Nuevas poses de las
palomas
Lo que se me hizo extraño fue que
estaba acurrucada sobre el asfalto. Y es que nunca había visto a una de ellas
en esa posición: picoteando el suelo es como las había imaginado siempre. A pesar de que son aves de las que más
abundan en las calles, tampoco las recuerdo anidando los árboles; estoy
acostumbrado a contemplarlas sobre los techos de templos, mercados, edificios
gubernamentales y demás construcciones representativas a la esclavitud y/o
enajenación humana.
Me refiero a las palomas, en
especial a una que parecía estar empollando huevos, o a una cría recién nacida,
en plena banqueta. Pero al acercarme noté que intentaba sacudir sus alas,
aunque sin ahínco, como sintiéndose ya derrotada, con una de sus alas, creo la
derecha, sumamente maltrecha; casi como si un gato, o un perro o cualquier
depredador, la estuviera sujetando de la garganta.
Intenté alejarla, porque a paso
veloz se acercaba una comitiva de políticos, reporteros y gente curiosa que se
arrima cuando ve micrófonos, cámaras y al alcalde de nuestra ciudad. Pensé
ponerla en una jardinera, a un costado del andador, pero dudé en agarrarla:
creí que podía lastimarla más. Para suerte de ambos, un compañero, con mayor determinación
que la mía y la de la paloma, trotó hacía ella, dándole palabras de aliento.
Con muchas dificultades avanzó en
paso atolondrado, como en zigzag, aunque pudo desplegar sus alas y emprender
vuelo, aún más descompuesto que el despegue, como si fuera uno de esos
avioncitos de papel que lanzan los niños en la primaria, o los no tan niños en
la secundaria y prepa.
No capté el momento en que logró
colocarse sobre una rama, a medio árbol. Todas sus “compañeras” que estaban
cerca de ella brincaban de un lado para otro; las que estaban en las copas de
más arriba reposaban, y algunas hasta parecían estar durmiendo. A lo mejor ella
apuntó ahí, a lo más alto, donde se puede descansar mejor, pero no alcanzó a
llegar.
Fue raro, porque en la mañana vi
una paloma atropellada que me llamó la atención. Su cuerpo estaba rotalmente
aplanado, aunque por la forma abierta de su piquito y la pupila bastante
dilatada, pareciera aún tener vida. La terrible tormenta de anoche bien pudo
ser la causante de su muerte, y de las lesiones de mi “paloma protagonista”.
Recordé que, hace muchos años,
más de veinte, a mi hermana Iris le regalaron una igual a ellas. Me gustaba el
plumaje verde brilloso de su cuello, porque, según yo, se parecía a la armadura
de Shiryu, el Dragón de los Caballeros del Zodiaco, mi caricatura preferida en
ese entonces. A los pocos días se fue. Se soltó de las manos de no me acuerdo
quién y se apoyó en la barda, justo debajo de una lámina. Ahí se estuvo varios
minutos, mientras mi hermana se desbordaba en lágrimas. De repente voló y no sé
cuántas veces la he recordado desde entonces; si digo que con esta ocasión son
tres, exagero.
Conforme avanzaba la comitiva, yo
miraba a hacia el árbol, en sus grandes ramas de en medio, donde con
dificultades se sostenía la paloma, pues estaba sobre una rama chueca, llena de
agujeros y deformaciones que ocasionaba que sus patitas tambalearan seguido. De
regreso me limité a ver el piso, para comprobar que no había caído: sentí
tristeza y pena, y no me atreví a alzar la mirada.
Siempre me parecieron animales
insignificantes, pese a que en la mayoría de los pueblos en que he estado, veo
personas que conviven con ellas, echándoles migajas de pan o arroz. Gente de la
calle, personas desoladas que son su compañía.
Qué fea palabra es
“insignificante”; lo menciono porque así vemos a muchos animales, como yo a las
palomas. Creo que este término sólo debería aplicar para los humanos, para los
que se empeñan en serlo, con sus actitudes pesimistas, de envidia, de rencor.
Creer que hay criaturas “insignificantes” es sentirse completos, o que los
otros son poco en comparación contigo; es un impulso que nace de la
indiferencia, que suele ir muy de la mano de la ignorancia y la apatía,
propiedades únicas del ser humano.
Esto que cuento
sucedió el miércoles 13 de julio del 16
ASR
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