Le interesan más los jóvenes estudiantes de letras y filosofía que la admiran, que prefieren sacrificar sus pocos ingresos en un ticket para verla cada fin de semana en el teatro de la ciudad, sin importarles que su calidad histriónica va en declive tiempo.

Les asombra su mirada taciturna, se enamoran al verla actuar, gesticular; sueñan con amanecer junto a esos ojos azules, y creen tener la solución para consolarla de todas las penas que ha vivido y que todo el pueblo conoce de principio a fin; estos intelectualoides confían que su simple compañía bastará para borrar los recuerdos sombríos: ha leído sus escritos en periódicos y cuentos que se han publicado basados en su vida, destacando lo mucho que ha “envejecido” en tan poco tiempo.

Se baja el telón. En el entreacto Marisa se encierra en su camerino y no sale para cambiar su atuendo, como lo indica la obra que soy se presenta. La llama el maquillista una y otra vez, pero ella no responde. Abre el periódico en la página donde está la sinopsis que escribió uno de sus admiradores, presente en primera fila esta noche. Ha subrayado la siguiente cita:

“Pareciera que el mismísimo Chejov visitó nuestra ciudad y, enajenado con la mirada de la desdichada actrizuela, se inspiró en alguno de sus personajes con la siguiente descripción ‘su amable sonrisa se había apagado para siempre*’, aunque eso sí, los demás rasgos faciales no concuerdan del todo”.

Dos minutos para el último acto. Cambio de vestuarios, Marisa mantiene su vista en las letras y al final, sin pensarlo, su rostro hace una mueca irónica (porque en realidad no sonrió), acorde a su pensamiento: “así que mi sonrisa se ha apagado para siempre. Les daré la dicha de ver mi última sonrisa”.

 La apuran el maquillista y demás integrantes del staff, pero no les hace caso. La apresuran sus compañeros. Mete a sus bolsillos un frasquito que contiene una extraña pócima. Y una pistola con tres balas.

Su plan original consistió en dispararle primero al cuarentón obeso, después a su esposa que siempre la acompañaba a las funciones, y por último a alguno de sus admiradores. Pero en el entreacto cambió en varias ocasiones el orden y sus objetivos, aunque eso sí, el marido de la hija del militar de alto rango era su primera opción, porque tras bambalinas, lo vio cortejando a la actriz novata que en los últimos meses la había relegado en papeles secundarios.

Vuelve a caer la cortina. Sale unos cuantos segundos tarde, ante el reclamo del director y otros jefes innecesarios, de esos que abundan por todos lados en un país tercermundista. Lo primero que ve es a un pequeño regordete de unos ocho años, sentado al lado del regordete cuarentón que le ha ultrajado la vida. Sus compañeros arrancan con el acto, pero ella avanza hacia adelante, lo más cercano al público, y como si se tratara del más experimentado de los sicarios, desenvuelve el arma y la activa sin alzarla demasiado.

El vestido aperlado de la dama se ha manchado completamente de sangre. Recargado sobre el sillón está el pequeño gordito, con la frente perforada. El grito de espanto de la madre que acaba de perder a su único retoño es opacado por otro disparo, y ahora sí, en todo el teatro, que se ha quedado mudo porque no saben si se trata de un acto sorpresa, retumba un lamento espantoso del padre de la víctima. Está temblando y escupe sangre. Se toca sus piernas, inundadas en un charco escarlata, y entre los dedos le escurre líquido espeso y caliente. La bala le pegó en el vientre bajo. Falló Marisa, porque apuntó directo a los testículos. Mira directamente al autor de la sinopsis, y le regala una sonrisa y después una carcajada que lo dejó helado de por vida, porque nunca más se atreverá a mencionar su nombre, ni evocarla, en sus crónicas y cuentos.

 Y de inmediato la frialdad desapareció. Marisa ya no sabe qué hacer con el tercer tiro. 
Aterrados, los asistentes comienzan a salir. Siente que uno de sus colegas se acerca y se toma de inmediato la pócima. Se desploma y comienza a convulsionarse en el suelo. Una de sus compañeras la sujeta, trata de auxiliarla, pero ella ladea la cabeza y mira hacia la ventana. Recuerda su niñez, jugando en la escuela con sus amigos, y antes de cerrar los ojos vuelve a imaginarse que es un ave, no una exótica, sino cualquier pajarillo que merodea los árboles del teatro que está frente a la plaza de nuestra pequeña ciudad.

"Haré mi último acto de falsear sonrisas",
*Anton Chejov – Los Campesinos

ASR


Un sueño mitológico

Un sueño mitológico


Desde que James Williamson partió rumbo a las Américas en el Royal Fancy, el barco predilecto de un ilustre capitán del siglo 17, ya suman cinco amaneceres; más que la inquietud de conocer el recién conquistado continente, el novel escritor anhela estudiar qué comportamiento inspiraba a los marineros y piratas para inventar, creer y diversificar las leyendas de seres mitológicos, como las sirenas.



¿Por qué esos temibles hombres, capaces de combatir ejércitos y tribus salvajes, se sumergían en las más infantiles creencias? "Hay mucho más que ignorancia", suele pensar James con firme seguridad. Porque precisamente eso es una sirena: el cálido canto de una madre, o mejor aún, la dulzura de una novia jovial y virgen sedienta de compañía, y sin embargo, como por acto de brujería -otra superstición asignada al "sexo débil"-, se convertían en seres despiadados que en realidad querían devorarlos y causar terror a la comunidad.

Bucaneros amantes del contrabando y soldados que se trasladaban en navíos juraban haberse encontrado con Medusa, esa bestia fémina que con sus cabellos de serpiente convirtió en piedra a más de uno de sus colegas.

Williamson, quien apenas iniciaba su segunda década de vida, ya había viajado por el lejano y cercano oriente, el norte de África más otros recónditos lugares, por lo que tenía noción de múltiples términos religiosos como Karma, Shalom y Salat, los cuales lo habían concientizado al grado de pensar que la idealización de monstruos con figura de mujer se debía a que, desde el inicio de la humanidad, el macho se ha encargado de minimizar la existencia de ese ser que los trajo al mundo; él mismo lo hacía con su madre, sus hermanas, y por supuesto con las jovenzuelas que ha conocido en diversas culturas.

“Talvez algún día ellas también puedan filosofar y surcar los mares, descubrir tratamientos médicos, contemplar el espacio”, piensa para sí mismo, y en su mente vislumbra la imagen de mujeres elegantes que disparan cañonazos a los barcos desde el cielo, viajando en aves de acero que ellas conducen.

Sumergido en estas ideas y ataviado con una manta blanca y una corona triunfal de olivas, para aparentar a un antiguo filósofo griego, es como James observa el quinto amanecer frente a una isla portuguesa; de súbito, como si las neuronas le hicieran una mala jugada, talvez por el mareo y la poca alimentación, aprecia sobre el alto oleaje una figura con amplias caderas y pechos redondos que emite un lejano canto; el viento comienza a descontrolar el curso del nao y una torrencial lluvia empeora el panorama. Busca ayuda, pero nadie se ve a la redonda; anoche todos los tripulantes jugaban cartas y cantaban mientras bebían alcohol, por lo que deben seguir dormidos.

Cae al agua. En el primer esfuerzo para salir a flote, desciende al abismo del océano, como sucede con los esclavos africanos que son lanzados al mar con todo y grillete cuando enferman o se rebelan. Cierra los ojos esperando la muerte, pero su cuerpo arde: cree estarse desangrando. Por fin se detiene el deslice. Alguien lo sujeta. ¡Es ella! La culpable de su descuido. Lo abraza y su hermosa aleta que cubre toda la parte de su tronco inferior lo desplaza hacia sabrá Dios dónde. Se detienen en cueva submarina y con asombro puede ver el rostro de la criatura que, hasta hace poco, creyó que surgió de la imaginación de un pirata de baja categoría mientras se emborrachaba.
Ella sonríe y comienza a acariciarlo, lo adora como si fuera su Dios; él cree que se trata de una trampa y espera lo peor, pero mientras la sirena le besa los pies, nota que se parece demasiado a su prometida Elizabeth, quien le suplicó que no realizara este viaje. Entonces se tranquiliza y, dentro de su atuendo saca una flauta y comienza a armonizar el canto de su raptora.

¡Debo estar soñando, eso es! Se dice a sí mismo al recordar que jamás ha tocado algún instrumento musical. No tiene otra opción que permanecer ensimismado con la armonía del canto de su nueva Heroína y la melancolía que se emite desde su aguda flauta, que atrae peces y demás especies capaces de respirar bajo el agua. En eso siente que un brutal latigazo le estremece la espalda. Suenan pasos firmes, piensa que se trata de un corsario que los ha invadido y un segundo azote le obliga a despertar. El sol naciente le encandila toda la vista y, envuelta en llamas por los destellos del astro rey, frente a él posa una figura aún más terrorífica que la del reciente sueño, pero se niega a alzar la vista para reconocerla…


ASR

26 de abril de 2020

Desobediencia y pandemia



“Ahí siguen”, dice el niño de la bicicleta a sus cuatro amigos que juegan fútbol con una pelota deforme y desinflada, un poco ahuevada seguramente porque alguien se sentó en ella, que por momentos bota de manera desordenada, como si fuese un balón de fútbol americano. La “cancha” que improvisaron en la calle apenas mide tres cuadros y una portería está considerablemente más grande que la otra. En mi niñez llegué a jugar así cuando nos enfrentábamos a mis amigos más pequeños, o bien, cuando aceptábamos el reto de los más grandes, con la condición de conceder dicha ventaja. Pero los cuatro jugadores aparentan tener la misma edad, “ser de la misma camada”, como se dice en el barrio; tienen el mismo nivel de velocidad, todos conducen bien el balón y cuando lo patean ninguno se distingue por tener más potencia que el resto. No los distingo, no los trato, pero los he visto antes, lanzándose piedras y jugar a las luchitas a un nivel bastante intenso para su edad, en ocasiones hasta con guantes de box que se van turnando porque sólo les he visto dos pares.

No hay razón para otorgar ventajas porque además los cuatro tienen la misma estatura como para creer que, al medirlas, de un lado contó el niño más alto y del otro el más chaparro. Y si seguimos analizando sus rasgos, señalaremos que son de piel morena y cabello grueso lo más oscuro posible. Más bien no acordaron un reglamento para indicar cuántos pasos debe medir la meta. Lo único que podría distinguirlos es que dos llevan cubrebocas y dos no, pero el partido tampoco es entre “la dupla que acató la alerta sanitaria” contra “los que les vale madre y no se protegen las vías respiratorias”, porque en cada bando hay un chamaco con la nariz descubierta y otro que aspira libremente el aire de los cuatro vientos. Honestamente no sé a qué estén jugando, porque al patear el balón tampoco se esfuerzan por anotar goles.

Simplemente corren, patean sin dirección y su atención se presta a los mensajes del centinela de la bicicleta, que es un poco más pequeño: no debe tener más de seis años. Hace cinco minutos se resguardaron tras los altos y delgados ventanales de la casa que se oculta tras un guayabo cuyo tronco se erigió en posición diagonal; junto los cholitos pubertos que hasta hace una semana ponían música por las tardes casi diario a todo volumen mientras tomaban cerveza sentados en la banqueta o hacían piruetas en sus motocicletas, ahora simplemente causaban un breve murmullo mientras en la esquina dos policías supervisaban a larga distancia; parecían imposibilitados de alejarse de su patrulla que tenía abierta la puerta del copiloto y las sirenas apagadas.

Esa pequeña casa, que está al lado del pórtico donde hace ya dos años llenaron de plomo a un dealer treintañero de los chavitos que ahí se reúnen, tiene constantes encuentros con los policías, e incluso una vez llegó el ejército, pero por alguna razón siempre tengo presente que hace 18 años, en una mañana fría, creo que de enero, dos oficiales se llevaron al papá de un chamaco que en varias ocasiones me cantó un tiro (acompañado por al menos dos de su pandilla) y jamás acepté porque, más que miedo, era menor que yo y quería evitarme problemas; aunque siendo honestos, no era del todo sincera esta última justificación, porque varias veces me burlé en su cara de que a su padre lo metieron a la patrulla modorro, despeinado y bostezando; le decíamos (mis compillas hacían eco) que se regresó al cuarto por una almohada para dormirse en los asientos traseros. A este chamaco cierto día un amigo se lo madreó con suma facilidad y desde entonces, en un lugar peleas, quería jugar fútbol. Después se dedicó a vagar –según algunos vecinos también a robar- y de repente regresa a dicha casa; cuando me ve en la calle me saluda y en ocasiones pide dinero.

Ahora la policía no buscaba drogas, ladrones o calmar un pleito familiar o de pandillas; ahora no llegó a decirles que apaguen la música porque pasa de media noche y los vecinos quieren dormir: ahora se trata del coronavirus, la pandemia que se ha expandido por todo el mundo. Este fue el escenario en el que me bajé de un uber el martes, tras un día nefasto en el trabajo, en el que, más que el estrés por la pandemia que ya se ha hecho presente en el país, me dolían horrible las orejas porque utilicé un cubrebocas de tela, cuyos elásticos laterales parecían estar nuevos y con demasiada resistencia, y me dejaron marcadas y entumidas las orejas.

Entré a la casa y lo primero que hice fue quitarme los cubrebocas. Tiré el desechable y el de tela lo dejé en el lavadero remojándose en jabón. Mojé mi cabello y me puse un short porque aunque ya empezaba a oscurecer, se sentía un calor del demonio, como si estuviéramos en julio y no en abril. Para desestresarme había contemplado mi cama, pero antes de echarme recordé que no había birotes para desayunar al día siguiente, que debía madrugar.

Abrí la puerta y los cuatro chiquillos jugaban fútbol. En las ventanas permanecían apilados los cholitos mayores. Cuando el quinto escuincle gritó “ahí siguen” se refería a los policías, que se habían movido tres cuadras abajo. Lo supe porque estaban estacionados afuera de la tienda. Había mucha gente en la calle, todos con cubrebocas, menos yo. Leí que durante el día dos personas fueron detenidas porque se pusieron agresivos cuando los uniformados les pidieron que se lo pusieran y vi cómo a una señora no le permitieron subir al camión por no traerlo puesto. Me vieron, pero nada dijeron. Caminé lento, los vi de reojo varias veces e indeciso entré a la tienda. Ellos me siguieron, como escoltándome. En la tienda había dos chicas y una de ellas me dio un cubrebocas junto a la bolsa que le pedí. Casi temblando me dijo “¡ten, póntelo de una vez!”, y sólo me cobró los 12 pesos de las tres piezas de pan.
Varias autoridades religiosas han dicho que el coronavirus es un castigo de Dios por las constantes manifestaciones para legalizar el aborto y los matrimonios entre homosexuales; si nos ponemos en un ánimo creyente, prefiero pensar que llegó en el momento preciso, justo cuando ya se hablaba de una Tercera Guerra Mundial por el bombardeo de USA a Irak en el que murió un alto mando militar del país asiático.

Salí de la tienda confundido. Al doblar para entrar a mi casa ya había más niños jugando fútbol y ya se veían tres bicicletas de pequeño rodado circulando. ¿Sentían deseos de jugar una última cascarita esos chamacos que disfrutan más lanzarse piedritas y darse trompadas? ¿o acaso buscarán un rango de jerarquía que se da en las pandillas por desafiar a la autoridad? como quienes comprar cervezas y pomos de vino tres días antes de las elecciones porque ese día suele haber ley seca en todo el país, pero ellos como son unos chingones, beben y beben en casa, a escondidas… ¿de quién? Sabrá dios, pero les da un estándar social el ser rebeldes. Talvez simplemente consuman un acto más de desobediencia, de esa herencia mexicana de rezongar todo el tiempo.

Esta gente que no le cree a la autoridad y cuando por fin logran convencerlos, ahora sigue lidiar con ellos, porque son rebeldes, les fusta el desafío, la desobediencia. Pero más me confundió mi descuido de no salir con cubrebocas, porque me vi peor que esa gente “anarquista”, desobediente y terca.

ASR