28 de diciembre de 2018

Mi Liverpool

En mi último día en Liverpool me paré frente a un muelle del Albert Dock. Caminé más de una hora y vislumbré el panorama porque quería convencerme, o encontrar argumentos contundentes que me permitieran comparar esta mítica ciudad inglesa con el sitio donde nací.

Evoqué recuerdos y mi mente viajó a Puerto Vallarta. No fue sencillo porque el aire, que soplaba a paso lento pero pegaba con fuerza, estaba tan helado que me quemó los cachetes. No exagero. ¿Algún día usaré bufanda, pants, gorro y chamarra en mi bello pueblito? Seguro que no. En aquel momento, finales de septiembre de este extraordinario 2018, estaría derritiéndome. ¿Se puede comparar a las playas celestes y cálidas del malecón y al delgado Río Cuale, de color café lodo, con el Río Mersey y el Atlántico, que parecieran ser una masa uniforme azul-grisácea, por así describirla, en todos los sentidos? Imposible.

Panorama desde el muelle del Albert Dock (Instagram)

Le encontré más parecido con Guadalajara, donde vivo desde hace 18 años: industrializada, gente interesante, bonita y que, a pesar de tanta mezcla cultural, se niega a perder sus raíces y su esencia; su principal arma en esta batalla contra la globalización es el dialecto “scause”, extremadamente gutural, que por momentos crees estar en Alemania y no en el Reino Unido.

Predominan las personas rubias, pelirrojas y caucásicas ante los afroeuropeos, filipinos, indios, chinos, coreanos y demás asiáticos que arrasan en ciudades más grandes como Londres, Manchester y Birmingham. Así como en Jalisco nos vanagloriamos del mariachi, el tequila y las Chivas, en Liverpool presumen a muerte a los Beatles y a sus Reds.

Al igual que en la Perla Tapatía, rápido identifican a un turista y me sentí el bicho raro de la ciudad, como esos gringos güeros de ojos azules y apellido anglosajón que caminan por los alrededores del Mercado San Juan de Dios y el Cultural Cabañas. Durante la semana que estuve en este frío puerto, a diario necesité orientación, ya sea dentro de un centro comercial o para tomar un camión, y no fue fácil, pero las personas tenían la paciencia para explicarme con señas y palabras más inglesas y menos scause.

Después de auxiliarme preguntaban por mi origen. Yo les respondía con mi acento natural: “de México… I´m from México”.  -“¿where?... ¿Morocco?... ¿Monaco?... ¿Malta?... (lo pronuncian Mooolto)”.
-“No, de Mecsicoou, from México”… -“Ah, Mexicuo!... Nice!”

Me molesta demasiado que le digan Mexicou a mi país, quizá porque me recuerda a los gringos (los londinenses lo pronuncian muy suave y con “s”: Miísico).  

Aquel último día, mientras contemplaba las cadenas repletas de candados, moda impuesta por el escritor italiano Federico Moccia, me invadió la nostalgia. ¿Cuál nombre podría escribir en un candado antes de lanzar la llave al agua? Quizá ninguno, realmente, porque en ese preciso momento, más que pensar en alguien especial, sentía más coraje y arrepentimiento que melancolía, por no haberme atrevido a cruzar el gran charco antes, durante mi primera juventud. El miedo al desafío y al fracaso generó una indiferencia mayúscula a mis sueños, y me sentí triste.

Entonces cerré los ojos y sonreí porque recordé que, al gran José Alfredo, un arriero le dijo que lo importante es saber llegar. Contemplé cuál o cuáles nombres rayaría sobre un candado. Debería ser alguien especial, capaz de acompañarme en ese momento. Honestamente, no pensé en alguien… no en alguna alma que ya se fue: más bien me imaginaba acompañado de seres que aún viven… aunque siendo honestos, preferí haber estado solo, porque se trataba de una excursión para conocerme mejor, y poco importaba no tener un candado con dedicatoria.


Los famosos candados (Instagram)

Estaba contento por haber recorrido aquellas calles en las que crecieron John Lennon y Steven Gerrard, de escuchar música agradable por todos lados y ver gimnasios de boxeo, donde probablemente llegaron a entrenar los hermanos Liam, Callum, Stephen y Paul Smith, Tony Bellew, Joseph Parker o Rocky Fielding.

Pero lo más bello, sublime e inigualable fue presenciar Anfield Stadium: ese fue el objetivo de mi viaje que soñé desde niño, el motivo por el cual me atreví a irme enfermo, a pagar hasta cuatro veces más el costo original de un boleto para entrar a la casa de mi equipo preferido y con nada podía cambiarse.

Un día antes aterricé en Manchester pensando en mi templo futbolero. Hacía un frío del demonio, debido a un huracán en Irlanda. Llevaba una maleta mediana, una cobija más una mochila repleta de medicina. Completamente aterido tomé un tren y para mi mala fortuna empezó a chispear unos 10 minutos antes de llegar a Lime Street, el último destino de la travesía a la ciudad de Liverpool.

Primer día 

Afortunadamente no me falló la respiración y, como buena ciudad primermundista, la estación de camiones se encuentra enfrente de la terminal de tren. Tomé el número 17, una de las tantas rutas que conducen a Anfield Road, talvez el destino más solicitado de la metrópoli, pues hay quienes dicen que se cuentan por cientos los visitantes que llegan cada semana exclusivamente para ver un juego del Liverpool Football Club. Y sí lo creo. De verdad es monstruoso el fervor que despierta mi amado club.

Bajé del bus frente a la casa de mis Reds y me sorprendió lo pequeño que es. Sabía que no supera la capacidad de 50 mil asistentes; aún así contemplaba un inmueble capaz de albergarnos a los millones de fanáticos que somos alrededor de todo el mundo. Apenas y caía agua pero había un miedo inmenso por enfermarme, así que esperé junto a las ventanillas donde se venden boletos para los partidos y recorridos al interior del estadio, donde me resguardé bajo la cornisa de una ventana hasta que las gotas se intensificaron.
Fue así que entré a la tienda. Compré dos jerseys, una pluma, un llavero y no recuerdo qué más. Detecté de inmediato el dialecto scouse, y de fondo sonaba esa canción que se popularizó a inicios de año que dice: “Salah, tarararararaaa, oh, Mane Mane, tarararararaa”, como si se estuviera cantando la clásica oldie “Sugar, sugar”.

Al salir seguía lloviendo y el cielo permanecía totalmente nublado. Tomé un taxi rumbo al cuarto que renté en Airbnb.  No tiene caso hacer mención del bochornoso choque cultural que tuve con los filipinos donde me hospedé. Mejor continuaré con lo acontecido aquel sábado 22 de septiembre, a las 15:30 locales, del partido contra Southampton. Fui al lugar donde acordaron entregarme un boleto, que resultó ser una tarjeta de entrada de un tal “Mrs Frances Robinson”, en el área Kop Grandstand.  

Pese al frío se vivía una fiesta en los alrededores de Anfield Road: los pubs a reventar, el “Allez Allez Allez” se entonaba a cada rato, y justo frente a la estatua de Bill Shankly se presentaba una banda de rock, que me hizo latir el corazón cuando después de una canción desconocida tocaron “Town called Malice”, un himno ochentero y que desde hace dos años reproduzco en el teléfono o en la computadora al menos una vez al mes. Otro clásico que también presencié en vivo por un grupo local, pero que por algún desconocido motivo ya no escucho tan seguido, es “Here Comes the Sun”, una de mis canciones preferidas y que sonaba desde mis neuronas a partir de enero, momento en que decidí comprar el viaje y me imaginaba caminando en Liverpool.


Here comes the sun


No existen palabras, ni suficiente cursilería, para describir lo que sentí al contemplar el campo de Anfield. Cierto es que ya no era la misma emoción porque ya no está ninguno de los grandes ídolos que soñé ver en vivo vistiendo el jersey rojo; han pasado muchos años y Owen y Gerrard ya están retirados; Fernando Torres se encuentra en el ocaso de su carrera y Suárez, al igual que el “Niño”, nos abandonó en su mejor momento futbolístico.
Tampoco quedan guerreros sólidos como Jamie Carragher o Daniel Agger y, por si fuera poco, Mohamed Salah demuestra que si brilló en el nivel más alto hasta los 25 años y no a las 17 como Messi o CR7, es porque, si bien no es un “One season wonder” como muchos aseguran, difícilmente mantendrá ese nivel por muchos años: más bien es semejante a una súper estrella que no es constante, como Zlatan Ibrahimovic, Neymar, Kaká y mil más que parecían ser inmortales por sus jugadas bellas y goles de antología, y por equis o ye razón bajaron su nivel considerablemente. Eso creo y deseo de todo corazón equivocarme, porque el “Egyptian King” es mi jugador preferido de la actualidad.


¡Anfield!

En este equipo no hay ídolos que sean el gran referente: un día la figura es Mané, el siguiente compromiso lo es Firmino y hasta Wijnaldum puede figurar como jugador del partido; en este esquema el motor y principal estrella es el estratega Jurgen Klopp. Contamos con Virgil Van Dijk, un central con una fina clase nunca antes visto en los pasillos de Anfield, que se rompe el alma cada juego demostrando por qué prefirió venir a Merseyside en lugar del Manchester City, que desquita cada una de las 65 millones de libras esterlinas que costó y que, estoy seguro, muy pronto será el capitán. Lo digo por la forma en que lo vi ordenar cada línea de la cancha en aquella inolvidable tarde inglesa, correspondiente a la jornada 6 de la Premier League.

Y si bien ya no existen los kamikazes como Agger o Carragher, es porque ya no necesitamos estar rezando cada fin de semana para ganar por un gol o por no dejarnos empatar: ya hay más ideas y clase en el once inicial y también en la banca, lo cual ha sido un arma fundamental para ganar la liga, tal como lo hicieron Arsenal, Manchester United y Chelsea durante la década pasada, lo mismo que para consolidar una hegemonía como la que buscan construir los Citizens.

Aún así Andy Robertson, James Milner, Jordan Henderson y Trent Alexander-Arnold dejan el corazón al disputar la pelota. Un caso especial es el de Xerdan Shaquiri, quien en lo poco que ha jugado ha marcado diferencia; poco a poco la gente corea su nombre y pronto se escucharán himnos en referencia a él. Ahora que lo digo, fue bellísimo sentir en Anfield cómo se canta el nombre de un futbolista cada que realizaba una jugada importante o tocaba el balón cerca del área. Muy gracioso es cómo le dicen al 9 brasileño “Bobby Fomíno”.

Todos estos cracks están a un solo paso de la grandeza, la cual quedó eclipsada en la pasada final de la Champions League, cuyo desenlace ni caso tiene mencionar (Fuck you, Ramos and Karius!), aunque sí me asusta que el meta Allison, que del poco ataque que recibe tapa casi todo, ha cometido graves errores en al menos cuatro anotaciones. En fin, hay que tenerle fe.

En las gradas de The Kop volví a reír al recordar que toda esta pasión comenzó con aquel contragolpe de Michael Owen, quien tras un excepcional pase de David Beckham, dribló a Roberto Ayala y otro defensa argentino en el Mundial de Francia 98. Yo tenía 10 años y era mi primer juego como fanático del fútbol internacional y no tenía la más remota idea de lo insignificante que es “El niño Maravilla” ante la historia del Liverpool. En ese entonces todo mundo amaba a Ronaldo, el “Fenómeno”, y Zinedine Zidane se apuntaba como la figura de la Copa. Pero a mí me maravilló el atacante de los Tres Leones.

Después de Liverpool me fui a Londres, lo cual no tenía contemplado porque no quería estar en una ciudad inmensa, que es referente de los viajeros fresas. Pero al no poder ir a Escocia ni a Irlanda por recomendación médica opté por aprovechar que se disputaría un juegazo ante Chelsea, en busca de consolidarse como líderes. No pude entrar, fue triste conocer el racismo de un gran sector de hinchas, y peor aún el fraudulento negocio de la reventa en línea. Pero lo más triste fue no poder ver desde las gradas el golazo de Daniel Sturridge con el que se empató el marcador antes de concluir el partido.

El último día en la isla Bretaña lo pasé en Manchester, que se asemeja a Guadalajara en más aspectos que Liverpool, principalmente porque también está en el oeste, no es costa y el aeropuerto se localiza en el sur de la ciudad. Además la actitud rebelde de un poeta-vagabundo, que se presentaba con una carpeta titulada “Homeless but still human” me recordó a un par de amigos y conocidos.

De la ciudad de los hermanos Gallagher me sorprendió la gran cantidad de grafitis, la nula seguridad en el metro pese a las advertencias de ser multado si no pagaste el ticket, la rivalidad entre el United y el City se percibe por doquier y hay toda clase de asiáticos de ojos rasgados, desde algunos casi rubios y ojiverdes, hasta algunos muy morenos, con ciertas facciones afro. Me hospedé en Gatley, poblado que queda a 5 minutos del aeropuerto, con una familia de coreanos, gente muy trabajadora y amable. La casa es hermosa, como la mayoría de esa región. Extrañamente en el centro no vi tantas manifestaciones musicales como en Liverpool y Londres, a pesar de que en Manchester surgieron grandes agrupaciones que han marcado tendencia, como The Stone Roses, The Smiths y por su puesto Oasis.

Quedé sorprendido porque los ingleses no son tan fríos como los pintan en muchos lugares y como creí que serían. O al menos no los que conocí. Tenía la idea de que el fútbol era mera distracción, pero es mucho más que eso. Desde luego que hay un amplio sector que lo sigue de lejos, que sólo se interesa por el balón de gajos durante el mundial. Aman a su país, comprenden que la situación global es grave y asumen la culpa histórica que tienen al haber invadido prácticamente todos los rincones del planeta: basta con ver el centro de Londres infestado de monumentos bélicos. No les incomoda que los anuncios publicitarios de tv los protagonicen personas con ojos rasgados o de piel más oscura que la mayoría de su población. Les gusta ser visitados y explicar su historia: en ningún momento me sentí un invasor. También fue sorprendente escuchar por todos lados música de Bob Marley.

Es imposible olvidar breves encuentros amistosos, como a la dulce señora londinense de unos cincuenta años, rubia y de lentes, de cabello a la altura de los hombros, al estilo He-Man o Willy Wonka, que me explicó qué rutas tomar para ir al Big Ben y al London Bridge. Charlamos más de 5 minutos y cuando el chofer no me permitió subir porque el pasaje sólo funciona vía prepago, ella se ofreció a pagar con su tarjeta, aunque tampoco se la recibieron porque el conductor está inhabilitado a hacerlo. Le expliqué que sabía llegar a la estación del Tren de Fulham Broadway, la cual estaba a siete u ocho cuadras, y nos despedimos con una sonrisa mutua en los ojos. Otra mujer mayor, Nora, con quien me hospedé, me comentó que en su juventud, allá a inicios de los 80’s, viajó con su entonces novio y hoy ex esposo a México y que sólo conoció un lugar pero quedó encantada: Puerto Vallarta, mi pueblito, y le presumí que tengo el privilegio de haber nacido allí.

Liverpool es la más pequeña de las principales urbes de Inglaterra, talvez por ese detalle la considero la mejor. Quedé enamorado de sus meseras rubias, en específico la del Café Nero que acarició mi hombro luego de decir con gran dificultad "mucho gusto" cuando le respondí que soy mexa; de sus cantantes urbanos y de sus niños alegres y bromistas, y me fui feliz porque conocí a la gente que habita esta ciudad que siempre me enajenó un tanto; mientras esperaba el tren para Londres, un señor ya mayor, empleado de la terminal, vio mi bufanda roja y se burló porque mi equipo no es campeón desde hace más de un cuarto de siglo. En eso llegó un amigo suyo y le reviró: ¡dile a cuál equipo le vas! Riéndose explicó que su equipo es de color azul… ¡el Everton! Agregó que lo único bueno del Chelsea es que visten azul. Y volvió a burlarse porque los blues londinenses nos eliminaron de la Copa Carabao a media semana.

De hecho vi ese partido que perdimos 2-1 en un pub genial llamado “The Church”, ubicado a dos cuadras de Anfield Stadium y, tal cual, es una iglesia: su arquitectura por dentro y fuera, las sillas, las alfombras y ventanales parecen que en lugar de fanáticos de fútbol, quienes llegarán a este lugar son monaguillos y curas. Fue todo un espectáculo porque me comí una hamburguesa y tomé agua. Curioso fue que al llegar estaba a reventar y debí sentarme en el suelo para comer, pero 10 minutos antes del arranque del juego todo mundo se fue: los clientes son los mismos fanáticos que van al estadio, y quienes no tienen ticket no eligen un bar o cantina: suelen irse a un restaurante.


The Church

Cuando sonó el silbatazo final, The Church y los otros pubs de alrededor volvieron a llenarse. Vi muchos rostros que habían estado aquí hace dos horas. Por las calles las personas debatían las jugadas tácticas claves que significaron haber sido eliminados por los Blues: mujeres, hombres, niños, ancianos, con o sin jersey rojo, negro, gris o amarillo de nuestro equipo destacaban todo tipo de detalle. De verdad en Liverpool se ama al fútbol como en pocos lugares, sin la falsa pasión argentina, ni el patético análisis que solemos tener los mexicanos: allá se vive el fútbol con inteligencia y colorido cálido.

Unos cuantos minutos después, ya de noche, todo se volvió penumbra: pareciera que los habitantes recordaran que esta ciudad fue por muchos años el principal centro de tráfico de esclavos, o lo desastroso que resultó la Segunda Guerra Mundial. Al menos pueden presumir que desde su puerto pudieron haber zarpado los padres de grandes atletas y pensadores afroamericanos hasta 1807, año en que Gran Bretaña aprobó la prohibición del comercio esclavista. O talvez rememoraron alguno de los más de 80 bombardeos que sufrieron durante la Segunda Guerra Mundial, y que mataron a más de  2,500 personas, dañando casi la mitad de los edificios.

Ese último día en Liverpool, recién salí del Museo y un músico empezó a tocar “Wild World”, de Cat Stevens, una melodía ideal para esa estampa personal compuesta de aire gélido, un sol radiante, mi mente semivacía y mi corazón melancólico, entre monumentos y honores que se rinden a las personas que fallecieron en las grandes guerras mundiales. Curiosamente, mientras redacto este escrito, vi en Youtube un dueto de Yusuf Islam (nombre musulmán de Stevens) con Chris Cornell. El coro de este bellísimo tema, que dice I'll always remember you like a child, girl, me recuerda nuevamente a Christina.

Mejor momento no podía haber para escuchar a un cantante decir que el mundo es salvaje: en lugar de una chica que amamos nos escuchaba el cielo y los turistas que grababan el momento y dejaban monedas al músico, al tiempo que apreciaban los candados y el paisaje, parecían comprendernos. También fueron testigos de que la ciudad de John, Paul, George y Ringo se presta para la nostalgia.



Wild World... video para la ocasión

Mi bello Liverpool, no entiendo por qué una tienda comercial lleva tu nombre: no hay razón si nos consta que se trata de un lugar 100 por ciento musical y futbolero. Tus habitantes te llaman “The World In One City (el mundo en una ciudad)", frase que a mi parecer encajaría mejor en Londres, aunque el lema de tu escudo, galardonado por Neptuno, Tritón y aves liver no podría ser mejor: "Deus Nobis Haec Otia Fecit (Dios nos ha dado esta tranquilidad)", tranquilidad que se manifiesta entre niebla y árboles con frutos rojos, y desaparece cada momento en que cientos de músicos que ahí se concentran invaden tus plazas, pero sobre todo cuando juegan tus Reds y, ¿por qué no destacarlo?, una que otra vez que se presenta el Everton, esos que ensucian Stanley Park con papelitos azules de los dulces Toffees y tienen cánticos creativos como el del taxi, que seguro ningún entrenador quisiera que le dedicasen.

Se asume la responsabilidad, pero en Liverpool no hay remordimientos ni rencores. En 1952 este puerto se hermanó con Colonia, Alemania, ciudad con la que compartió la terrible experiencia de los constantes y mortales bombardeos aéreos. Su gélida bahía, donde múltiples tubos y demás figuras metálicas sustituyen a los árboles amarillos que me recordaron a las primaveras tapatías, y a los de frutitas rojas que colorean las cuadras aledañas, se distingue por los muelles por donde pasaron los más de 5 mil barcos negreros ahí construidos y que cambiaban a los cautivos africanos por mercancía como azúcar, algodón o trigo, y según entendí el principal destino era Kingston, Jamaica, antes de redistribuirlos en el norte de América, principalmente. Abrí los ojos, sobre la masa grisácea del Merseyside vislumbré una de esas naves marítimas, probablemente el Zong, mientras se hundía, a pesar de que dicha tragedia sucedió en las costas del continente negro. Pero mejor hablemos de música. Aprendí que además de The Beatles, la gente presume a The Scaffold y a Frankie Goes to Hollywood.

Talvez las Chivas y los Reds no se parecen como siempre quise estar convencido: fueron los más ganadores muchos años y últimamente las sequías de títulos son monstruosas: no ganar la liga desde 29 años duele en el alma, y este año no pueden fallarle a la Premier League. Se tiene una base sólida para competirle al Manchester City. Tampoco puedo comparar al Atlas con el Everton: los azules alguna vez fueron grandes y conservan su identidad y dignidad. Y si hablamos en términos urbanísticos y sociales, realmente en casi nada coinciden las capitales de Jalisco y Merseyside. En pocas palabras, el orden europeo no concuerda con el desmadre latinoamericano. Esa es nuestra triste realidad.

El otoño ha terminado y ya van dos veces que sueño que regreso a Liverpool. Ahora entiendo por qué meses atrás, cuando sentí que agonizaba por falta de aire en los pulmones y de fuerzas en todo el cuerpo, le pedí a Dios que me permitiera realizar ese viaje, incluso como última voluntad. Se trataba de una experiencia única. Ahora quiero regresar para tomarme una pinta en The Church; ansío una revancha y quiero conocer Edimburgo, Glasgow y Dublín, pero más anhelo volver a pisar el suelo del puerto más bonito de Inglaterra, pasearme en barco, escuchar de nuevo al muchacho de cabello largo y negro que, más que inglés, parecía español o turco, y preguntarle a quién le dedicó “Wild World” aquella tarde de septiembre y si ha dejado un candado sobre las cadenas, porque no creo que la haya entonado solo para deleitar a los turistas; quiero volver a descubrir nuevas buenas bandas como Keywest, quienes tocaron en Liverpool One.

Ya en el aeropuerto de Cancún platiqué con dos señores ingleses, uno fanático del Manchester City, otro de Liverpool, que iba con sus dos hijos, digamos que de 4 y 6 años, vestidos del uniforme morado y el dorsal 11 de Mo Salah. Obviamente hablamos de fútbol y me despedí recomendándoles que visiten Mérida, en caso de estar varios días en México, con el profundo deseo de que nada malo les pase a ellos ni a los cientos de europeos que llegaron en el mismo avión que yo, que regresaran a su gran isla con una buena impresión de mi país, y, por supuesto, con el propósito más vivo que nunca de volver a Anfield Stadium y al muelle de Albert Dock, rezando para poder presumirle a mis amigos que conocí Liverpool el año en que mis rojos por fin ganaron la Premier League.


Confío en que estos cracks harán historia

ASR

2 de diciembre de 2018

Aquel primer brote de nostalgia


Corría el verano del 2005 cuando me resigné a la ausencia de mis mejores amigos de la infancia y no hubo más consuelo que impregnar en la memoria decenas de momentos que difícilmente volverían a repetirse. En aquel entonces, a punto estaba de terminar el ciclo escolar y me alistaba para asumir la mayoría de edad.

Repleto de dudas y remordimientos, planeaba cómo cerrar de la manera más digna posible los dos últimos semestres de preparatoria, etapa que fue un desastre, y estaba indeciso respecto a cuál carrera debía cursar. ¿Letras hispánicas? ¿Historia? ¿Biología?... ¿Periodismo…?

Rysunekremremkolor3res, by Natello (Deviantart)



Un jueves de aquellos días nublados, lo recuerdo como si fuera ayer porque no tuve clases, ya que solo faltaban los exámenes finales, trataba de leer Los Miserables, de Víctor Hugo, pero me era imposible superar la página 30 (debí esperar tres años más para lograrlo, duele reconocerlo). Sin nada que hacer, estuve en cama desde que desperté.

Las ideas para definir mi “futuro” se bloqueaban por recuerdos infantiles provenientes de Puerto Vallarta, Mérida y Tuxtla Gutiérrez, tales como un par de goles que anoté desde medio campo (en canchas de 11 contra 11, obviamente), los barrenos y petardos que quemábamos en navidades, los Transformers de Guerra de Bestias de a 100 pesos que me regalaban porque me iba bien en la escuela y los papalotes que volaba con mis hermanas.
Tumbado en la cama desde que amaneció, únicamente me paré a desayunar y a comer. Debían ser las cinco de la tarde cuando me armé de valor para interrumpir aquel “oblomovismo” o “Síndrome de la Inacción” (recién leí a Iván Turgueniev y debo presumir). Mientras me lavaba la cara vi mis ojos brillosos a causa de la pena, silencio, tristeza y demás síntomas que conforman a la nostalgia: eso fue, porque a pesar de estar acostado, no tenía sueño ni flojera, puedo jurarlo.

Aquel jueves, luego de secarme el rostro y ponerme un jersey de las Chivas, salí a la calle, sin saber precisamente adónde. El clima era acorde a mi estado de ánimo: las nubes bloqueaban hasta al más ligero rayo solar y el piso estaba levemente húmedo, como mis ojos, por una constante llovizna. No está demás precisar que se sentía un poco de frío, ese que se siente a mediados de junio durante el inicio del temporal de lluvias, y que en menos de una semana sucumbe ante el formidable rey sol.

Doblé a la izquierda y seguí el camino que da a la Secundaria No. 14, donde cursé segundo y tercer grado. Llegué a una tienda donde vivía y trabajaba (porque atender el negocio familiar también es un empleo) una chica a la que yo le gustaba. Aún recuerdo aquel momento tan nefasto en que me la presentaron sus amigos. Lo habían intentado un par de veces, pero ella escapaba, por eso me hice un tanto del rogar, pero terminé accediendo y me acerqué caminando lo más natural posible a la jardinera en la que se reunía con sus amigas.

Justo cuando estiré la mano para presentarme, de nueva cuenta ella salió corriendo, muriéndose de risa. Hubo burlas, no sé si para ella, para mí o para ambos, pero me sentí un tanto ofendido, talvez porque pensé que algunas personas, que no sabían bien el contexto de la situación y vieron esa acción, creyeron que era yo quien quería conocerla y me mandaron aún más lejos que la “friend zone (no existía esta área en los primeros años del actual milenio)”. Por eso hice como si nada hubiera pasado y cada recreo evitaba pasar junto con ella. También evadí a sus amigos. No era guapa y estaba un tanto llenita, pero sus facciones me interesaban: piel muy blanca y ojos oscuros, cabello largo y negro, bastante bien cuidado, y su nariz grande sin llegar a lo grotesco y afilada… pero sobre todo su sonrisa, de verdad me gustaba. Pero yo era fantoche, un tanto arrogante y orgulloso (¿no son sinónimos esta tripleta de palabras egoístas?) y también traté de convencer a mi corazón de que que era una chavita equis más: una fanática de UFF o cualquier otro grupito chafa de moda en ese entonces. Ella iba en segundo, no recuerdo en cuál grupo, y yo en tercero. Llegamos a cruzarnos en los pasillos de la escuela no más de cinco veces. Nos reíamos luego de analizarnos de reojo casi al instante. Después supe que se llama o se llamaba Miroslava.

Talvez aquel día melancólico quería volver a sentirme querido, porque las miradas de las chicas de la preparatoria eran muy diferentes a las de secundaria. Ya no había respeto ni timidez, sino más directo, incluso sin amor. Por eso fui por una coca cola a la tienda de  Miroslava. La vi, me reconoció y casi aseguro que se sonrojó un poco. Al darme el cambio también sentí que acarició mis dedos. Como no sabía qué decir ni qué hacer, salí del local y seguí caminando hacia la secundaria. Luego fui por calles con nombres de haciendas que jamás había conocido. Crucé por algunas como La Rojeña, Jaramillo y Candelaria, donde vivían algunos compañeros que nunca visité en sus casas.

Esos terrenos no los conocí porque los mejores años de mi infancia los pasé en Mérida y en Tuxtla Gutiérrez: de la ciudad blanca recordaba muchos caminos: el de mi primaria, los supermercados San Francisco de Asís y Súper Maz. Me dolía haber cambiado Mérida por Chiapas: a Marco, Alonso, Fernanda, Alejandra, José Luis, José Manuel y Ecaterina por muchos niños que no me querían porque mi aspecto y mi acento en nada se parecía al de ellos. De Chiapas nada quería recordar: fui mal agradecido porque también tuve grandes amigos: Álvaro, Luis Enrique, Diego, Xóchitl, Ángeles, Raquel, Walter… tanto intenté olvidar mi estadía en aquel estado selvático, que cuando me agregaron a mi Facebook, me hice el de la mente nublada y aseguraba no recordarlos a todos, o distinguir si coincidimos en la unidad militar, en los 18 meses que estuve en la primaria o el primer grado de secundaria.  

Doblé hasta Circunvalación y llegué a Gigante para comprarme creo que otra coca. En ese entonces era la única tienda de autoservicio grande de la zona Oblatos y era imposible imaginar que siete años después se inauguraría una plaza grande, con tiendas como Liverpool y Office Depot. Ya era de noche cuando llegué al templo de San Onofre. Seguí imaginando una vida en Mérida… haber regresado a Guadalajara hasta la preparatoria, cuando ya encajé de lleno con todos los grupos… porque mi regreso a la Perla Tapatía, en el verano del 2000, también fue muy complicado…Ya no recuerdo qué hice al regresar a casa, pero seguro que no estudié por jugar futbol con Omar, Mauricio y Jonathan: supongo que ya estaban jugando y me uní a ellos, como sucedía cada que regresaba de la prepa a la casa (iba en el turno vespertino).

El siguiente verano sucedió lo mismo, esperando el resultado del examen para ingresar a la carrera de periodismo, imaginando cómo sería vivir en Ocotlán y seguro de que López Obrador era la mejor opción para ser nuestro presidente nacional (¡ja!). Pero de aquel ataque nostálgico no recuerdo con precisión el día en que cayó: pudo ser lunes, jueves o viernes con la misma facilidad: sólo sé que no fue en fin de semana porque cuando pasé por la secundaria se escuchaban ruidos y vi al maestro del taller de electrotecnia. Estuve todo el día en cama, pero ahora sí me había enfermado: no fui a clases toda una semana, aunque ya no era necesario, porque los trabajos finales ya estaban entregados. Desde las 8 de la mañana hasta las 4 o 5 de la tarde, leí como 80 páginas de “Oliver Twist”, de la edición Porrúa Sepan Cuantos, que se caracterizan por tener las letras muy chicas y las hojas son grande: lo detallo porque quiero presumir que daba mis primeros pasos como asiduo lector de novelas y no solamente relatos cortos.

Por la tarde súbitamente me sentí mejor y después de estar tirado tantas horas salí a la calle. Para combatir el estrés busqué a Omar y a Mauricio, pero no estaban en su casa. No se me ocurrió sacar mi balón, como para dominarlo o patearlo a lo tonto mientras llegaban, y me senté en un tronco que estaba en forma de banco, justo en el portón del baldío de nuestra cuadra. Contemplé el cielo, que más bien parecía de otoño: muy gris con tintes rojizos, y recordé que justo un año había caminado melancólico mientras repasaba mi niñez. Pero en esa segunda ocasión evoqué los recuerdos de la secundaria, de lo complicado que fue no encajar en mi “flamante regreso” a Guadalajara, el lugar al que creía pertenecer: las bromas, la falta de respeto a los maestros y a los amigos que sí extrañaba y que debí valorar… y también de los compañeros que debí defenderme.

Repetí mi camino pero ya no encontré a Miroslava: en la tienda me atendió un señor muy panzón, con camisa de resaque, de esas que los gringos llaman “wife-beaters (golpea esposas, algo así”, como la que vestía el Chapo Guzmán cuando lo capturaron en un motel). Desilusionado pagué la coca cola y al llegar a la secundaria fue cuando en el estacionamiento vi al maestro de electrotecnia, de aquel que ya no recuerdo su nombre y que, según la leyenda, era velador antes de enseñarnos a soldar e impartir cátedra sobre inventores como Edison y Tesla.

Ese profesor tenía un hijo que daba clases de inglés. Si mal no recuerdo, cuando yo estaba en segundo él entró como suplente y después se quedó de forma permanente. Aunque de ninguno recuerdo su nombre, de ambos tengo buenos recuerdos: el padre fue el primer maestro que me llamó la atención cuando inicié mi etapa rebelde, ya en tercer grado. Cierto día me habló de los riesgos que corría al juntarme con X o Y compañero, y me dio a entender que yo no había nacido para ser estúpido: me dijo que era una persona de bien, de las que están para servir, o al menos no dañar, a la sociedad. Agradecí sus palabras, pero aún así seguí actuando como un estúpido otros tres años. Y su hijo jugaba basquetbol con nosotros. Brincaba mucho, lo cual se notaba más debido a su corta estatura. Era muy joven, creo que no tenía más de 25 años, porque estaba preparando su titulación.

No sé por qué olvidé sus nombres. Resulta un tanto incómodo porque recuerdo hasta los apellidos de unos cuantos docentes más que pasaron sin pena ni gloria por las aulas. No era malo enseñando en el taller, sabe si realmente fue velador antes de impartir clases. Al respecto hacíamos muchas bromas: equis o ye maestro eran cocineros o repartidores de agua antes de dar clases. Además asegurábamos que los intendentes darían clases dentro de unos cuantos años: unos de química, otros de español, según su lenguaje y trato que teníamos, porque con algunos nos llevábamos como si fueran un alumno más de la escuela.

Seguí leyendo Oliver Twist. Hoy duele confesar que me atrapó su cursilería que hoy tanto detesto: esos nefastos finales felices donde los villanos que no corrigen sus comportamientos deben morir, y los protagonistas, que siempre son buenos, viven felices para siempre. Como las telenovelas. Seguro Cuento de Navidad y Nicholas Nickebly han inspirado a papeles que interpretaron Thalía, Fernando Colunga, Eugenio Derbez y demás basura de actores televisivos. Poco después de aceptar que sus cuentos y novelas son lineales y predecibles, me decepcionó saber que Dickens fue un escritor bastante racista y falso.

Durante este otoño del 2018, por fin vi la última parte de El Padrino, esa mítica trilogía que, para muchos, solamente debieron realizarse dos entregas. Ya estoy en la tercer década de la vida y la nostalgia no nada más me hace suspirar: me exprime el corazón y me impulsa a proponerme metas que aún puedo realizar. En esta película se plasma a un Michael Corleone cansado, enfermo y afligido, enajenado con su hija Mary y arrepentido por haber asesinado a su hermano Fredo; sincero y expresivo, capaz de compartir el secreto de su primera esposa, por quien en las primeras películas jamás mostró sentimiento alguno tras su fallecimiento. Prolonga esa melancolía que apareció al final de la segunda parte, cuando recuerda una reunión con sus hermanos para celebrar el cumpleaños de su padre: ahí se ilustra con un solo acto la personalidad de cada uno de sus familiares.

                                            La escena más triste de El Padrino III

La número tres me pareció una película entretenida, muy lejos de las obras maestras que le antecedieron. Lo que más rescato es la expresión del gran Al Pacino cuando muere su hija. Y lo que sigue es una escena del heredero de Vito Corleone, totalmente anciano, que emplea sus últimos suspiros en recordar a Mary. Después muere, aislado de toda la riqueza que lo rodeó, sin estar junto a sus seres queridos.

Nostalgia también es saber perdonar, reconocer nuestros errores y regalarnos un poco de ternura que talvez nunca nadie nos regale. Hoy ya no me avergüenza decir que fui muy fan de Blink 182: que, a ese trío de chavorrucos de San Diego los veneré más que a los hermanos Gallagher; tampoco que, en sexto de primaria, gasté casi todo mi dinero en mirindas para completar el álbum de Pokemon, serie animada que un par de años después detesté demasiado.


No me cansaré de decir que quiero morir joven. Debe ser horrible estar lleno de recuerdos en un cuerpo cansado, que no reacciona como quisiera, y sin las personas que más quieres no sólo alejados de ti, sino que ya no estén en este mundo. Espero no llegar a las seis décadas y recordar con nostalgia cuando decía que no quería llegar a viejo.

Respecto a los libros, tengo dos pequeños libreros, con un par de obras de Dickens (Oliver Twist lo presté en 2006 y jamás me lo regresaron). Me quedan por leer como 15 ejemplares y ahora quiero volver a hojear todos aquellos que adornan mi cuarto y que invertí como siete años en coleccionar. A ver si alcanza la vida, y a ver cuántas nostalgias aparecen o renacen.

 ASR

29 de noviembre de 2018

Jabón de mandarina


Agosto de 2017

Quería comprarme una pistola, pero no sé dónde las venden. Tampoco las balas. Además nunca quise aprender a disparar. Los rayos de luz que se reflejaban en mi ventana me encandilaron, por lo que creí conveniente levantarme.

Rápido abroché mis tenis, pensando en hablar con alguno de los chicos rudos de mi casa y decirles con tono curioso que si me prestan, me venden o me rentan una de sus pistolas. Seguro me preguntarían a quién quiero “tronarme” y se ofrezcan como sicarios, labor que algunos conocen muy bien. Me daría vergüenza explicarles que a nadie hay que apañar, que talvez no tengan su fierro de regreso y estoy seguro que me delatarían en la primera circunstancia en su contra.



Mientras me quitaba las lagañas dejé de imaginar tonterías y fui a hacer el mandado, es decir, invertir el dinero en cosas que de verdad necesito. Faltaban jabones para bañarme y vi uno de mandarina, que compré para lavarme las manos. Al usarlo suelta mucho color y la espuma, sumamente viscosa, se seca enseguida, dejando las manos tiesas. Tengo que usar otro jabón, o desperdiciar mucha agua, para solucionar ese inconveniente.

¿Por qué lo compré, si dudé desde un principio de su calidad? ¿Por qué no elegí el clásico jabón lirio? Dicen que las personas consumistas, que compran a lo pendejo, tienen depresión, incluyendo a las damas adineradas y raperos adinerados que gastan sus millones en joyas y ropa. A mí simplemente me ganó la ansiedad, la desesperación de que sea otoño y comprarme un kilo de mandarinas en el tianguis, o ir a la nevería que está a espaldas del templo de San Onofre y comprarme una nieve.

Ya van tres semanas que nada sé de ella. Y dos desde que me duele el estómago después de beber coca cola y/o cerveza. ¿cuál de estas excusas existencialistas es más contundente para volarse la tapa de los sesos? ¿Estaré vivo en octubre para comprar mandarinas? Aún con mandarinas reales, esas que me elevan al nirvana por la emoción que siento al olerlas y exprimir sus gajos con mis dientes, será difícil olvidar que fue en otoño cuando me enamoré de sus manos heladas y de sus piernas cálidas: de sus ojos ya lo había hecho hace varios años. Lo bueno es que en septiembre regresaré a Mérida después de casi 20 años. Habrá mil emociones nuevas.

Pero he aprendido a verle el lado bueno a cualquier objeto o sujeto. La ventaja de este jabón es que, mientras orino, percibo un nada desagradable olor similar al agridulce cítrico que tanto amo.

 ASR

31 de agosto de 2018

Cristo, el pan y la tortuga

¿Por qué mejor no te cuelgas un cristo? Me dijo la señora a la que compro pan en el Centro, mientras veía fijamente mi dije de tortuga.

Suspiré profundo, en busca de alguna respuesta boba que me evitara lanzar un discurso existencialista. “Es que me la regaló alguien a quien quiero mucho”, le expliqué.

“Pero es mejor un cristo”, añadió.


Doble suspiro. Quise decirle: “no me gusta la imagen de un tipo madreado brutalmente, que bien podría ser alguno de los dos campesinos que recientemente lincharon en Puebla, acusándolos, con pocos fundamentos, de secuestradores y a las pocas horas de que fallecieron, se supo que eran inocentes… al igual que Cristo, a quienes los romanos reconocieron como ídolo 300 años después de haberlo masacrado”… pero mejor sonreí, e hice como que no la escuché.

Sin embargo ella replicó: “¡es mejor un cristo!”. Sonó mi teléfono y lo ignoré, al ver esa lada que inicia con doble cinco y dar por entendido que me marcaban desde la capital, algún banco vendiendo seguros, lo más probable. Le pagué con un billete de Benito, de 20 pesos, claro está, y cuando me dio los 5 de cambio, repitió su frase católica: "¡es mejor un cristo!".

“Es que nunca he comprado un crucifijo, y no me interesa”, respondí yéndome de prisa, recordando que hace no mucho, esa misma señora me preguntó qué bebía, y al explicarle que era un jugo antioxidante de fresa, uva y zarzamora, aseguró que es muy dañino mezclar frutas e ingerirlas (¿Por qué hay gente que a todo le encuentra un pero… que te cuestiona todo lo que haces?).

Acaricié mi tortuga y recordé que hace muchos años leí que ellas representan la paz y la sabiduría. Y me gustó creer esa idea, sin necesidad de construir dioses ni ídolos protectores de credos, mandamientos y demás órdenes religiosas y políticas que han incentivado, durante muchos siglos y milenios, a que las sociedades sean una basura, de estar luchando unos a otros por el odio ideológico y buscar una razón única… un camino único, una verdad auténtica y real, basada en seres supremos que no nos consta su existencia, y en deidades que figuramos a nuestra propia imagen… en cambio a la tortuga la puedes ver en un lago, en el mar, en un charco o en una pecera. Se mueve y es parte de nuestro espacio. Y eso es lo que cuenta: valorar lo que ves, lo que está a tu lado, lo que estimas por lo que has vivido, no lo que supuestamente vendrá para salvarnos si somos buenos, o castigarnos en el infierno si fuimos malos.

¿Algún día cambiaré mi tortuga por un cristo? Tendría que regalármelo alguien a quien aprecio mucho.

ASR

31 de mayo de 2018

Como una piedra

Una simple canción, de 3 o 4 minutos, que repite coros y estribillos 3 o 4 veces, puede ser igual o más compleja que una novela clásica de mil hojas. Les juro que no exagero

Recientemente vi un video de los éxitos musicales más representativos de la década pasada, y entre los primeros lugares apareció “Like a Stone”, de Audioslave, aquella súper banda compuesta por el vocalista de Soundgarden y tres integrantes de Rage Against the Machine: así los ubiqué, porque afortunadamente me tocó ver el lanzamiento de su segundo sencillo que anunciaron con bombo y platillo en MTV, allá en el 2003. A mis 15 años, no sabía que sus nombres eran Chris Cornell, Tom Morello y Tim Commerford (del baterista aún no me aprendo el nombre).

IMAGEN:  "Like a stone", byvPandatails (Deviantart)

Escucharla fue mágico: un tema con todas las características de convertirse en un clásico posterior a la caída del grunge, en una época en la que, en Estados Unidos, como “representantes del ámbito rock”, iban de salida el nu-metal y el happy-punk. MTV Latinoamérica producía desde Los Ángeles, y como parte de la invasión británica, dominaba ese género “post britpop” que lideró Coldplay, seguido de Travis, Keane y otros.

En aquel 2003 apenas y entendía el inglés. Busqué casi todas las palabras y deduje que se trataba de un sujeto que iba a misa a rezar, para pedirle perdón a un ser querido, talvez su madre, talvez su esposa. No quise saber más y me conformé con disfrutar de ese formidable solo de guitarra que inmortalizó Morello y que da escalofríos; bastó admirar la imperiosa voz de Cornell que en esta melodía demostró por qué siempre estuvo a la altura de los grandes intérpretes noventeros, que nada le pedía a Kurt Cobain, Layne Staley, Eddie Vedder ni a Scott Weiland.   

Recientemente se cumplió un año del fallecimiento de Cornell. Se dice que fue un suicidio. Leí una entrevista con Commerford, quien recordó que durante la grabación del primer álbum de Audioslave, creyó que Like a Stone se trataba de una canción de amor, pero Chris le indicó que no, que hablaba de la muerte: de un anciano cansado de vivir, melancólico porque todos sus seres queridos se han ido, y es a la calavera a quien “espera en su casa, en cada cuarto, pacientemente”.

Tiene razón. Jamás relacioné el tan claro “on my deathbed”, el lecho de muerte, como algo directo real, y quise asociarlo con esa metáfora aburrida de que a diario estamos pendiendo de un hilo, que somos muertes vivientes, que tenemos el alma opaca y sólo vive el cuerpo. Algo así. Total, que me quedé “como una piedra”.

Ahora amo más esta canción, igual que mis libros, que algunos amigos entienden de otra forma a como yo lo hice… que subrayan, o los atrapan, frases que yo ni siquiera capté o valoré debidamente, y viceversa.

Qué bella es la música cuando pertenece al arte. Ahora no sé qué otra canción del 2000 para acá es mejor que aquella que inmortalizó Cornell.

ASR

14 de mayo de 2018

Lomachenko: tres veces histórico

En su cita con la historia para demostrar que no sólo es el mejor boxeador de la actualidad, sino que su nombre puede grabarse entre los más grandes de todos los tiempos, Vasyl Lomachenko protagonizó una excepcional pelea y derrotó por nocaut técnico a Jorge Linares, a quien le arrebató el cinturón de peso ligero de la AMB, para conseguir su tercer título en diferentes categorías.

Considerado entre los mejores olímpicos de la historia, Lomachenko está escribiendo con letras de oro su legado en el profesionalismo: el ucraniano está revolucionando el boxeo.


Apenas sonó la campana en el Madison Square Garden, de Nueva York y ambos contrincantes demostraron que su mejor cualidad es la velocidad, tanto para atacar como al momento de defenderse. Linares salió decidido a refrendar lo que sería su cuarta defensa, manteniendo a la distancia al retador.

Fueron dos primeros rounds muy parejos hasta que, en el tercero, el “Hi Tech” montó un tren de ataque que apabulló al venezolano por amplios lapsos, incapaz de descifrar los golpes y quedándose parado en medio del ring; cuando respondía, sus volados quedaban en el aire, justo como sucedió con los cuatro rivales anteriores del ucraniano, quienes optaron por abandonar la contienda.

Concluía el sexto asalto y Vasyl continuó con su concierto de combinaciones y de movimientos defensivos, con pasos laterales a gran velocidad y saliendo como torero cuando le lanzaban golpes al cuerpo.

Pero Linares, también monarca en tres divisiones, demostró por qué lo apodan el “Niño de Oro”: aprovechó un error del retador y luego de recibir una seguidilla de golpes al rostro, conectó un puñetazo de derecha en la quijada, con la potencia suficiente para doblarle las piernas y dispararlo hacia atrás; así fue como el europeo visitó por primera vez la lona en su carrera profesional.


Linares no desaprovechó un ligero descuido, pero Lomachenko demostró la casta que tienen los grandes y se levantó para arrebatarle la corona al sudamericano.

Lo gritos de “¡Loma, Loma!” cesaron y el mítico teatro neoyorquino del pugilato parecía un cementerio. “Hi Tech” regresó frío y cauteloso; ya no atacó con tanto fervor y la puntería del venezolano parecía haberse afinado, aunque a partir del octavo episodio, su ojo derecho comenzó a inflamarse, y en esa parte del cuerpo se centraron los bombazos de su rival.

Con un gancho al hígado perfectamente ejecutado, precedido de al menos cuatro golpes al rostro, Lomachenko tiró a Linares, quien alcanzo a ponerse de pie justo cuando el conteo del réferi llegó a 10, pero el dolor no le permitió mostrar los guantes en señal de poder continuar y se detuvo el combate.

Pocos ganchos al hígado se han aplicado con tanta maestría como el de Loma que doblegó al "Niño de Oro".

El “Niño de Oro”, de 32 años, se presentó con tres derrotas en su marca, pero la última vez que cayó, en marzo de 2012 ante Sergio Thompson, Vasyl apenas se preparaba para triunfar en Londres 2012, donde se erigió como doble medallista de oro. Más de dos años y medio después, Linares consiguió el cinturón del CMB ante Francisco Prieto.

Luego de dos defensas efectivas, dejó vacante el fajín verde y retó al inglés Anthony Crolla, a quien venció en dos ocasiones y después hizo lo propio con Luke Campbell y Mercito Gesta. Linares se consolidaba como el mejor peso ligero de la actualidad, debido a que Mikey García subió de categoría, y no titubeó en aceptar el desafío con Loma en lo que resultó una pelea de alto nivel, donde exhibió su maestría y que está en su mejor momento, pero su oponente fue un histórico, que aunque perdió su invicto apenas en su segunda presentación, ha construido un imperio en apenas cinco años y 12 peleas.

Ahora es el propio Mike García quien debe bajar a las 135 para brindar otra cátedra boxística junto con el ucraniano, ya que la potencia del de Oxnard, California parece ser el factor para considerar un combate parejo y de cinco estrellas. Y de superar ese obstáculo, Lomachenko debe ser considerado como la nueva súper estrella del deporte del pugilismo, al mismo nivel que sus buenos tiempos estuvieron Julio César Chávez, Mike Tyson, Manny Pacquiao y Floyd Mayweather Jr.

Vale la pena ver ambas caídas una y otra vez, para analizarlas a detalle:

Sorprende Munguía a Ali... y al mundo

Antes de cancelarse la revancha entre Saúl Álvarez y Gennady Golovkin y su nombre apareciera como primera opción para reemplazar a “Canelo”, honestamente, ¿quién había escuchado hablar de Jaime Munguía?

Cuatro caídas oficiales y un resbalón fue el infierno que vivió Sadam Ali en Verona, Nueva York


Apenas sonó el rumor de que se enfrentaría al kazajo, campeón mediano del CMB y de la AMB, la Comisión Atlética de Nevada no aprobó que se realizara este combate. Pero de inmediato le llegó otra oportunidad al prospecto tijuanense de 21 años, al reemplazar a Liam Smith como rival de Sadam Ali, por el campeonato súper welter de la Organización Mundial de Boxeo (OMB).

Desde el primer golpe, Munguía aprovechó su mayor tamaño y potencia para derrotar al estadounidense, quien no puedo hacer efectiva su primera defensa del cinturón que le arrebató a Miguel Ángel Cotto; con dos caídas contundentes, de milagro sobrevivió al primer round.
En el segundo volvió a visitar la lona y en el tercero logró conectar al mexicano, pero el daño fue nulo. El réferi le advirtió que no saliera al cuarto asalto, pero Ali insistió y en menos de un minuto, se comió una finta básica y un derechazo lo puso a dormir.

Ahora como campeón mundial, ¿qué sigue ante esta inesperada revelación del boxeo mexicano? Su promotor Fernando Beltrán, de Zanfer, deberá protegerlo. Sería interesante que se enfrente a Smith, pero hay que recordar que en las 154 hay otro inglés que anhela reaparecer en el mapa: Kell Brook.


No es muy veloz y su ataque es predecible, aunque tiene una pegada capaz de noquear a cualquiera... y apenas 21 años de edad. Esas es la carta de presentación del "Destructor" Munguía.


Sería un grave error unificar con Jarrett Hurd, Jermell Charlo o el siempre complicado Erislandy Lara.También hay nombres importantes como Erickson Lubin, Julian Williams y el argentino Brian Castaño. La carrera del “Destructor” Munguía apenas inicia. Lo cierto es que, al ser mexicano, su nombre se escuchará más veces que los ya mencionados. 

 ASR

29 de abril de 2018

Un gringo cantor en el 258


Después de cuatro años lo volví a ver y un impulso instintivo guió mis manos hacia los bolsillos, para comprobar si tenían monedas. Como en aquel primer encuentro, no pidió permiso al chofer: pagó el pasaje como todos los demás, afinó su guitarra y comenzó a cantar, de nueva cuenta en inglés, y otra vez una canción desconocida para mí.

Sombrero claro de paja; bigote entre hippie, inglés y galo, según una publicación que recién busqué para este escrito, y su cabello amarrado en una colita: este músico urbano anglosajón, de entre 50 y 60 años, portaba exactamente el mismo look que aquella vez. Lo que no recuerdo bien es el día, si fue lunes o viernes, pero eran finales de marzo, y ahora quien concluye es abril.

Es él el cantante gringo, quien, en 2014 supuse que debía llamarse John, Robert, o James


Lo que no olvido es que me encontraba bastante irritado, en contraste de ahora, que estaba sumamente feliz, porque minutos antes una bellísima mujer –una “crush”, dirían los millenials- me preguntó mi nombre y al despedirse, casi me besa en la boca. Por si fuera poco, en el televisor de una paletería ubicada donde espero el 258 (-¡cuántas historias en esta esquina, el cruce de Avenida México y Chapultepec!) vi que las Chivas estaban ganando 2-1 allá en Toronto, Canadá.

Pero hablemos de las penas, que son la parte esencial de este relato. Aquel horrible día primaveral del 2014 sufrí una fuerte decepción en el trabajo y me llené de odio y resentimiento, como no me había pasado en más de 10 años. Al salir de la oficina tomé el camión, también un 258, y vi cuando subió este señor que, al ver su aspecto “agringado”, surgió mi lado xenófobo, me transformé en Juan Escutia y escupí todo mi veneno sobre este cantante a tal grado, que en cuanto llegué a mi casa escribí un relato que aún conservo.

Me da vergüenza mencionar lo que redacté aquella medianoche y me limitaré a referenciar breves citas, pero me basta decir que, al pobre señor nadie le dio una sola moneda, lo vieron con indiferencia, y se bajó muy desanimado, quizá más de lo que yo me encontraba, y me dio gusto su situación. “¡Yankee, go home!”, debió gritarle mi alma cuando salió del camión cabizbajo.

“El semblante del gringo alicaído, quien con dificultades hablaba tanto el inglés como el español, y al cual ignoré y ofendí- entre otros motivos- bajo el absurdo argumento de solidarizarme con nuestros paisanos discriminados en Estados Unidos... ese semblante triste suyo, retumbará en mis entrañas durante un chingo de tiempo”, se lee en mi texto que redacté el viernes 4 de abril de 2014, a las 22:10 horas.

Después llegó el remordimiento:

“¡Maldita globalización, que ocasionas que ancianos rubios canten en camiones tapatíos, en vez de que le den cinco o 10 dólares de propina a mis primos costeños, te odio!”, agregué, y palabras más, palabras menos, mencioné que a los 18 años tenía mucho miedo de volverme anciano y terminar loco e indigente. Supuestamente, en 2014 ya había superado ese miedo, pero mentí en mis letras, porque persiste ahora que me encuentro ya en la tercera década.

“Juro que me visualicé en los ojos azules o verdes pálidos de aquel señor que en la tapa de su guitarra llevaba una armónica, y bajo un pequeño sombrero, a la altura de la nuca, se le ocultaba una pequeña cola de cabellos canosos y rubios; me vi persiguiendo los camiones, y cuando mi madre me recuerda los días que faltan para la quincena”.

Basta de citas. Aquella noche quise regresar el tiempo y darle los 4 pesos que tenía. Talvez pagué el pasaje con una moneda de 10 y me regresaron cuatro de a peso y es lo único que traía. No lo sé.

Hoy el camión no iba infestado de gente como aquella ocasión, y mientras el señor seguía tocando, una chavita le dio varias monedas antes de bajarse. Fue un gran momento, y sentí que mi bella ciudad se disculpaba con aquel foráneo, quien extrañamente habla como si fuera su primera visita a este país, como aquellos gringos que comienzan a tararear sus primeras palabras en español. Lo menciono porque generalmente los gringos que aquí viven, no tardan en hablar con fluidez nuestro idioma, más allá de su acento chillón. 

"Gracias por escuchar", dijo este martes en un tono gringo al concluir el primer tema, que, de nueva cuenta, jamás había escuchado. O talvez fue el mismo que interpretó aquel viernes de abril del 2014. "Ahora cantaré este clásico en español, y mal pronunció "La Bamba", que cantó rápido y a medias, como si llevara prisa y no quisiera bajarse hasta el centro, sin antes despedirse y decirnos "que tengan un lindo fin de semana", ¡sí, en pleno martes!

Y así canta el gringo...¿y qué tal si es canadiense?

Talvez sea su frase de despedida, o talvez eso quiso decirnos hace 4 años a quienes fuimos groseros con él y ahora que volvimos a coincidir, de su inconsciente surgió esa frase. No lo creo, debo estar alucinando, lo que sí es cierto es que le di la moneda de 10 pesos con la que tenía pensado comprar una coca de 400 ml. Así es como me disculpé con él y conmigo, con una moneda que vale medio dólar.

PD: Compartiré gran parte del primer escrito, omitiendo los detalles más trágicos, claro está:





ASR