En
mi último día en Liverpool me paré frente a un muelle del Albert Dock. Caminé
más de una hora y vislumbré el panorama porque quería convencerme, o encontrar
argumentos contundentes que me permitieran comparar esta mítica ciudad inglesa
con el sitio donde nací.
Evoqué
recuerdos y mi mente viajó a Puerto Vallarta. No fue sencillo porque el aire,
que soplaba a paso lento pero pegaba con fuerza, estaba tan helado que me quemó
los cachetes. No exagero. ¿Algún día usaré bufanda, pants, gorro y chamarra en
mi bello pueblito? Seguro que no. En aquel momento, finales de septiembre de
este extraordinario 2018, estaría derritiéndome. ¿Se puede comparar a las
playas celestes y cálidas del malecón y al delgado Río Cuale, de color café
lodo, con el Río Mersey y el Atlántico, que parecieran ser una masa uniforme
azul-grisácea, por así describirla, en todos los sentidos? Imposible.
Panorama desde el muelle del Albert Dock (Instagram)
Le
encontré más parecido con Guadalajara, donde vivo desde hace 18 años: industrializada,
gente interesante, bonita y que, a pesar de tanta mezcla cultural, se niega a
perder sus raíces y su esencia; su principal arma en esta batalla contra la
globalización es el dialecto “scause”, extremadamente gutural, que por momentos
crees estar en Alemania y no en el Reino Unido.
Predominan
las personas rubias, pelirrojas y caucásicas ante los afroeuropeos, filipinos,
indios, chinos, coreanos y demás asiáticos que arrasan en ciudades más grandes
como Londres, Manchester y Birmingham. Así como en Jalisco nos vanagloriamos
del mariachi, el tequila y las Chivas, en Liverpool presumen a muerte a los
Beatles y a sus Reds.
Al
igual que en la Perla Tapatía, rápido identifican a un turista y me sentí el
bicho raro de la ciudad, como esos gringos güeros de ojos azules y apellido
anglosajón que caminan por los alrededores del Mercado San Juan de Dios y el
Cultural Cabañas. Durante la semana que estuve en este frío puerto, a diario
necesité orientación, ya sea dentro de un centro comercial o para tomar un
camión, y no fue fácil, pero las personas tenían la paciencia para explicarme
con señas y palabras más inglesas y menos scause.
Después
de auxiliarme preguntaban por mi origen. Yo les respondía con mi acento
natural: “de México… I´m from México”. -“¿where?...
¿Morocco?... ¿Monaco?... ¿Malta?... (lo pronuncian Mooolto)”.
-“No,
de Mecsicoou, from México”… -“Ah, Mexicuo!... Nice!”
Me molesta demasiado que le digan Mexicou a mi
país, quizá porque me recuerda a los gringos (los londinenses lo pronuncian muy
suave y con “s”: Miísico).
Aquel
último día, mientras contemplaba las cadenas repletas de candados, moda impuesta
por el escritor italiano Federico Moccia, me invadió la nostalgia. ¿Cuál nombre
podría escribir en un candado antes de lanzar la llave al agua? Quizá ninguno,
realmente, porque en ese preciso momento, más que pensar en alguien especial,
sentía más coraje y arrepentimiento que melancolía, por no haberme atrevido a
cruzar el gran charco antes, durante mi primera juventud. El miedo al desafío y
al fracaso generó una indiferencia mayúscula a mis sueños, y me sentí triste.
Entonces
cerré los ojos y sonreí porque recordé que, al gran José Alfredo, un arriero le
dijo que lo importante es saber llegar. Contemplé cuál o cuáles nombres rayaría
sobre un candado. Debería ser alguien especial, capaz de acompañarme en ese
momento. Honestamente, no pensé en
alguien… no en alguna alma que ya se fue: más bien me imaginaba acompañado de seres
que aún viven… aunque siendo honestos, preferí haber estado solo, porque se
trataba de una excursión para conocerme mejor, y poco importaba no tener un
candado con dedicatoria.
Estaba
contento por haber recorrido aquellas calles en las que crecieron John Lennon y
Steven Gerrard, de escuchar música agradable por todos lados y ver gimnasios de
boxeo, donde probablemente llegaron a entrenar los hermanos Liam, Callum,
Stephen y Paul Smith, Tony Bellew, Joseph Parker o Rocky Fielding.
Pero
lo más bello, sublime e inigualable fue presenciar Anfield Stadium: ese fue el
objetivo de mi viaje que soñé desde niño, el motivo por el cual me atreví a irme
enfermo, a pagar hasta cuatro veces más el costo original de un boleto para
entrar a la casa de mi equipo preferido y con nada podía cambiarse.
Un
día antes aterricé en Manchester pensando en mi templo futbolero. Hacía un frío
del demonio, debido a un huracán en Irlanda. Llevaba una maleta mediana, una
cobija más una mochila repleta de medicina. Completamente aterido tomé un tren
y para mi mala fortuna empezó a chispear unos 10 minutos antes de llegar a Lime
Street, el último destino de la travesía a la ciudad de Liverpool.
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Primer día
Afortunadamente no me falló la respiración y, como buena ciudad primermundista, la estación de camiones se encuentra enfrente de la terminal de tren. Tomé el número 17, una de las tantas rutas que conducen a Anfield Road, talvez el destino más solicitado de la metrópoli, pues hay quienes dicen que se cuentan por cientos los visitantes que llegan cada semana exclusivamente para ver un juego del Liverpool Football Club. Y sí lo creo. De verdad es monstruoso el fervor que despierta mi amado club.
Bajé
del bus frente a la casa de mis Reds y me sorprendió lo pequeño que es. Sabía
que no supera la capacidad de 50 mil asistentes; aún así contemplaba un inmueble
capaz de albergarnos a los millones de fanáticos que somos alrededor de todo el
mundo. Apenas y caía agua pero había un miedo inmenso por enfermarme, así que
esperé junto a las ventanillas donde se venden boletos para los partidos y
recorridos al interior del estadio, donde me resguardé bajo la cornisa de una
ventana hasta que las gotas se intensificaron.
Fue
así que entré a la tienda. Compré dos jerseys, una pluma, un llavero y no
recuerdo qué más. Detecté de inmediato el dialecto scouse, y de fondo sonaba
esa canción que se popularizó a inicios de año que dice: “Salah,
tarararararaaa, oh, Mane Mane, tarararararaa”, como si se estuviera cantando la
clásica oldie “Sugar, sugar”.
Al
salir seguía lloviendo y el cielo permanecía totalmente nublado. Tomé un taxi
rumbo al cuarto que renté en Airbnb. No tiene
caso hacer mención del bochornoso choque cultural que tuve con los filipinos donde me
hospedé. Mejor continuaré con lo acontecido aquel sábado 22 de septiembre, a
las 15:30 locales, del partido contra Southampton. Fui al lugar donde acordaron
entregarme un boleto, que resultó ser una tarjeta de entrada de un tal “Mrs
Frances Robinson”, en el área Kop Grandstand.
Pese
al frío se vivía una fiesta en los alrededores de Anfield Road: los pubs a
reventar, el “Allez Allez Allez” se entonaba a cada rato, y justo frente a la
estatua de Bill Shankly se presentaba una banda de rock, que me hizo latir el
corazón cuando después de una canción desconocida tocaron “Town called Malice”,
un himno ochentero y que desde hace dos años reproduzco en el teléfono o en la
computadora al menos una vez al mes. Otro clásico que también
presencié en vivo por un grupo local, pero que por algún desconocido motivo ya
no escucho tan seguido, es “Here Comes the Sun”, una de mis canciones
preferidas y que sonaba desde mis neuronas a partir de enero, momento en que
decidí comprar el viaje y me imaginaba caminando en Liverpool.
Here comes the sun
No
existen palabras, ni suficiente cursilería, para describir lo que sentí al
contemplar el campo de Anfield. Cierto es que ya no era la misma emoción porque
ya no está ninguno de los grandes ídolos que soñé ver en vivo vistiendo el
jersey rojo; han pasado muchos años y Owen y Gerrard ya están retirados;
Fernando Torres se encuentra en el ocaso de su carrera y Suárez, al igual que
el “Niño”, nos abandonó en su mejor momento futbolístico.
Tampoco
quedan guerreros sólidos como Jamie Carragher o Daniel Agger y, por si fuera
poco, Mohamed Salah demuestra que si brilló en el nivel más alto hasta los 25
años y no a las 17 como Messi o CR7, es porque, si bien no es un “One season
wonder” como muchos aseguran, difícilmente mantendrá ese nivel por muchos años:
más bien es semejante a una súper estrella que no es constante, como Zlatan Ibrahimovic,
Neymar, Kaká y mil más que parecían ser inmortales por sus jugadas bellas y
goles de antología, y por equis o ye razón bajaron su nivel considerablemente.
Eso creo y deseo de todo corazón equivocarme, porque el “Egyptian King” es mi
jugador preferido de la actualidad.
En
este equipo no hay ídolos que sean el gran referente: un día la figura es Mané,
el siguiente compromiso lo es Firmino y hasta Wijnaldum puede figurar como
jugador del partido; en este esquema el motor y principal estrella es el
estratega Jurgen Klopp. Contamos con Virgil Van Dijk, un central con una fina
clase nunca antes visto en los pasillos de Anfield, que se rompe el alma cada
juego demostrando por qué prefirió venir a Merseyside en lugar del Manchester
City, que desquita cada una de las 65 millones de libras esterlinas que costó y
que, estoy seguro, muy pronto será el capitán. Lo digo por la forma en que lo
vi ordenar cada línea de la cancha en aquella inolvidable tarde inglesa,
correspondiente a la jornada 6 de la Premier League.
Y
si bien ya no existen los kamikazes como Agger o Carragher, es porque ya no
necesitamos estar rezando cada fin de semana para ganar por un gol o por no
dejarnos empatar: ya hay más ideas y clase en el once inicial y también en la
banca, lo cual ha sido un arma fundamental para ganar la liga, tal como lo
hicieron Arsenal, Manchester United y Chelsea durante la década pasada, lo
mismo que para consolidar una hegemonía como la que buscan construir los
Citizens.
Aún
así Andy Robertson, James Milner, Jordan Henderson y Trent Alexander-Arnold dejan
el corazón al disputar la pelota. Un caso especial es el de Xerdan Shaquiri,
quien en lo poco que ha jugado ha marcado diferencia; poco a poco la gente
corea su nombre y pronto se escucharán himnos en referencia a él. Ahora que lo
digo, fue bellísimo sentir en Anfield cómo se canta el nombre de un futbolista
cada que realizaba una jugada importante o tocaba el balón cerca del área. Muy
gracioso es cómo le dicen al 9 brasileño “Bobby Fomíno”.
Todos
estos cracks están a un solo paso de la grandeza, la cual quedó eclipsada en la
pasada final de la Champions League, cuyo desenlace ni caso tiene mencionar
(Fuck you, Ramos and Karius!), aunque sí me asusta que el meta Allison, que del
poco ataque que recibe tapa casi todo, ha cometido graves errores en al menos
cuatro anotaciones. En fin, hay que tenerle fe.
En
las gradas de The Kop volví a reír al recordar que toda esta pasión comenzó con
aquel contragolpe de Michael Owen, quien tras un excepcional pase de David
Beckham, dribló a Roberto Ayala y otro defensa argentino en el Mundial de
Francia 98. Yo tenía 10 años y era mi primer juego como fanático del fútbol
internacional y no tenía la más remota idea de lo insignificante que es “El
niño Maravilla” ante la historia del Liverpool. En ese entonces todo mundo
amaba a Ronaldo, el “Fenómeno”, y Zinedine Zidane se apuntaba como la figura de
la Copa. Pero a mí me maravilló el atacante de los Tres Leones.
Después
de Liverpool me fui a Londres, lo cual no tenía contemplado porque no quería
estar en una ciudad inmensa, que es referente de los viajeros fresas. Pero al
no poder ir a Escocia ni a Irlanda por recomendación médica opté por aprovechar
que se disputaría un juegazo ante Chelsea, en busca de consolidarse como
líderes. No pude entrar, fue triste conocer el racismo de un gran sector de
hinchas, y peor aún el fraudulento negocio de la reventa en línea. Pero lo más
triste fue no poder ver desde las gradas el golazo de Daniel Sturridge con el
que se empató el marcador antes de concluir el partido.
El
último día en la isla Bretaña lo pasé en Manchester, que se asemeja a Guadalajara
en más aspectos que Liverpool, principalmente porque también está en el oeste, no es
costa y el aeropuerto se localiza en el sur de la ciudad. Además la actitud
rebelde de un poeta-vagabundo, que se presentaba con una carpeta titulada
“Homeless but still human” me recordó a un par de amigos y conocidos.
De
la ciudad de los hermanos Gallagher me sorprendió la gran cantidad de grafitis,
la nula seguridad en el metro pese a las advertencias de ser multado si no
pagaste el ticket, la rivalidad entre el United y el City se percibe por
doquier y hay toda clase de asiáticos de ojos rasgados, desde algunos casi
rubios y ojiverdes, hasta algunos muy morenos, con ciertas facciones afro. Me hospedé en Gatley, poblado que queda a 5 minutos del
aeropuerto, con una familia de coreanos, gente muy trabajadora y amable. La
casa es hermosa, como la mayoría de esa región. Extrañamente en el centro no vi
tantas manifestaciones musicales como en Liverpool y Londres, a pesar de que en
Manchester surgieron grandes agrupaciones que han marcado tendencia, como The
Stone Roses, The Smiths y por su puesto Oasis.
Quedé
sorprendido porque los ingleses no son tan fríos como los pintan en muchos
lugares y como creí que serían. O al menos no los que conocí. Tenía la idea de
que el fútbol era mera distracción, pero es mucho más que eso. Desde luego que
hay un amplio sector que lo sigue de lejos, que sólo se interesa por el balón
de gajos durante el mundial. Aman a su país, comprenden que la situación global
es grave y asumen la culpa histórica que tienen al haber invadido prácticamente
todos los rincones del planeta: basta con ver el centro de Londres infestado de
monumentos bélicos. No les incomoda que los anuncios publicitarios de tv los
protagonicen personas con ojos rasgados o de piel más oscura que la mayoría de
su población. Les gusta ser visitados y explicar su historia: en ningún momento
me sentí un invasor. También fue sorprendente escuchar por todos lados música
de Bob Marley.
Es
imposible olvidar breves encuentros amistosos, como a la dulce señora londinense
de unos cincuenta años, rubia y de lentes, de cabello a la altura de los
hombros, al estilo He-Man o Willy Wonka, que me explicó qué rutas tomar para ir
al Big Ben y al London Bridge. Charlamos más de 5 minutos y cuando el chofer no
me permitió subir porque el pasaje sólo funciona vía prepago, ella se ofreció a
pagar con su tarjeta, aunque tampoco se la recibieron porque el conductor está
inhabilitado a hacerlo. Le expliqué que sabía llegar a la estación del Tren de
Fulham Broadway, la cual estaba a siete u ocho cuadras, y nos despedimos con una
sonrisa mutua en los ojos. Otra mujer mayor, Nora, con quien me hospedé, me
comentó que en su juventud, allá a inicios de los 80’s, viajó con su entonces
novio y hoy ex esposo a México y que sólo conoció un lugar pero quedó
encantada: Puerto Vallarta, mi pueblito, y le presumí que tengo el privilegio
de haber nacido allí.
Liverpool
es la más pequeña de las principales urbes de Inglaterra, talvez por ese
detalle la considero la mejor. Quedé enamorado de sus meseras rubias, en
específico la del Café Nero que acarició mi hombro luego de decir con gran dificultad "mucho gusto" cuando le respondí que soy mexa; de sus cantantes urbanos y
de sus niños alegres y bromistas, y me fui feliz porque conocí a la gente que
habita esta ciudad que siempre me enajenó un tanto; mientras esperaba el tren
para Londres, un señor ya mayor, empleado de la terminal, vio mi bufanda roja y
se burló porque mi equipo no es campeón desde hace más de un cuarto de siglo. En eso
llegó un amigo suyo y le reviró: ¡dile a cuál equipo le vas! Riéndose explicó
que su equipo es de color azul… ¡el Everton! Agregó que lo único bueno del
Chelsea es que visten azul. Y volvió a burlarse porque los blues londinenses
nos eliminaron de la Copa Carabao a media semana.
De
hecho vi ese partido que perdimos 2-1 en un pub genial llamado “The Church”,
ubicado a dos cuadras de Anfield Stadium y, tal cual, es una iglesia: su
arquitectura por dentro y fuera, las sillas, las alfombras y ventanales parecen
que en lugar de fanáticos de fútbol, quienes llegarán a este lugar son
monaguillos y curas. Fue todo un espectáculo porque me comí una hamburguesa y
tomé agua. Curioso fue que al llegar estaba a reventar y debí sentarme en el
suelo para comer, pero 10 minutos antes del arranque del juego todo mundo se
fue: los clientes son los mismos fanáticos que van al estadio, y quienes no
tienen ticket no eligen un bar o cantina: suelen irse a un restaurante.
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The Church
Cuando
sonó el silbatazo final, The Church y los otros pubs de alrededor volvieron a
llenarse. Vi muchos rostros que habían estado aquí hace dos horas. Por las calles las personas debatían las
jugadas tácticas claves que significaron haber sido eliminados por los Blues:
mujeres, hombres, niños, ancianos, con o sin jersey rojo, negro, gris o
amarillo de nuestro equipo destacaban todo tipo de detalle. De verdad en
Liverpool se ama al fútbol como en pocos lugares, sin la falsa pasión
argentina, ni el patético análisis que solemos tener los mexicanos: allá se
vive el fútbol con inteligencia y colorido cálido.
Unos
cuantos minutos después, ya de noche, todo se volvió penumbra: pareciera que
los habitantes recordaran que esta ciudad fue por muchos años el principal
centro de tráfico de esclavos, o lo desastroso que resultó la Segunda Guerra
Mundial. Al menos pueden presumir que desde su puerto pudieron haber zarpado
los padres de grandes atletas y pensadores afroamericanos hasta 1807, año en
que Gran Bretaña aprobó la prohibición del comercio esclavista. O talvez
rememoraron alguno de los más de 80 bombardeos que sufrieron durante la Segunda
Guerra Mundial, y que mataron a más de
2,500 personas, dañando casi la mitad de los edificios.
Ese
último día en Liverpool, recién salí del Museo y un músico empezó a tocar “Wild
World”, de Cat Stevens, una melodía ideal para esa estampa personal compuesta
de aire gélido, un sol radiante, mi mente semivacía y mi corazón melancólico,
entre monumentos y honores que se rinden a las personas que fallecieron en las
grandes guerras mundiales. Curiosamente, mientras redacto este escrito, vi en Youtube
un dueto de Yusuf Islam (nombre musulmán de Stevens) con Chris Cornell.
El coro de este bellísimo tema, que dice I'll
always remember you like a child, girl, me recuerda nuevamente a Christina.
Mejor
momento no podía haber para escuchar a un cantante decir que el mundo es
salvaje: en lugar de una chica que amamos nos escuchaba el cielo y los turistas que
grababan el momento y dejaban monedas al músico, al tiempo que apreciaban los
candados y el paisaje, parecían comprendernos. También fueron testigos de que
la ciudad de John, Paul, George y Ringo se presta para la nostalgia.
Wild World... video para la ocasión
Mi
bello Liverpool, no entiendo por qué una tienda comercial lleva tu nombre: no
hay razón si nos consta que se trata de un lugar 100 por ciento musical y
futbolero. Tus habitantes te llaman “The World In One City (el mundo en una
ciudad)", frase que a mi parecer encajaría mejor en Londres, aunque el
lema de tu escudo, galardonado por Neptuno, Tritón y aves liver no podría ser
mejor: "Deus Nobis Haec Otia Fecit (Dios nos ha dado esta tranquilidad)",
tranquilidad que se manifiesta entre niebla y árboles con frutos rojos, y desaparece
cada momento en que cientos de músicos que ahí se concentran invaden tus
plazas, pero sobre todo cuando juegan tus Reds y, ¿por qué no destacarlo?, una
que otra vez que se presenta el Everton, esos que ensucian Stanley Park con
papelitos azules de los dulces Toffees y tienen cánticos creativos como el del
taxi, que seguro ningún entrenador quisiera que le dedicasen.
Se
asume la responsabilidad, pero en Liverpool no hay remordimientos ni rencores.
En 1952 este puerto se hermanó con Colonia, Alemania, ciudad con la que
compartió la terrible experiencia de los constantes y mortales bombardeos
aéreos. Su gélida bahía, donde múltiples tubos y demás figuras metálicas
sustituyen a los árboles amarillos que me recordaron a las primaveras tapatías,
y a los de frutitas rojas que colorean las cuadras aledañas, se distingue por
los muelles por donde pasaron los más de 5 mil barcos negreros ahí construidos
y que cambiaban a los cautivos africanos por mercancía como azúcar, algodón o
trigo, y según entendí el principal destino era Kingston, Jamaica, antes de
redistribuirlos en el norte de América, principalmente. Abrí los ojos,
sobre la masa grisácea del Merseyside vislumbré una de esas naves marítimas,
probablemente el Zong, mientras se hundía, a pesar de que dicha tragedia sucedió
en las costas del continente negro. Pero mejor hablemos de música. Aprendí que además
de The Beatles, la gente presume a The Scaffold y a Frankie Goes to Hollywood.
Talvez
las Chivas y los Reds no se parecen como siempre quise estar convencido: fueron
los más ganadores muchos años y últimamente las sequías de títulos son
monstruosas: no ganar la liga desde 29 años duele en el alma, y este año no
pueden fallarle a la Premier League. Se tiene una base sólida para competirle
al Manchester City. Tampoco puedo comparar al Atlas con el Everton: los azules
alguna vez fueron grandes y conservan su identidad y dignidad. Y si hablamos en
términos urbanísticos y sociales, realmente en casi nada coinciden las capitales
de Jalisco y Merseyside. En pocas palabras, el orden europeo no concuerda con
el desmadre latinoamericano. Esa es nuestra triste realidad.
El
otoño ha terminado y ya van dos veces que sueño que regreso a Liverpool. Ahora
entiendo por qué meses atrás, cuando sentí que agonizaba por falta de aire en
los pulmones y de fuerzas en todo el cuerpo, le pedí a Dios que me permitiera realizar
ese viaje, incluso como última voluntad. Se trataba de una experiencia única. Ahora quiero regresar para
tomarme una pinta en The Church; ansío una revancha y quiero conocer Edimburgo,
Glasgow y Dublín, pero más anhelo volver a pisar el suelo del puerto más bonito
de Inglaterra, pasearme en barco, escuchar de nuevo al muchacho de cabello
largo y negro que, más que inglés, parecía español o turco, y preguntarle a
quién le dedicó “Wild World” aquella tarde de septiembre y si ha dejado un
candado sobre las cadenas, porque no creo que la haya entonado solo para
deleitar a los turistas; quiero volver a descubrir nuevas buenas bandas como Keywest,
quienes tocaron en Liverpool One.
Ya
en el aeropuerto de Cancún platiqué con dos señores ingleses, uno fanático del
Manchester City, otro de Liverpool, que iba con sus dos hijos, digamos que de 4
y 6 años, vestidos del uniforme morado y el dorsal 11 de Mo Salah. Obviamente
hablamos de fútbol y me despedí recomendándoles que visiten Mérida, en caso de
estar varios días en México, con el profundo deseo de que nada malo les pase a
ellos ni a los cientos de europeos que llegaron en el mismo avión que yo, que
regresaran a su gran isla con una buena impresión de mi país, y, por supuesto,
con el propósito más vivo que nunca de volver a Anfield Stadium y al muelle de
Albert Dock, rezando para poder presumirle a mis amigos que conocí Liverpool el
año en que mis rojos por fin ganaron la Premier League.
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Confío en que estos cracks harán historia
ASR