Lunes, 23 de diciembre
Hay días que, por múltiples significados, mensajes y aprendizajes, permanecerán
intactos en nuestra memoria por un lapso prolongado, sobre todo en situaciones
adversas o de reflexión.
Y hoy fue uno de esos.
Estoy lejos de casa, en la sierra norte de Jalisco, sin internet ni algún libro
que leer. Así que, siendo las 8:50 pm, no tengo más remedio que rememorarlo
antes de que se esfumen los impulsos cardiacos esenciales. No inició bien el
día, porque el Uber tenía tarifa y se pagaron más de 300 pesos. Es lo único que
diré al respecto.
Después del
mediodía llegamos a la comunidad El Aguacate, en Nayarit, donde nos citaron
para realizar mi primer vuelo en avioneta. La pista de aterrizaje más bien
parece una parcela de rancho por donde circulan burros y caballos porque, tal
cual, es un caminito de tierra que tiene una longitud que difícilmente supera
los 500 metros. Es decir, mide el espacio que es más que suficiente para que
salgan y lleguen las aeronaves.
El Cessna 182 en el que volamos, tal cual, es un vocho con alas
El señor que nos
recibió se mostró preocupado porque a simple vista los tres tripulantes pesamos
mucho más de los 70 kilos que le habían indicado quienes contrataron el
servicio. Además cargamos un equipaje considerable que consiste en cobijas,
cámara de vídeo y tripiés (por eso no pude llevarme a Los Hermanos Karamazov,
que debe pesar más de dos kilos).
Sin embargo llegó
el piloto, un sujeto de entre 30 y 35 años, nos saludó y, sin examinar las
maletas, ni que sus tres pasajeros rondamos el 1.80 de estatura y más de 80
kilos cada uno, nos ayudó a cargar nuestras maletas y, con un acento sinaloense
que embona a la perfección con su barba de candado, lentes oscuros y gorra
negra, nos dijo: "¡súbanse compas!". Más que manejar un aeroplano,
con ese aspecto bien pudo haberse presentado como el cantante de una banda
sierreña durante las fiestas patronales de cualquier pueblito de los
alrededores de donde salimos.
Decidí ser el
copiloto y la adrenalina al despegar fue impresionante: comprendí por qué
fueron tan insistentes en el peso, porque la avioneta parecía un papalote que
el viento maneja a su antojo; al elevarse dio un giro en forma de "u"
y se inclinó por varios segundos. Miré por la ventanilla lateral y parecía que
íbamos a caer en picada, como se ve en un sinfín de películas bélicas cuando un
avión japonés, gringo o alemán es impactado por un misil antiaéreo y se
desploma sin margen de maniobra.
Paisaje espectacular en la frontera de Nayarit y Jalisco
Para nuestra
fortuna, el piloto sujetaba con firmeza el volante, que más bien parecía
control de videojuego noventero. Minutos después llegó la calma hasta que casi
me infarto cuando vi que el conductor revisaba su cuenta de Facebook, justo
cuando nos topábamos frente a dos cerros inmensos. En ese momento me convertí
en el más fiel creyente de la figurita de Jesucristo que adorna el tablero de
la avioneta vieja, con altímetros, anemómetros y demás instrumentos de vuelo muy
parecidos a los que tenían los aviones que arreglaba mi papá en la Base Aérea
de Santa Lucía, hace casi 30 años.
Pero pronto volvió
a concentrarse en su oficio. Se notaba que conocía el trayecto como la palma de
su mano porque volvió a tomar su teléfono varias veces. Me calmé y volví a
contemplar el espectacular paisaje. Vi la presa hidroeléctrica de Aguamilpa del
Río Lerma, con aguas limpias, nada comparable con el mugrero que es cuando
desemboca en la Barranca de Oblatos, cuando ya está unido al Río Santiago.
Quería hacerle
muchas preguntas al piloto, pero llevaba unos audífonos porque el sonido del
viento es ensordecedor, y tan sólo me alcanzó a decir que lo máximo que volamos
fue 8,000 pies y su pequeña avioneta, que se identificaba con la leyenda
"Cessna 182", no está capacitada para utilizarse más de 5 horas por
viaje.
Después de media
hora llegamos en San Andrés Cohamiata, comunidad 100 por ciento wixárica. Como
pista de aterrizaje ahí funge una parcela aún más dañada y extrema que la
primera, porque por ahí circulan los pocos vehículos que hay y además caminan
niños que van a la escuela o a jugar a las canchas; de hecho tres se acercaron
a saludar al aeroplano y corrieron tras él.
Nos recibió una
señora y mientras indicaba dónde estaban las cabañas que podíamos rentar para
hospedarnos una noche, un señor la interrumpió: de unos 50 años al menos, al
igual que ella, tenía raspones en la cara, como si se hubiera caído en una
borrachera, y le decía a ella que no tenía autoridad para guiarnos. Lo
ignoramos y después Paola (así se presentó la mujer de falda verde larga hasta
los tobillos, suéter azul y paliacate rosado) nos condujo a un mirador
espectacular.
La señora Paola posa en el famoso Mirador
Paola repetía una y
otra vez lo bonito que estaba el paisaje y justificó su embriaguez asegurando
que ayer había sido su cumpleaños. Nos decía a cada rato: "yo no cobro por
hospedaje ni por llevarlos al mirador", aunque nos pidió una
"cheve" que no pudimos darle porque todas las tiendas estaban
cerradas. Llegamos al centro, donde se realizó el evento que motivó este viaje,
y ella regresó al sitio donde aterrizamos, no sin antes advertirnos que
regresaría para llevarnos de nueva cuenta con las personas que rentan las
cabañas o bien, podía prepararnos algo de comer. No la volvimos a ver.
Me sorprendió que mucha
gente habla español, incluso los niños más pequeños, y más asombroso fue
encontrar entre ellos a una asiática bastante guapa, calculo de unos 25 años,
considerando la variante de que dichas personas suelen verse mucho más jóvenes
de lo que son. La simpática mujer también llevaba vestimenta huichola y se
comunicaba con ellos en dialecto indígena, aunque se le dificultaba el español.
Mientras mataba el
tiempo tratando de pronunciar “xaturi turamukame” y otros vocablos wixáricas
escritos en la barda de la comandancia y en la cruz del templo ceremonial, un
chavito como de siete u ocho años me preguntó "¿me compra artesanías,
señor?", con una seguridad digna del dealer más temido de Oblatos que atiende
a los hommies foráneos y les ofrece "broncas", "clavo" o
como se le quiera llamar a las drogas, o mejor aún, con un trato de
cliente-vendedor firme y seguro que envidiaría esas personas ruines e ingenuas
que forman parte de los multiniveles; esos tristes diablos que les gusta
jugarle al emprendedor y creen que en seis meses serán empresarios exitosos y
millonarios, que estarán en un palco con Carlos Bremen y Amaury Vergara, con
quienes podrían platicar de corridas de toros o repasar nombres de marcas internacionales
de ropa y vehículos que adquirieron en sus viajes a Estados Unidos.
Le compré dos
pulseras. Duele ver sus caritas quemadas tanto por el sol como por el frío;
andan descalzos en plena sierra y en cambio yo, me llevé dos pares de
calcetines por miedo a enfermarme; duele más ver a niños de entre 5 y 8 años que
cargan a sus hermanos menores, por lo general los varoncitos sobre los hombros
y las niñas en reboso, como si se tratara de madre a punto de amamantar al
bebé: de hecho hacen esta función mejor que decenas de damas que habitan en las
grandes urbes. Pero sus hermanitos no son sus crías, y deberían de estar
recibiendo casi los mismos cuidados. Si es que andar por la sierra con un
infante resguardándote se le puede llamar “cuidado”.
Pulseras coloridas, mejillas quemadas por el frío
Sé que generalmente
son sus familiares más chicos a quienes cuidan porque así lo corroboró una niña
que apareció de repente, se sentó a mi lado y también ofreció arte huichol y le
pregunté su nombre: "Fernanda", respondió, y después me dijo que su
hermanita es Rosa… dio otro nombre que ya olvidé, pero que no era Guadalupe, ni
Felícitas, ni cualquier vocablo ininteligible para el habla hispana.
A diferencia otras
comunidades de su misma cultura, en San Andrés dominan perfectamente el español
y ya casi no usan nombres de su idioma, contrario a la costumbre actual de
muchos hippies, hipsters y hasta los “Brayans suburbanos”, quienes bautizan a
sus bendiciones con nombres como Tzilacatzin, Haramara o Ítzica, nombres que
apenas pueden pronunciar y cuando les preguntan sobre el significado, suelen
dar distintas respuestas porque se les olvida, pero optaron por plasmarlos en
el registro civil porque en alguna ocasión de su juventud se fueron a fumar peyote
a la sierra norte y por eso ya se sienten dignos y emparentados con la gente de
ahí. Supongo que los indígenas de aquí comienzan a adaptarse a la cultura
general de Jalisco, pese a que aún se rigen por una especie de “autogobierno”
que eligen sus altos mandos a través de sueños (así me explicaron) y cada año
tienen un nuevo dirigente.
No hay palabras para describir esta imagen
Fernanda sacó una
bolsa con collares hermosos y figuras de barro forradas de chaquira. Los más
baratos costaban 300 pesos y aunque en la ciudad valen casi el doble y en mi
cartera llevaba un par de “Benitos Juárez súper saiyajin” (billetes nuevos de
500 pesos, pues), no quise comprarle porque vi gente muy borracha y latas de cerveza
tiradas por todos lados, misma estampa que aprecié las veces anteriores que he
ido a esta región norteña de Jalisco: abril del año pasado y junio de este; creí
que alguno de esos seres alcoholizados podría ser el padre o la madre de la
niña.
Me cuesta decir que
el maldito alcohol es la pudrición principal que nos impide progresar como
país, porque en las grandes potencias también el alcoholismo es un problema
social. Y no puedo jactarme de abstemio. Talvez sea cierto que las penas se
curan con cervezas, vodka, pulque y tequila, pero después de varios años de
intento, ya no estoy tan seguro. Me duele pensar que todos esos niños que vi,
en un par de décadas también tendrán hijos, que probablemente protagonicen a
diario el drama que hoy presencié, y en el mismo escenario, por supuesto.
Además del alcohol, subrayo el ser tercos y sumisos, sumisos a dos costumbres:
la guadalupana que nos inculcaron los españoles, y la propia que se forja allá
en las montañas del norte, con tradiciones y ritos que favorecen a muy pocos.
Antes de venderme
una vasija de poco más de 100 pesos, esperó a que un compañero me cambiara un
billete y en cuanto le pagué se puso de pie y siguió su camino a paso veloz con
Rosita entre sus brazos y, al igual que Paola, se perdió entre la tierra
colorada y el maíz seco que tan representativos son de TateiKie (nombre oficial
de San Andrés Cohamiata), que además tiene ese extraño hedor a ocotes quemados
y a estiércol de vaca y de caballo, tan característicos de los pueblos rurales
mexicanos.
Mientras corrían en
la plaza del centro, varios niños de entre seis y ocho años cargaban en sus
espaldas a otros pequeñitos de la mitad de sus edades y corrían a buen paso, y
al bajarlos, los chilpayates también salían hechos bala corriendo; jugaban a
perseguirse y a atraparse. Entre ellos sobresalía un pequeñín con pantalón de
mezclilla, botines color camel, con su piel no tan descuidada y camisa vaquera
de cuadros. Él no cargaba a alguien menor sobre los hombros: a él lo llevaba de
la mano uno de los líderes del pueblo.
Rituales extraños
Hasta de noche
conseguimos un lugar donde dormir: el “Hotel el Ejecutivo Tatei-Kie”, que más
bien es una casa ordinaria con tres cuartos, una cochera y un jardín, y es
donde justo empecé a redactar este texto, antes de que me orinara un grillo
negro que me dejó varias ronchas.
Ya es 24 de
diciembre, son las 5 am y pienso si el destino me permitirá regresar a casa
para envolver los regalos faltantes para mis sobrinos y otras personas. Me
dormí a las 10:30 am, desperté a las 12 y después a las 4. Me despertó el frío.
Las dos cobijas que me dejaron en la cama están muy delgadas y lo primero que
pienso es que así deben ser la mayoría que hay aquí. Incluso me duele reconocer
que mucho no deben tener trapos para taparse en la noche y peor aún, que la
mayoría de casas son de ladrillo sin resanar o de adobe, lo que causa que el
impacto de las bajas temperaturas sea mayor.
Por suerte traigo
un cobertor pequeño que, aunque no alcanza a cubrir todo mi cuerpo, es de gran ayuda.
También dos cobijas, dos chamarras, guantes y bufanda, la cual amarré a mi
cintura porque el vaho gélido se sentía en mi espalda, la cual sudó toda la
tarde porque cargaba dos mochilas, una maleta y un tripié mientras esperábamos
al gobernador; sí, esa es mi chamba de la que tan seguido me quejo, pero me ha
dado tanto, como poder contar este tipo de anécdotas y viajar no sólo por todo
Jalisco, algo que soñaba desde pequeño, cuando vivía en estados del sureste
mexicano. A propósito, ni en Inglaterra sentí tanto frío… ah, es que allá las
casas tienen calefacción y andas a toda madre descalzo por el piso alfombrado.
Y además fui en septiembre, cuando las ondas glaciares apenas comienzan a
asomar las narices.
La avioneta pasará
por nosotros a las 9 y ahora mismo recuerdo a tres niños que, mientras estaba
en la tienda donde rentan el wifi a 30 pesos, con una voz temblorosa y
cabizbajos, cada uno repitió el mismo enunciado: "¿me regala un
peso?". Les hace falta juntarse con los pequeños comerciantes de artesanía,
que dialogan con una seguridad sorprendente. Y yo, sintiéndome un turista
bonachón, a cada uno le di monedas de 5 pesos, de esas que guardo en la cartera
para depositarlas en la caja que está subiendo el camión, y no importa perder
50 centavos con tal de agilizar el tránsito de pasajes ahora que los choferes
no manipulan dinero. Aunque estaba consciente de que cinco pesos ya no alcanzan
ni para unos jodidos churrumaiz o rancheritos. Eran tres dos niñas y un niño.
Ellas compraron chetos sin marca, de los que son más baratos; él echó la moneda
a la bolsa de su short.
A la derecha se aprecian las dos pequeñas que me abordaron en la tienda, mientras yo festejaba que había señal de internet... y me moría de frío
Se fueron y
continué enviando los videos, fotos y audios a mis compañeros de trabajo que se
quedaron en la ciudad. Debió pasar como medio minuto cuando alcé mi cara justo
en el momento en que la niña mayor volteó para darme las gracias; como buena aprendiz,
la chiquitina actuó del mismo modo y las sonrisas de esos ojos negros, de esos
cachetitos maltratados más por la miseria que por el frío, y sus manitas
diciéndome adiós, quedará presente en mi memoria por mucho tiempo. En cuanto al
chamaco, él caminó más rápido y se unió a unos niños que pateaban un balón de
las Chivas. El fútbol siempre opacando cualquier tipo de carencias.
ASR