Sabía que me esperaba una noche sempiterna. Sentí un escalofrío aterrador al contemplar a decenas de personas que aguardaban afuera del edificio, impacientes por no saber con precisión lo que sucedía en el interior, pero también felices porque respiraban aire fresco. Al menos eso supongo ahora.
Así se veía la clínica por fuera... esperaba un infierno adentro, pero no acerté del todo.
Y es que adentro todas las sillas
estaban ocupadas y avancé a paso lento, por tanta gente que permanecía de
pie. Aún así me llamaron de recepción casi de inmediato, para presentar mi
cartilla que me acredita como derechohabiente del IMSS. Me pasaron a un cuarto,
al que da acceso la puerta inmediata, donde parecía que los pacientes se
robaban el aire para lograr aferrarse a la vida porque, no exagero, apenas y se
podía inhalar oxígeno.
Más bien predominaba un hedor
insoportable, como si hubiesen rociado un aromatizante compuesto de sudor,
orina y vómito; pero aquí adentro la asfixia la ocasionaba la tristeza y no el
asco. Más que seres humanos, muchos de los presentes en el área de urgencias
parecían espíritus aferrados a cuerpos descompuestos, por no decir putrefactos: querían seguir albergándolos aunque fuese sin dignidad, como seguramente alguna vez sucedió pese a tener salud estable.
Al recordar el motivo de mi “visita”,
me sentí un poco ridículo y un tanto ingenuo. No había transcurrido ni una hora
de cuando llegué a mi casa, confuso, pensando en ver el lado chusco del
incidente que me llevó a este tétrico espacio. Después de desinfectarme el área
de los isquiotibiales de mi pierna derecha, de la cual chorreaba bastante
sangre, decidí cambiarme de ropa y me eché desodorante en las axilas, ya que
venía de hacer ejercicio y no creí conveniente bañarme antes de ir al hospital.
¿Incomodaría mi sudor a los
médicos y enfermeros que me atenderían? Quizá no tanto como los reclamos de los
familiares de los enfermos, o de los mismos enfermos. Total, que me resigné a
que tardarían bastante en atenderme, porque una leve mordedura de perro luce
insignificante frente a todo lo que contemplaban mis ojos: media docena de
inquilinos de la Clínica 110 sujetaban bolsas de suero, entre ellos una veinteañera embarazada y bastante pálida; un sexagenario (según mis
cálculos) conducido en silla de ruedas, con sus dos piernas amputadas, y un
sinfín de miradas perdidas.
Me llevé mi libro, “El mundo de
Sofía”, pero fue imposible concentrarse en las letras referentes a Hilda,
Albert, Hermes y demás personajes secundarios. La pierna comenzaba a entumirse,
mas no quise sentarme. Quedaban dos sillas disponibles; en la más cercana,
reposaba una señora bastante obesa y que parecía estar a punto de dormirse; en
la otra estaba un señor cubierto con una bata verde, repleta de manchas
cafés, muy secas, de la cintura para abajo. No quise, ni quiero, indagar cómo
aparecieron.
Por momentos los enfermeros
invertían más tiempo es sacar a los acompañantes que en atender a los pacientes.
Yo pensaba en las 12 inyecciones que, según el chofer de Uber que me llevó al
nosocomio, tuvieron que aplicarle a su hermano cuando lo mordió un perro con
rabia. ¡Y lo picotearon en el ombligo!
Quien realmente me preocupaba
era mi hermana, porque decidió acompañarme y llegó como una hora después. Le presté
el libro para que leyera, pero tampoco pudo hojearlo en semejante entorno. Noté
que quería ingresar a urgencias, y temí que la retiraran de mala gana. Sonreí, porque antes de salir
rumbo al gimnasio me invadió la nostalgia. Recordé que entre 2005 y 2010,
solían pasarme tragedias a mediados de marzo, tales como desmayos, derrames sanguíneos en las fosas nasales, rompimientos amorosos y varias decepciones espirituales. Ya
hacía varios años que nada similar sucedía en pleno arranque de primavera.
Aturdido por el calor, a pesar
de que ya eran las 7 de la tarde, razoné que este año no llovió durante la
segunda semana de marzo, como sucedió del 2015 al 17. Creo que son parte de las llamadas "cabañuelas". Datos tontos, pero que siempre tengo en
cuenta. Veo que a la embarazada la abraza su pareja, un joven moreno, como de
su edad, de apariencia cholo (vestía una camisa azul muy larga y short tipo
bermuda), con muchas letras y frases tatuadas en ambas manos, que no se
entienden porque aparte de estar en un manuscrito muy junto, son de un tono
verde que siempre he creído que son exclusivas de la prisión. Ella también
tiene muchas rayas dibujadas, igual de gachas.
Pensaba en mi ansiedad, que
este martes 20 de marzo me incitó a comprar dos botellas de Coca Cola. Una la
tomé en el trabajo, la otra la regalé a mi madre. “No entiendes que pronto
puedes estar igual o más grave que ellos”, dije, como regañándome a mí mismo.
Traté de meditar, de seguir cuestionando mis hábitos, pero me interrumpieron unos gritos provenientes de una de las
paredes de enfrente. ¡Qué viva Cristo Rey!, exclamaba una anciana, de al menos
80 años, y más que una hurra o un cántico de guerra, parecía una queja fatal.
Juro que sentí que se trataban de sus últimos gritos en vida, y hoy, una semana
después que ajusto este relato, me pregunto si aún vive aquella señora.
Siguió con unos cantos que no
entendí, pero seguramente son de los que se realizan en las misas católicas.
Una mujer no tan mayor como ella la cuidaba, supongo su hija. La arrullaba, le besaba la sien y le acariciaba los labios, mas resultó imposible callarla. Comenzó a dolerme la cabeza y sentí deseos de
matar al perro que me mordió, un pitbull región 4 de tamaño medio y color cobre.
¡Maldito!, Me encajó un colmillo y huyó cuando le tiré la patada; ni siquiera
me arrancó la pantorrilla o el cuádriceps como probablemente sí lo hubiera
hecho uno fino.
Tiene
dueño. Pertenece a una familia que limpia carros en mi calle desde hace al
menos 10 años, y siempre han tenido perros que deambulan día y noche. Esas personas
ya habían tenido una perra parecida a él, pero blanca con negro –tal cual,
parecía una vaca- que me ladraba y amenazaba con morderme, pero nunca lo hizo.
Esto sucedió hace 4 o 5 años, cuando debía irme presentable a mi anterior
trabajo, y descubrí que le incomodaba mi corbata: se desesperaba al verla ondular.
Murió de una manera muy triste, después de tratar de dar a luz, y estiró la pata
con todo y crías dentro de su vientre.
Una herida leve, pero que me dificultó la vida 4 o 5 días.
También sentí deseos de golpear
al labrador región 3.5 que me siguió primero, pero sin ladrarme. Lo había visto
perseguir a una señora, por eso me mantuve alerta y no bajé la mirada. Cuando
se perdió de mi vista entre las casas y los carros, de atrás salió el mugroso
pitbull y me atacó. Pensé alcanzarlo y golpearlo, pero me contuve porque creí que generaría una batalla campal
entre los otros 4 o 5 caninos callejeros que fueron testigos, junto a un par de
doñas y unos cuantos niños.
Toda esa mala vibra se fue al
contemplar a la enfermera que me atendió. Una jovenzuela muy delgada, menuda de cualquier ángulo visible y chaparrita; todo su aspecto refleja debilidad y describe a la perfección de un ser incapaz de generar daño: una compañía perfecta para un paciente que no puede valerse de sí mismo y teme recibir más heridas o malas noticias. Su rostro
pequeño, las grandes ojeras y los enormes lentes que usa empañan sus bellos ojos, verdes con miel, mas le dan un aspecto de notable inteligencia, la cual corrobora al nombrar términos términos médicos ininteligibles y enlistar fármacos con teminación "ina" y "ona", en tanto que su dulce voz colma de confianza: estoy seguro que, al escucharla, los enfermos terminales pueden creer que se trata de un ángel que los guiará hacia el más allá, donde por fin tendrán paz y consuelo, y se irán felices de este mundo por haberla conocido.
Me habló de usted todo el tiempo: “le voy a poner anestesia para que no le duela”, “ahora le voy a lavar”, “le estoy limpiando la herida”, “¿no le duele?”, “¿Le dolió mucho cuando lo mordió el perro?”... Debe estar recién graduada, o incluso realizando sus prácticas, aunque ya tenía uniforme oficial del IMSS, pero es que por la ausencia de arrugas en sus ojos y su terso rostro, me cuesta creer que tenga más de 22 años. El médico me indicó regresar al día siguiente para pedir más antibióticos y realizarme más lavados: difícilmente podría estar infectado.
Mi mente se despejó y enseguida reapareció la música
que escuché por la tarde en el camión: los Violadores del Verso. “¿Verdad que
no nos gusta el cementerio?”, nos pregunta en “Cantando” Kase O, quien creo que
es el líder de este grupo español de hip-hop. Y no, no quiero morir, no este
año, y menos de rabia por una mordedura de perro corriente.
EPÍLOGO
El mediodía del lunes 26 de marzo entré a una tienda fresa de mascotas, para ver tortugas. Salió un perro blanco,
también por detrás, como hace una semana, pero este era tierno, de esos que son
para niños, y a punto estuve de darle una patada. Una de las empleadas grito con desesperación:
“¡no hace nada!”, y vi la cara del perrito, que ahora mismo no recuerdo su raza
pero es como un pug grande: se asustó y se fue trotando a una casita que estaba
en la entrada del local, supongo que es exclusiva para él.
Me disculpé y enseguida les mencioné a las chicas
que recién me había mordido uno. Por desgracia llevaba pantalón y no pude
mostrarles la herida, para no quedar como un idiota. Seguí platicando con ellas
y el perrito regresó. Lo acaricié y se puso contento, porque se tendió al piso
para que lo sobara, pero decidí irme de ese lugar.
Menciono esto porque, en el trabajo, un
compañero me preguntó si les tenía miedo a los perros después de la mordida. Le
dije que no, que simplemente evito cruzar junto a ellos, como lo he hecho
siempre por diversos motivos, entre ellos porque no puedo llevármelos a mi casa
o darles comida. Y además me molesta que me laman. Pero hoy, que sentí la presencia de un perro que
juro es 99% inofensivo, reaccioné como lo hacen los miedosos, o quienes no
tienen la conciencia tranquila.
ASR
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